En estos días se recuerda a los Reyes Magos, de los que siempre se hablará porque están afincados en lo más profundo de la cultura cristiana. Sin embargo, la percepción que hoy los niños pueden tener sobre ellos es diferente a la que correspondió a generaciones anteriores. Décadas atrás, aún persistía el encanto infantil de que el buen comportamiento sería premiado en el amanecer de cada 6 de enero, cuando aparecerían los reyes Melchor, Gaspar y Baltazar a introducir subrepticiamente, en alguna esquina de la casa (preferentemente debajo de la almohada) el ansiado juguete que deseábamos. No siempre coincidía el regalo recibido con el anhelado, muchas veces indicado en una cartica cariñosa a los mejores reyes de los niños, cuando los menores del hogar no relacionábamos la humildad del premio con la pobreza de nuestros padres.
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Adoración de los Magos. Leonardo da Vinci, 1491. |
En cambio, más allá del valor consustancial al objeto físico en que se representa el quehacer de los adultos y con el que los niños comienzan a ejercer en juego sus oficios, la alegría infantil se desbordaba cada 6 de enero porque, en general, era el único día del año en que se recibían los juguetes. Hoy, cuando las tiendas están repletas de ellos los 365 días del año –excesivamente mostrados en los países más desarrollados desde una motivación comercial– y cuando es frecuente que se complazca al hijo cada vez que levanta la mano hacia uno de los anaqueles donde se exhiben, es difícil sostener el atractivo misterio de que tres hombres barbados atraviesan en camellos llanuras, desiertos, nieve, montañas, para hacer realidad el sueño de pilotear aviones de juguetes o abrazar a una princesa en la hermosa muñeca recibida.
Tanto se ha perdido aquella fascinación del 6 de enero, que
ahora nos resulta difícil seleccionar el juguete adecuado para regalar. A la
hora de elegir, ya no nos preguntamos qué juguete le gustará, sino, qué juguete
no tendrá. Tanto se ha abusado de atiborrar a muchos niños con ellos, que la
habitación en que viven semeja más una juguetería que un dormitorio. Por
momentos, parece que existe una especie de competencia no anunciada entre
parientes y amistades, para ver cómo se sobrepasa al hijo del prójimo en el
alcance de ese tesoro infantil que, por su exceso, pierde esa condición.
Es verdad que la vida cambia y siglos de civilización han
impuesto continuas transformaciones que modifican las costumbres. No podía ser
diferente en la asunción de la festividad bíblica del 6 de enero, originada en
el mito que cuenta de aquellos tres magos que, guiándose por una estrella
milagrosa, arribaron a Belén a bendecir al niño Jesús cuando fueron avisados
de que en él se cumplía la profecía de la llegada del hijo de Dios. Entonces,
los Magos le regalaron oro, incienso y mirra –según el Evangelio de San Mateo–,
pero con el tiempo y ya nombrados Melchor, Gaspar y Baltasar, ese día se
convirtió en la fecha ideal de regalar juguetes a los niños de la cristiandad.
Que se haya perdido la magia de la existencia de los Reyes
Magos no entraña un peligro cognoscitivo, porque, simplemente, se trata de una
aprehensión del mito. En realidad, en
la Biblia no aparecen como reyes, ni sus nombres, ni que eran tres, pues solo
se les menciona como magos (magós, que en griego significa hombre sabio). Fue
posteriormente cuando se fue construyendo el mito y vino a ser hacia el siglo
III de nuestra era que se les llama reyes.
El nombre de cada uno se cuenta después, identificándolos como
Bithisarea, Melichior y Gathaspa, como se les presenta en una crónica del siglo
VIII conocida como Excerpta latina barbari. Ellos serían nuestros Baltasar,
Melchor y Gaspar, supuestamente reyes de Arabia o Etiopía, Persia y la India,
en ese orden, por lo que siempre se dijo que venían del Oriente.
Seguramente el número de reyes –afirmado por el papa León I
en el siglo V– fue determinado por el número de regalos, pues uno llegaría con
el oro, otro con el incienso y el tercero con la mirra. Hay una leyenda que
alude a un cuarto Rey Mago, un tal Artabán, pero éste llegó tarde a Judea y
quedó excluido de la leyenda, lo que da fuerza al refrán que acuñó William
Shakespeare: “Mejor tres horas demasiado pronto que un minuto demasiado tarde”.
Lo triste del presente 6 de enero es saber que este año los
niños de Belén no están esperando a los Reyes Magos, porque el miedo a los
bombardeos cercanos apenas les impulsa a invocar un solo regalo: que termine la
guerra para poder jugar en paz.
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