Creo que no hay tema más recurrente en la literatura, el teatro, el cine, la fotografía, la pintura y en todas las artes, que el de la familia, especialmente la de naturaleza consanguínea, aun cuando el término se extiende a la religión, el terruño, la política, el deporte y toda forma de agrupación humana, desde cuyo referente se expande al mundo animal, vegetal, mineral e incluso astral.
En la antigua
Grecia, además de la esposa, los hijos y parientes cercanos, la familia incluía
a los esclavos domésticos, tal vez porque saciaban el hambre en la misma casa.
En Roma, donde la palabra viene del latín famulus, también comprendía a
los sirvientes y se vincula con fames (hambre), de modo que los que se alimentaban
bajo el
mismo techo, con vínculo consanguíneo o no, pertenecían a esa familia.
Desde entonces, el
concepto de familia ha atravesado por diferentes interpretaciones y actitudes
acorde a la cultura a que corresponda, pero ha prevalecido el que sintetiza la
Real Academia de la Lengua Española en que nos basamos: conjunto de ascendientes,
descendientes, colaterales y afines de un linaje.
Independientemente
del nivel de relaciones que existan dentro de este conjunto humano
consanguíneo, hay una frase popular que expresa un nivel de compromiso entre
sus miembros: la familia es la familia, significando que más allá de las
diferencias posibles en el proceder de cada miembro, nada le separa de su
condición familiar.
En Cuba, la conformación de la familia es una mezcla de
sangre española, africana, asiática, árabe y, en menor medida, taína, con
rasgos fisonómicos y culturales sincretizados en una identidad nacional que nos
aproxima. Y, aunque no es un comportamiento privativo de la cubanía, el
sentimiento de familiaridad tiene una fuerza que desborda la consanguineidad.
En la tradición cubana, la familia se mantuvo en la Isla durante los siglos en que se fue formando. Generalmente, el cubano no emigraba
a otro país y aun cuando se separaba del barrio, el municipio, la provincia, se
reunía en cumpleaños, días feriados como el consagrado a la madre, Navidades, o
por algún motivo luctuoso.
Sin embargo, a partir de 1959 se inició una continua
emigración que llega hasta nuestros días, lo que llevó a una separación de la
familia que duele como una herida sin cicatrizar en la nación. Si a ello
agregamos la política de alejamiento familiar dentro de la propia Isla,
provocada por becas distantes para estudiantes, servicio militar y ubicación
laboral innecesariamente alejada (alguien de Matanzas a cortar caña a Camagüey
y el de Camagüey a cortar caña en Matanzas; un maestro de Manzanillo a dar
clases en Guantánamo y el de Guantánamo a Manzanillo). Asimismo, ha pasado con
las llamadas misiones internacionalistas: el esposo a un país y la esposa a
otro, mientras los hijos quedan con los abuelos.
Pero la más fuerte separación de la familia cubana ha sido
la emigración. Casi todas tienen algunos de sus miembros en
Estados Unidos, España, Latinoamérica, Asia, África y en las más remotas
esquinas del mundo. En la década de 1960 y bien entrada la de 1970, apenas hubo
relaciones entre ellos, fuera por las dificultades de la comunicación o,
incluso, porque en el discurso político del país se consideraban enemigos –a
veces con vocablos ofensivos emanados de los más altos dirigentes– a quienes optaron
por el derecho humano de elegir otro lugar donde vivir.
Hoy, sin embargo, los familiares del exterior se han
convertido en una tabla de salvación para la parentela de la Isla. Por un lado,
por el apoyo monetario, en alimentos y medicina y, también, porque el sueño
perenne de reunificación no se plantea con el regreso a la tierra en que se
nació, sino con traer a los padres, hermanos, esposo(a), hijos, a vivir en el
sitio extranjero donde se han ubicado. En este intento, es en Estados Unidos
donde las condiciones son más favorables, especialmente en las últimas décadas,
gracias al programa de reunificación familiar.
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Aylicet entre sus padres, Miguel y Cecilia |
La mayoría de mis amigos cubanos en Tampa han sido beneficiados con este programa y han podido traer a algún familiar a su lado. He asistido al aeropuerto más de una vez a recibir a familiares de esos amigos, siendo testigo de los abrazos, lágrimas, palabras, generadas por una emoción que pude aprehender con la llegada de mi hijo, su esposa y dos hijas. El sábado pasado llegó Cecilia Fernández, esposa de uno de mis grandes amigos desde la infancia, en cuya casa nos sentamos muchas veces a compartir la comida, lo que seguimos haciendo en Tampa, donde su hija, al llamarme tío, asume esta pertenencia al fámulo.
En la fiesta de bienvenida a Cecilia, su esposo Miguel, su
hija Aylicet, un grupo de amigos y yo, con mi esposa, hijos y dos nietas,
estuvimos varias horas disfrutando de comestibles, bebidas, música cubana,
baile y abrazos, celebrando lo que miles y miles de cubanos hacen cuando les
llega este día: festejar la reunificación de la familia porque, como sentencia
nuestro idioma, se ha logrado “volver a unir lo que antes estuvo junto”.
Mientras tanto, la voz reunificación se me escapa en las
palmas, esas “novias que esperan”, como desde Tampa las llamó Martí.
Excelente comentario en cuya lectura, su autor estimado Cartaya, toca las fibras más sensibles del amor a la familia. Muchísimas gracias.
ResponderEliminarNice reflexión asi es cómo se siente cuando se une lo que estaba perdido ,nada como la familia
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