viernes, 23 de julio de 2021

Dictadura y democracia en la historia de Cuba

 Si tomamos el año 1510 como el inicio de la historia de Cuba –considerando prehistoria lo acontecido antes de su conquista y colonización–, y miramos a partir de entonces la formación, evolución y comportamiento de su gobernación política hasta nuestro tiempo, observamos que ha prevalecido un modelo dictatorial en casi toda su existencia. La dominación de España sobre la Isla se mantuvo durante 388 años y en el transcurso de ese tiempo se ejerció el gobierno destinado por la Metrópoli, sin participación de los cubanos en la elección de las figuras que asumieron el más alto poder político.

Si a ello sumamos el período de gobernación estadounidense sobre la Isla (1898 a 1902 y 1906  a  1908),  extendemos  394 la existencia de un gobierno impuesto por el extranjero sobre Cuba. 

A ello hay que agregar algunos que, en medio de la República existente entre 1902 y 1958, se interrumpió dos veces el proceso electoral concebido por la Constitución, bien por la extensión del tiempo asignado a la presidencia o por un golpe de estado. En el primer caso, la Prórroga de Poderes de Gerardo Machado en 1927, incluso cuando el levantamiento popular impidió que éste extendiera su gobierno e influyera en que desde agosto de 1933 a 1935 el gobierno del país no respondiera al curso electoral democrático legalmente establecido. En segundo lugar, el golpe de estado de 1952 dirigido por Fulgencio Batista, quien se mantuvo en el poder hasta 1958. En este período se produjeron dos elecciones (1954 y 1958), pero no merecen el calificativo de democráticas, pues el fantasma de la figura del presidente militar era demasiado visible detrás de ellas. Con ello, sumamos 8 años más de dictadura a la cifra indicada anteriormente, elevándola a 402. 

En 1959 se interrumpe el ciclo electoral democrático establecido por la Constitución de 1940 –suplantó a la de 1901–, pero no alteró la cifra de cuatro años para la presidencia de la República, con derecho a una reelección. Aunque el llamado Pacto de Caracas, firmado en  julio de 1958 por Fidel Castro y dirigentes de otras fuerzas políticas, prometía un gobierno provisional a la caída del régimen de Fulgencio Batista y convocar a elecciones libres en cuanto se crearan las condiciones adecuadas para ello, los acontecimientos que se desencadenaron en la Isla, fuertemente influidos desde el exterior, enrumbaron el destino del país a la orientación socialista, donde ha prevalecido un tipo de gobierno que se ubica en la clasificación de dictadura por la existencia de un partido único en la máxima dirección de la nación.

Hay que estudiar a profundidad las razones determinantes en que la revolución triunfante el 1.° de enero de 1959 se convirtiera en socialista tan abruptamente, cuando el programa con el que triunfó, defendido por su incuestionable líder, no contenía una propuesta cercana al comunismo y representaba a las fuerza vivas de la nación, especialmente a la burguesía media, limitando el poder del latifundio, de la burguesía importadora y de la oligarquía azucarera que impedía la expansión industrial y la diversificación que requería la nación. El hecho de que esas fuerzas (burguesía antinacional le han llamado algunos historiadores cubanos) enfrentara a las revolucionarias desde el primer día y encontrara apoyo en el gobierno de Estados ­Unidos, jugó un papel negativo al provocar que la dirección revolucionaria buscara apoyo en la Unión Soviética, lo que provocó o precipitó la ubicación socialista del gobierno encabezado por Fidel Castro.

A la palabra dictadura no se le temió con la instauración de este tipo de gobierno en la década de 1960. Al contrario, la proclamación socialista, a tono con los manuales del marxismo soviético, indicaba que a la primera etapa de la construcción del socialismo le correspondía la dictadura del proletariado. De manera que, fieles a la prédica leninista, se asumió el nominativo, siempre que el apellido del proletariado le acompañara.

