jueves, 27 de abril de 2023

Juan de Miralles, un español entre los padres fundadores de Estados Unidos

 El 30 de abril de 1780, murió Juan de Miralles y Trayllon en Nueva Jersey, Estados Unidos. Ahora, a 243 años de su desaparición física, hablamos de él. ¿Quién fue aquel valiente español que trascendió su tiempo para permanecer en la memoria agradecida?

Miralles nació en Alicante en 1713 y, como tantos españoles, se embarcó a Cuba en plena juventud. En la década de 1740 se había convertido en un próspero comerciante, especialmente ocupado en el comercio desde La Habana con las Trece Colonias de Norteamérica. En esa actividad se encontraba cuando se inició la Guerra  de  Independencia de Estados unidos, en la que se inserta prestando valiosos servicios a las fuerzas libertadoras comandadas por George Washington.


Los primeros servicios prestados por Miralles a los independentistas norteamericanos se relacionan con el frente de inteligencia, formando un servicio secreto que ofrecía información a los sublevados contra la corona británica.  Su labor comercial entre La Habana, Nueva Orleans, Florida, Filadelfia, Nueva York y Boston   le permitieron formar un servicio secreto que se extendía a todos los dominios británicos en el Caribe.

 La importante colaboración de Miralles al movimiento independentista le llevó a relacionarse con Washington, convirtiéndose no solo en un eficiente colaborador suyo,  sino también en un verdadero amigo de quien sería el primer presidente de Estados Unidos.  Sus grandes contribuciones  no se limitaron a los servicios de inteligencia, sino también a facilitar  abastecimientos a las tropas insurrectas, haciéndoles llegar o gestionándoles municiones,  medicinas y vestimenta, las que se enviaban fundamentalmente a través de la ciudad española de Nueva Orleáns.

En la labor de Miralles se expresaba también el apoyo de España a la independencia estadounidense, como se  aprecia con su nombramiento, en 1778, como representante y observador en Estados Unidos de la Corte borbónica entonces regida por Carlos III.

Se considera que el apoyo económico gestionado por Miralles a la causa de la independencia de este país, con ayuda de comerciantes cubanos y españoles, sobrepasa los 300 millones de dólares. Cuando, en medio del conflicto armado, España declara finalmente  la guerra a Inglaterra,  el 3 de septiembre de 1879, Miralles se dirige a la localidad de Morristown, en Nueva Jersey, donde entonces radicaba George Washington. Allí llegó enfermo, dañando el mal tiempo  sus pulmones cansados. Fue atendido con esmero por la propia esposa de Washington y su médico, pero nada pudo impedir que una pulmonía detuviera su corazón la tarde fría del 30 de abril de 1780.

Al heroico español se le ofreció un funeral militar donde participaron  grandes líderes de aquella gesta.  En camino a la tumba que le fue destinada –al lado de la iglesia de Morristown–, el féretro fue cargado por oficiales en uniforme, con los honores que se le rinde a un héroe de la patria.  George Washington, emocionado expresó: “Con el mayor placer hice todo lo que un amigo podría hacer por él durante su enfermedad. Debe ser de algún consuelo a sus familiares saber que en este país se le estimaba universalmente y del mismo modo será lamentada su muerte”.

Con sobrada razón, el historiador  Salvador Larrúa Guedes, al escribir un libro sobre el insigne español que contribuye a su (re)conocimiento, lo tituló Juan de Miralles: biografía de un padre fundador de los Estados Unidos. El autor cubano le hace justicia, porque así debe inscribirse su nombre en la pléyade de los libertadores, como un padre, un fundador.

viernes, 14 de abril de 2023

Abraham Lincoln, un mensaje a los 158 años de su muerte

 En los últimos años, se ha producido en Estados Unidos una polarización desmedida entre los dos partidos que históricamente han gobernado la política de una nación considerada el ejemplo mundial de la democracia.

Hoy, para muchos, el partido al que pertenecen y defienden acríticamente está por encima de los intereses del país secularmente bipartidista. Para ciertos demócratas el fulgor estadounidense proviene de su ejecutoria, actitud que se repite en el bando republicano. Sin embargo, en la evolución del país hay ejemplos positivos y negativos en ambas administraciones, bien con un presidente esclarecido que ha jugado un papel relevante o un estadista mediocre cuyo nombre apenas se recuerda.

Si nos fijamos en el siglo XX, apreciamos la sabiduría con que el presidente demócrata Franklin Delano Roosevelt condujo el gobierno, primero en la recuperación de una economía devastada por la profunda crisis iniciada en la década de 1920 y luego en el curso de la Segunda Guerra Mundial. Asimismo, sentimos respeto por el papel del republicano Ronald Reagan, con visibles logros económicos durante su presidencia. Podríamos mencionar diversos liderazgos que desde uno u otro partido han empujado el país hacia adelante, nacional e internacionalmente.


