El 15 de enero de 1945 murió en La Habana Dulce María Borrero, a los 61 años de edad. Aunque es una figura imprescindible en la historia de la literatura y pedagogía cubanas, apenas aparece su nombre –y mucho menos sus propuestas pedagógicas– en el ámbito escolar de las últimas décadas, cuando su utilidad formativa debería no solo aprovecharse en su país, sino desbordar sus fronteras.
Probablemente, hacia las décadas de 1970-80 los maestros
cubanos escucharon más el nombre de Nadezhda Krúpskaya –ajena a la tradición
pedagógica de la Isla– que el de Dulce María Borrero, cuando ella ocupó un lugar muy visible en el
ámbito pedagógico de la primera mitad del siglo XX de su país. La también
poetisa y bibliógrafa nació en La Habana el 10 de septiembre de 1883, en una
familia de reconocidos intelectuales, como lo fue su padre Esteban Borrero
(médico, pedagogo, poeta, narrador) y su hermana Juana Borrero (poetisa
modernista y pintora).
Dulce María, al nacer en un ambiente en que sus padres
simpatizaban con la independencia de la Isla, tuvo que salir al exilio muy
temprano y a los 12 años está viviendo
en Cayo Hueso, donde se integra a la efervescencia patriótica que caracterizó a sus compatriotas emigrados.
Allí, en revistas cubanas dio a conocer
sus primeros versos. Más tarde se trasladó con la familia a Costa Rica, donde
vivió hasta el regreso a La Habana en 1899, recién concluida la Guerra de Independencia.
Durante las primeras décadas de la República nacida en 1902, Dulce María tuvo un ascendente papel en la cultura de su país. En 1908, recibió el primer premio de los Juegos Florales del Ateneo de La Habana y en 1910, al crearse la Academia Nacional de Artes y Letras de Cuba, la hicieron miembro de número. Después fue codirectora, junto a Miguel Ángel Carbonell, de los Anales de esa institución. En 1935 ocupó la dirección de Cultura del Ministerio de Educación y en 1937 fundó la Asociación Bibliográfica de Cuba. En medio de estas responsabilidades, escribió una extensa obra poética y en prosa, destacándose sus escritos relacionados con la educación, aunque también de gran valor y muy adelantadas para su época sus consideraciones cívicas, sociales y, llamativamente, su defensa de los derechos femeninos, lo que se aprecia en artículos suyos como “La fiesta intelectual de la mujer: su actual significado; su misión ulterior” (1935) y “La mujer como factor de paz” (1938).
Asimismo, fue reconocida como una genial bibliógrafa, tanto por sus aportes a la
ciencia del estudio general del libro,
como en sus recomendaciones para el ordenamiento y dirección de una
biblioteca.
Aunque sobre cada una de las vertientes en que se destacó
Dulce María Borrero pudiera escribirse un extenso ensayo, nos detenemos en el ámbito pedagógico por la
trascendencia de su ideario. En el proceso de creación de un sistema de enseñanza en Cuba a inicios
de la República, el nombre de Dulce María fue sobresaliente. Cuando, en 1916, los miembros de la Sociedad
Cubana de Estudios Pedagógicos estudiaron cómo adaptar las corrientes
educativas internacionales a la realidad cubana, ella tuvo un papel destacado.
Entre ellos, se tomó el ejemplo de la
llamada Escuela Nueva, con el concepto del pedagogo estadounidense John Dewey sobre la autonomía del escolar,
enfatizando que solo se podría alcanzar una plena democracia a través de la educación y la sociedad civil.
Bajo esta influencia, Borrero propuso que el niño fuera tratado como sujeto del
aprendizaje y de la educación al servicio de la vida. En una conferencia
dictada en 1938, titulada “Nuevo sentido de la misión del maestro en la escuela
renovada”, consideró a la Escuela Nueva como una reacción positiva contra el
atraso de la metodología pedagógica tradicional, y se pronunció por la reforma
de las Escuelas Normales cubanas, nacidas en 1916.
Como expresó Dimas Castellanos en su escrito “La pedagogía
de Dulce María Borrero: el único remedio a nuestros males”, ella “manifestó la
admiración por las ideas de Pestalozzi acerca de que los niños deben aprender a
través de la actividad, ser libres de perseguir sus propios intereses y deducir
sus propias conclusiones. En la Revista de Instrucción Pública, de la cual fue
redactora entre 1926 y 1928, publicó textos como: ‘Misión suprema y supremo
deber del maestro’, ‘Las Escuelas Normales de verano’, ‘La vida del niño
campesino de Cuba’, ‘Viajes de instrucción a los maestros’, ‘La ornamentación
de la escuela’, ‘Instrucción complementaria del maestro’, ‘La cooperación de
los maestros y los padres de familia’ y ‘La vocación y la escuela’. Todos
conforman un compendio de observaciones, criterios y propuestas para elevar el
nivel de la pedagogía cubana”.
La labor de ella en defensa de la escuela pública, del papel
del maestro en la sociedad y sobre el carácter formador de la escuela, resultan
una fiel continuidad y adaptación a su tiempo de los grandes pedagogos cubanos
del siglo XIX como fueron el padre Félix Varela y José de la Luz y Caballero.
Deberían, por tanto, ser un antecedente legítimo a la pedagogía de nuestro
tiempo.
Mucho hay que agradecerle a aquella exquisita poetisa, a
quien debemos también la iniciativa de celebrar en Cuba el Día de los Padres,
hecho realidad el 19 de junio de 1938. Con ello los padres, como los educandos,
bibliófilos, mujeres, amantes de la poesía y de la cultura en general, podemos
agradecer a aquella inteligente y sensible mujer, en este 79 aniversario de su
ausencia física, toda la luz que trajo al mundo.
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