Pero el rechazo a las dictaduras militares en América Latina empañó esa nominación.  Aunque se explicaba desde el marxismo que la dictadura del proletariado era sólo para la primera etapa de la construcción socialista y que superada ésta a partir del desarrollo económico, la conciencia y el bienestar equitativo de los ciudadanos se entraría a una fase superior de esa sociedad, en Cuba se convocó en 1975 a un congreso del Partido Comunista que llamó a una nueva Constitución de la que emergerían elecciones al gobierno del poder popular, con lo que quedaría atrás la dictadura del proletariado cuando no se habían alcanzado las metas prometidas.

Sin embargo, prevaleció el Partido Comunista como la única fuerza política legal del país y lo es hasta hoy. Así lo estableció la Constitución de 1975, la misma que asignó a la Unión Soviética –considerada entonces indestructible– un papel especial en las relaciones internacionales de la isla. Ya en la Constitución de 1901 se había hecho una consideración especial a Estados Unidos con la famosa Enmienda Platt y ahora se repetía con la URSS en nombre del socialismo. En consecuencia, puede afirmarse que, a pesar de sus matices, alcances y de los altos niveles de popularidad que despertó la revolución, hemos sumado 62 años más de gobernación de una sola fuerza política.

Aunque las cifras puedan ocultar otros enfoques y no indiquen mecánicamente el mayor o menor nivel de bienestar o aceptación popular hacia ese modelo de gobierno, detenerse a pensar que de los 511 años de historia cubana sólo 47 han correspondido a gobiernos elegidos por el pueblo, puede contribuir a entender cómo ha influido ese fenómeno político en la mentalidad del cubano, sin incluir en el análisis el ingrediente caudillista que traemos en las venas.

 

viernes, 16 de julio de 2021

Diálogo con el escritor José Manuel Fernández Pequeño (I)

 José Manuel Fernández Pequeño es un reconocido escritor, profesor, editor, crítico literario e investigador cubano que actualmente radica en Miami. Es autor de una depurada obra que ha dado a conocer en decenas de libros, artículos y ensayos.

Entre sus libros publicados se encuentran Periplo Santiaguero de Max Henríquez Ureña (1989), Las cosas de cierto mundo (1992), Crítica sin retroceso (1994), Un tigre perfumado sobre mi huella (1999 y 2004), En el espíritu de las islas: los tiempos posibles de Max Henríquez Ureña (2003), Cuentos para Angélica (2003); La mirada en el camino (2006); Tres, eran tres (2007), Memorias del equilibrio (2016), Sutiles (2017).

Fernández Pequeño, quien ha recibido importantes lauros por su obra –Premio Memoria, de la UNESCO (1997), Premio Nacional de Narradores en República Dominicana (2013) y Medalla de Oro en Florida Book Awards (2014), entre otros– fue uno de los creadores de la Casa del Caribe, en Santiago de Cuba, donde fundó y dirigió la revista Del Caribe. En estos días ve la luz su novela Tantas razones para odiar a Emilia y esperamos sea presentada en Tampa por el autor. Pero antes de su primera visita a nuestra ciudad, creímos oportuno publicar este diálogo con él.

En varias entrevistas te has referido a la literatura –que es tu pasión y ejercicio–, tanto desde la perspectiva del narrador como de la del crítico, y me llama la atención tu alejamiento de dogmas y tiranías con que concibes el arte de escribir, especialmente los cuentos. ¿Hasta dónde los decálogos sirven al escritor?

Fernández Pequeño ha publicado más de quince libros en géneros que incluyen
la crítica literaria, narrativa, ensayo y literatura infantil. Foto: Ulises Regueiro.

Para quien escribe literatura como un dejarse ir hacia sí mismo (que es, en mi opinión, la manera más auténtica de implicar a los demás), los decálogos no sirven en absoluto. Ahora, si alguien escribe para entretener o educar al lector, si lo hace para ganar concursos o con cualquier otro propósito diferente de la literatura misma, pues las recetas posiblemente le sean muy útiles.