Sin embargo, este 14 de abril, fecha en que hace 158 fue asesinado el presidente Abraham Lincoln, preferimos recordar su figura porque, siendo republicano, permanece en la memoria y respeto de toda la nación, más allá del partido al que se esté afiliado. Asimismo, porque el ejemplo de aquel extraordinario político puede contribuir a entender que el deber de quienes ocupan cargos en el gobierno es defender la nación –no el partido o una figura– por encima de cualquier otra consideración.

Nunca el país estuvo tan dividido como en medio de la Guerra Civil (1861-1865), cuando le correspondió a Lincoln la presidencia de Estados Unidos. Si bien el centro del conflicto estuvo entre los que defendían la abolición de la esclavitud frente a quienes se empeñaban en mantenerla, diversas contradicciones e intereses se manifestaron en ella, discutiéndose incluso el tipo de gobierno que debía prevalecer (confederado o no) y el cumplimiento de una Declaración de Independencia, cuyos postulados de libertad y derechos ciudadanos se contradecían con la existencia de la esclavitud.

Cuando Abraham Lincoln   prometió que libraría a todos los territorios estadounidenses de la esclavitud, siete estados esclavistas del sur se separaron y formaron una nueva nación –los Estados Confederados de América–, pero el Presidente se negó a reconocer la legitimidad de la secesión. Ello costó cuatro años de sangrientas batallas y la muerte de unos 700 mil estadounidenses, pero fue abolida la indignante legislación que permitía que unos hombres fueran esclavos de otros y se mantuvo el tipo de gobierno que ha logrado que el país se llame Estados Unidos. En la imagen de Abraham Lincoln, que de leñador se convirtió en abogado y después en el 16.° Presidente de Estados Unidos, se identifican los rostros anónimos de los que murieron defendiendo sus ideas, en el concepto más amplio de la libertad y la democracia.

El 9 de abril de 1865, las tropas confederadas del general Rober E. Lee se rindieron en Virginia a las del general Ulises Grant, subordinado a Lincoln, con lo que se abría el camino al fin de la Guerra Civil y a la proclamación del fin de la esclavitud.

El Presidente estuvo feliz con la noticia y cinco días después decidió ir al teatro Ford junto a su esposa, Mary Todd, a disfrutar de la obra Our American Cousin, de Tom Taylor. Sin embargo,  un hombre malvado  que prefería ver como esclavos a los descendientes de África (un tal  John Wilkes Booth, análogo a los racistas de todos los tiempos), representando el odio de sus equivalentes,  entró a la sala teatral y, por la  espalda –como hacen los cobardes y traidores–, disparó un revólver al digno cráneo de 66 años que albergó el sueño cumplido de abolir la esclavitud para que todos los ciudadanos fueran libres.

Pero en el ejemplar Presidente de Estados Unidos seguimos viendo, más que a un republicano o un demócrata, el modelo supremo de un político que puso a la nación, con todos sus ciudadanos, por encima de los intereses personales o partidistas. Con su obra abrió un camino luminoso –aunque doloroso, como todo parto– para el futuro democrático de la nación.

Cuentan que hacia 1832 un religioso llamado José Smith tuvo la revelación de que se acercaba un cruento conflicto armado entre el norte y el sur de Estados Unidos. La profecía fue cumplida 30 años después. Ahora, alarmados ante las amenazas de grupos extremistas que claman por un líder providencial, algunos han dicho que podría estallar otra guerra civil. No lo creo, son otros los tiempos y los Nostradamus de hoy prefieren pronosticar un futuro de paz y armonía en el planeta, impulsados con el brillo de hombres como ­Abraham ­Lincoln.

 

 

lunes, 3 de abril de 2023

José Martí, el 24 de marzo de 1895: Voy con la justicia

 Como ya todas las cosas parecían arregladas para salir, José Martí puede estrenar un nuevo traje, sencillo y limpio como él, para que lo acompañe en la naturaleza que lo aguarda. Nunca se ocupó mucho de su vestimenta, pero en el último tiempo, con su continuo viajar, se le había deteriorado demasiado la escasa que tenía. El exceso de gastos de indumentaria lo creyó una de las superficialidades mayores de la vanidad humana. Dijo alguna vez que la mucha tienda significaba poca alma y que el que lleva mucho por dentro, necesita poco por fuera. Bastante tenía él por dentro, pero, de todos modos, era imprescindible llevar  algo por fuera,  se dejó guiar de los pasos de Máximo Gómez a las puertas de una sastrería.

