El pasado lunes se cumplieron 60 años del discurso “Yo tengo un sueño”, pronunciado por Martin Luther King, el 28 de agosto de 1963, en el marco de la Marcha sobre Washington, donde más de 200 mil personas clamaron por el derecho al empleo, la justicia, la libertad, enfocándose especialmente en los derechos civiles a favor de los afroamericanos.
Dos días antes de este aniversario, en Jacksonville, un
joven blanco abrió fuego contra clientes de piel negra en una tienda de la
ciudad, provocando la muerte de tres de ellos. El arma, un fusil R-15, había
sido adquirida legalmente por un hombre de 21 años, quien dejó escrito el
propósito de aniquilar a personas que tuvieran ese color de piel. Fue un crimen
de odio, 60 años después del discurso en que King expresara la esperanza de
que todos los hombres y mujeres disfrutaran en paz de los mismos derechos, sin
diferencias raciales.
El joven, que culminó la acción criminal suicidándose, fue
también víctima del odio inyectado por un supremacismo blanco que sustenta, en
el siglo XXI, una ideología racial que el sueño de King no ha alcanzado todavía
destruir totalmente y que, en los últimos años, parece afirmarse impulsada por
la polarización política alimentada por figuras con más ínfulas de poder
personal que de justicia y paz.
El pasado 23 de agosto, considerado por la ONU como “Día
Internacional del Recuerdo de la Trata de Esclavos y su Abolición”, el
presidente de este organismo, António Guterres, afirmó: “Se puede trazar una
línea recta que une los siglos de explotación colonial y las desigualdades
económicas y sociales de hoy. Y podemos reconocer los clichés racistas
popularizados para racionalizar la inhumanidad de la trata de esclavos en el
odio supremacista blanco que resurge hoy”.
El reciente crimen en la ciudad floridana de Jacksonville es
una prueba de ello. Este penoso resurgimiento al que se refiere Guterres, en el
marco de la violencia política animada por nefastas ambiciones de poder, puede
provocar agresiones de incalculables consecuencias en el país que se jacta de
haber creado y sostenido la democracia más avanzada del mundo.
Por ello, el mensaje pacifista de Martin Luther King expresado en el discurso referido, cobra una dimensión de enorme significación para nuestro tiempo. Si el líder de las masas históricamente más oprimidas de la nación, quienes padecieron por siglos la brutalidad de la esclavitud, postuló que la venganza y la violencia no son el camino hacia una sociedad de justicia y progreso, hoy es oportuno a todos –blancos, negros, mestizos– buscar en el contenido de su más conocido discurso un modelo teórico que, para enfrentar el mundo de hoy, contiene claves más necesarias que las que emanan de las peligrosas alocuciones de candidatos a la presidencia de la nación. Así lo muestran los siguientes fragmentos de aquel discurso cuyo sexagenario recordamos:
“Pero hay algo que debo decir a mi gente que aguarda en el
cálido umbral que conduce al palacio de la justicia. Debemos evitar cometer
actos injustos en el proceso de obtener el lugar que por derecho nos
corresponde. No busquemos satisfacer nuestra sed de libertad bebiendo de la
copa de la amargura y el odio. Debemos conducir para siempre nuestra lucha por
el camino elevado de la dignidad y la disciplina. No debemos permitir que
nuestra protesta creativa degenere en violencia física.
Ahora es el momento de hacer realidad las promesas de
democracia. Ahora es el momento de salir del oscuro y desolado valle de la
segregación hacia el camino soleado de la justicia racial. Ahora es el momento
de hacer de la justicia una realidad para todos los hijos de Dios. Ahora es el
momento de sacar a nuestro país de las arenas movedizas de la injusticia racial
hacia la roca sólida de la hermandad.
Hoy les digo a ustedes, amigos míos, que, a pesar de las
dificultades del momento, yo aún tengo un sueño. Es un sueño profundamente
arraigado en el sueño ‘americano’.
Sueño que un día esta nación se levantará y vivirá el
verdadero significado de su credo: Afirmamos que estas verdades son evidentes:
que todos los hombres son creados iguales.
Sueño que un día, en las rojas colinas de Georgia, los hijos
de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos dueños de esclavos se
puedan sentar juntos a la mesa de la hermandad.
Ese será el día cuando todos los hijos de Dios podrán cantar
el himno con un nuevo significado, ‘Mi país es tuyo. Dulce tierra de libertad,
a tí te canto. Tierra de libertad donde mis antecesores murieron, tierra
orgullo de los peregrinos, de cada costado de la montaña, que repique la
libertad’”. Y si Estados Unidos ha de ser grande, esto tendrá que hacerse
realidad.
Cuando repique la libertad y la dejemos repicar en cada
aldea y en cada caserío, en cada estado y en cada ciudad, podremos acelerar la
llegada del día cuando todos los hijos de Dios, negros y blancos, judíos y
cristianos, protestantes y católicos puedan unir sus manos y cantar las
palabras del viejo espiritual negro: ¡Libres al fin! ¡Libres al fin! Gracias a
Dios omnipotente, ¡somos libres al fin!”.
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