Te conocí a mediados de los noventa en Manzanillo, al lado de Joel James, a quien acompañaste en el proceso de fundación de la Casa del Caribe. ¿Cómo recuerdas la aparición y primeros años de aquella institución que ofreció un excepcional espacio cultural no impuesto por la pirámide gubernamental?

La creación del Festival de la Cultura Caribeña, en 1981, fue muy ardua porque quienes empujábamos el proyecto éramos tres o cuatro personas que nos reuníamos al salir de nuestros respectivos trabajos; eso sí, con el apoyo irrestricto del Cabildo Teatral Santiago y el Director de Cultura en el municipio Santiago. Hubo que luchar a brazo partido para romper las suspicacias de un sistema tan centralizado como el de la Cultura en Cuba, donde lo que no viene orientado desde “arriba” despierta recelo inmediatamente. La batalla más difícil de ganar, sin embargo, fue convencer de nuestras intenciones a muchos grupos portadores de la cultura popular tradicional encaramados en las serranías o dislocados por los pueblos y zonas agrícolas del país, los cuales estaban hartos de proyectos e investigadores que les prometían villas y castillas para luego desaparecer.

Si la fundación de la Casa del Caribe, en 1982, contó ya con un núcleo intelectual bastante bien estructurado alrededor de Joel y se vio arropada por el éxito del Festival, también tropezó en sus inicios con el recelo de instituciones poderosas que, como la Casa de las Américas, veían a la nueva e intrusa institución como una amenaza para ciertas zonas de su trabajo. A la revista Del Caribe, aparecida en 1983, le fue peor. Diez años después de creada, todavía estábamos luchando por un espacio poligráfico estable y seguro donde imprimir, razón por la cual nunca pudimos sostener su ansiada periodicidad trimestral.

El éxito del proyecto se debió a muchos factores, pero en principio a la astucia y solidez intelectual con que Joel James impuso a las autoridades un acto de hecho consumado cuyo resultado era incontestable, al hacer muy visible una zona de la cultura popular cubana, aquella de origen caribeño, cuya fuerza e importancia había permanecido hasta ese momento muy poco valorada.

Ccerveza en mano, converso con Pequeño en Manzanillo, 1996

¿Cómo lograste armonizar la creación literaria, el trabajo de investigación sociológica –pienso en tu mirada a cuentos populares o figuras provenientes del bandolerismo en Cuba–, tu labor como profesor y la responsabilidad editorial al frente de la revista Del Caribe?

Luego de fundada la Casa del Caribe, hubo fuertes tensiones entre Joel y yo. Él quería reencauzarme hacia la investigación antropológica y yo no quería ser otra cosa que escritor. Tuve que armonizar ambas cosas, más el trabajo editorial en la revista, pero terminé encontrando un atajo que resultó decisivo para mi formación de escritor e hizo que Joel me viera como lo que soy: un tipo obstinado y rosca izquierda, un verdadero caso perdido. El estudio de la narración oral contemporánea en Cuba, que de paso me valió un premio de la UNESCO y el dinero con que me fui a la República Dominicana, puso ante mi vista recursos narrativos invaluables, del mismo modo que la proximidad a la cosmovisión de los sistemas mágico-religioso cubanos (santería, palo monte, vodú, espiritismo de cordón) o del carnaval, acabó siendo decisiva para entender qué tipo de narrativa quería yo escribir. No tendría cómo agradecer a Joel James el haberme acercado a esos temas, aunque no lo hiciera con ojos de antropólogo, como él quería.

A fines de los años 1990, República Dominicana se convirtió en una prolongación de tu patria chica, a saber, Bayamo. Como escritor, ¿qué satisfacciones te produjo tu largo tiempo quisqueyano?