En el camino hacia ella, tal vez cayera en cuenta de lo pobre que iba: los zapatos   fueron remendados hace unos días en Santiago de los Caballeros, el saco que trae se ha ido decolorando y el sombrero de castor es de los más baratos. Para el viaje reciente a Cabo Haitiano llevó una capa de Gómez, más para ampararse del frío que de la lluvia y también del General “unos pantalones muy cariñosos y ya amados”.    En  el camino, un médico cubano  –Salcedo–, “porque me oye decir que vengo con los pantalones deshechos, me trae los mejores suyos, de dril fino azul, con un remiendo honroso”. Hacía  dos  semanas  que  Gómez, pensando en el posible viaje a la capital, se lo había presentado  así: “Allá va Martí, con su cabeza desgreñada, sus pantalones raídos, pero con su corazón fuerte y entero”. 

Gómez debió decirle que pensara un poco en su persona y que hiciera una buena selección del modelo, aunque las telas fueran  modestas. El sastre, Ramón Almonte, les abrió las puertas con una mirada avivada por el presentimiento de que iba a coser un traje para la historia americana.  El color escogido fue un azul fuerte, tanto para el pantalón como para la chamarreta. Almonte, conversando, anota las medidas. Para el saco, 76 cm de largo, 45 de hombro y  82 la manga, por fuera. El pantalón, 80 de cintura, 102 de largo.  Hasta que, al fin, logra liberarse de la cinta para estrenar un traje nuevo este tercer domingo de marzo.

Ya estaban al partir. Él y Gómez han comprado la goleta “Mary” a John Poloney y éste se ha comprometido a contratar al capitán y  contramaestre que les acompañarán hasta Cuba esa semana  que comienza. El plan fracasaría por la alta suma de dinero que se les exige; pero este domingo están firmemente convencidos de que en un par de días estarán en el mar. Por eso, Martí escribe el texto capital que llamamos El Manifiesto de Montecristi y tantas cartas de organización y despedida.

El texto programático debió estarse escribiendo, o pensándose este domingo. Al día siguiente lo firman los dos grandes dirigentes, sin alteraciones y con armonía. En carta a Gonzalo de Quesada, fechada tres días después, el Maestro señala: “Del Manifiesto, complacerá a ustedes saber que luego de escrito  no ocurrió en él un solo cambio; y que sus ideas envuelven a la vez (...) el concepto actual del General Gómez, y el del Delegado”. En esta misma carta, informa a Quesada que a través de la palabra vidi –puesta en un cablegrama del 26 para él– lo está remitiendo a este documento. Por otro lado, entre aquel domingo y el miércoles, hay reproducciones  del material, por cuanto a Gonzalo se le envía una copia el día 28, con el encargo de hacerle una  urgente impresión, mientras otra  se  hará  en Santo Domingo.

También las cartas fechadas el 25 de marzo debieron andarle cortejando todo este domingo. Unas, breves,  tenían que ver con el trajinar del momento, como la escrita a Dellundé para que enviara a Montecristi, con el mismo portador –Camilo Borrero–, las últimas noticias llegadas de Cuba por esa vía.; al Brigadier  Rafael Rodríguez, encargándole de una importante misión relacionada con otra expedición posible; a Gonzalo y Benjamín, a quienes ya viene uniendo en su epistolario, dos cartas el mismo día: En una, toda la oración la hace una voz: “partimos”. Y después lo principal, a lo que va: “contribuir a ordenar la guerra de manera que lleve adentro sin traba la república”.  En la otra, la táctica con que deben actuar y una especie de revista a todo lo que se está haciendo: a lo de Costa Rica, desde donde acaso Flor, y Maceo con él, hayan salido.  Lo de Serafín, lo de Collazo, lo de Enrique Rodríguez. Y al final, todo el papel que les corresponde a los revolucionarios del exterior, para con los compatriotas que ya están en el escenario de la guerra. Después de lo inmediatamente cubano, medita en el alcance americano de esta obra, que si bien lo ha reflejado en el Manifiesto, lo amplía en carta a Federico Henríquez y Carvajal, tan excelso pensador como amigo suyo. Le habla de los complejos problemas que influyeron en las imperfecciones de la independencia de nuestros pueblos y le expresa su convicción de que las Antillas libres salvarán la independencia de nuestra América.

 Esta misión trae él a cuestas, aunque ande a rastras, con el corazón roto. En una frase para el amigo Henríquez, está el mandato de unidad con que convoca a todos: “Hagamos por sobre la mar, a sangre y a cariño, lo que por el fondo de la mar hace la cordillera de fuego andino”.    Después ordena en el corazón las despedidas más íntimas de su ser: “Madre mía: hoy 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en Ud”.  Todavía sueña con ver un día a toda la familia a su alrededor, contentos de él. Y el adiós a las niñas, a María y a Carmita, porque ya está al partir a un largo viaje. Y tal vez allá, donde no puedan llegar las cartas, tendrá que conformarse con las noticias que de ellas puedan darle el sol y las estrellas.

Tomado de mi libro Domingos de tanta luz, disponible en Amazon o directamente con el autor escribiendo a cartayalopez@gmail.com.