Podría decirte tantas cosas… Como el individuo que un día se sorprende capaz de pensar en un idioma que consideró ajeno hasta ayer mismo, en algún momento sentí mientras escribía que los códigos culturales de la realidad dominicana reverberaban dentro de mí con la naturalidad y el placer de lo que siempre había estado allí. Aun así, me tomó unos años comprender que la lengua coloquial dominicana y la sabichosa cultura popular en que ésta se asienta, ese tigueraje que chispea ágil a cada paso (en el tráfico callejero, las oficinas públicas, los colmados, el discurso político…) ofrecen a flor de piel lo que, al menos para mí, resulta materia indispensable a la hora de contar las visualizaciones del absurdo. Escribí mi primer libro de cuentos en Cuba durante los años noventa y lo publiqué apenas llegar a República Dominicana. Los restantes (todos, los cuatro, más mis dos libros para niños) no existirían de no ser por la patria dominicana. Tampoco mi novela Tantas razones para odiar a Emilia, todavía inédita.

Háblame de la novela, he escuchado que se presentará en septiembre...

Voy a intentarlo, aunque sepa que ninguna mirada sobre un texto es tan corta como la de su autor. Tantas razones para odiar a Emilia es una novela caribeña, y no sólo porque su argumento transcurre en esa región, sino porque está atravesada por una diversidad de voces y perspectivas narrativas que carnavalizan el mundo ficcional, mientras los personajes (algunos vivos, otros sobrevivos) buscan un sentido para su existencia, se cuestionan el pasado e intentan comprender qué significa exactamente el futuro. La novela está siendo procesada por Ediciones Furtivas, de Miami, y en verdad me siento muy entusiasmado por el trabajo que viene adelantando un equipo pequeño y muy profesional, cada quien enamorado de lo que hace. Faltan palabras para explicar lo que siente un autor cuando una editorial se apropia de su libro, lo mima, intenta magnificar las que cree son sus virtudes, y todo eso con cariño, respeto, inteligencia y sentido crítico. Es cierto lo que has escuchado, se prevé presentarlo a partir de septiembre en varios países y ciudades, pero prefiero que sea la editorial quien lo anuncie en el momento adecuado del cronograma.

Haciendo camino al andar, como quería Machado, aterrizaste un día en Miami y decidiste vivir en esa ciudad. ¿Qué sientes al volver la vista atrás?

Soy inmune a la nostalgia y estoy curado de patrioterismo, así que sólo miro atrás algunas poquísimas veces para comprobar hasta qué punto he avanzado en el camino que me tracé cuando era un muchacho y me fugaba para bañarme en el río Bayamo.

Vine a Miami, entre otras cosas, a escribir. Y eso he hecho, he escrito seis libros en siete años, todos de narrativa… ah, y sin dejar de trabajar ocho horas (a veces más) para ganarme la vida, ni menos que menos renunciar a mi cervecita on time. Si a esto agregamos que en 2017 me nació un hijo, habremos de concordar en que ha sido un tiempo productivo, ¿o no? Miami es una extensa llanura de edificaciones y vegetación donde los más importantes códigos culturales que hablan español conviven, se cruzan, a veces se embisten, en no pocas ocasiones se aparean o se divorcian con el rencor turbio de los amores que importan. ¿Quién querría un lugar mejor para escribir?

Con tus experiencias como escritor en Cuba, República Dominicana y Miami, y la asunción de temas que corresponden a estas distintas realidades, ¿te sientes un escritor transnacional?

Soy un escritor transnacional, a mucha honra. Y, ¿sabes algo?, cada nueva fibra cultural supuestamente ajena que se me ha ido integrando en este andar, también me ha permitido entender con más claridad y sentir de forma más auténtica la cultura del país donde nací y me eduqué. Y se entiende porque eso que llamamos cultura del Caribe, sin la apropiación pirática de cuando llega desde afuera, es nada más una formulación vacía, buena si acaso para las malas consignas nacionalistas. Lo que hicimos desde la Casa del Caribe en los ochenta, ¿no fue resaltar la existencia en la Isla de una extensa zona en la cultura popular tradicional atravesada por los aportes de diferentes países caribeños? ¿No es eso cultura transnacional?

Pues ahora resulta lo mismo, sólo que al revés y con una intensidad incomparable. El rumbo tomado por la revolución que triunfó en 1959 invirtió los procesos migratorios en la Isla; Cuba dejó de ser un país receptor de migraciones para convertirse en uno que envía grandes (y desesperadas) oleadas migratorias hacia casi todo el mundo. ¿Cómo es posible negar a estas alturas la existencia de una cultura transnacional cubana?

No sé si lo veremos nosotros, pero un día la obcecación política cederá por fin y la cultura producida dentro de la Isla no sólo acogerá sin suspicacias, sino que también agradecerá sus aportes a las formulaciones culturales elaboradas por cubanos en los cuatro rincones del planeta. Como me ocurre cada vez que viajo para fin de año a Santo Domingo, ese día el cubano emigrado encontrará un cartel en las terminales aéreas cubanas con la leyenda: Bienvenidos a la patria, hermanos. Y nadie les preguntará por qué decidieron vivir fuera de la Isla ni cuál es su orientación política.

Muchas gracias.

jueves, 8 de julio de 2021

La visita de Panchito Gómez Toro a Tampa

 Cuando leemos sobre la vida de Francisco Gómez Toro, admiramos a aquel joven que durante la batalla de Punta Brava se lanzó sobre las tropas enemigas cuando vio caer al General Antonio Maceo, que era su padrino. Ese día, 7 de diciembre de 1896, tenía sólo 20 años y hacía algo más de dos meses se había incorporado a la Guerra de Independencia de Cuba.

   Nació en medio de la Guerra de los Diez Años en el centro de la isla de Cuba, hijo del general Máximo Gómez con la jiguanicera Bernarda Toro, la “Manana” del valiente dominicano. Pero no es el propósito de estas líneas describir la meteórica vida de aquel muchacho cuya muerte temprana destrozó el corazón de ­­­el corazón de su padre, quien escribió en líneas conmovidas el mejor perfil de su existencia bajo el título Francisco Gómez Toro. Asimismo, ante la noticia de su muerte, al conocer la brutalidad con que su cadáver había sido profanado junto al de Maceo, anotó en su Diario las ­f­rases más terribles contra los victimarios.

Fermín Valdés Domínguez, Panchito  Gómez 
Toro y José Martí, Nueva York, 1894.
   Lo que quiero destacar es la presencia de aquel joven en la ciudad de Tampa, ciudad que pudo visitar acompañando a José Martí en uno de sus viajes a este lugar. Hace unos días, al comentar la fotografía que acompaña a esta nota, la historiadora Maura Barrios me preguntó por la identidad del jovencito que aparece en el centro. Al responderle, le dije que había estado en Tampa, hecho que ahora quiero compartir con los lectores de esta columna, porque enriquece la fuerte conexión que existe entre la historia tampeña y cubana.

   José Martí lo conoció en septiembre de 1892, cuando viajó a República Dominicana a entrevistarse con Máximo Gómez y proponerle la dirección militar del Partido Revolucionario Cubano. A su arribo a Montecristi, antes de llegar a la casa del General, detuvo su caballo en la tienda comercial de Jiménez Grullón, donde Panchito era dependiente. El joven reconoció al visitante y le llevó a su casa, contándole que su padre no estaba en el pueblo, pues la finca de trabajo estaba en La Reforma, ya que la bautizó con el mismo nombre del lugar en que él nació en 1876.

A Martí le impresionó la madurez de aquel jovencito a quien el padre ya le confiaba secretos sobre los planes independentistas. Cuando en abril del 1894 Gómez viajó a Nueva York, a revisar con el Delegado del Partido Revolucionario Cubano el plan independentista, llegó acompañado de su hijo. Al regresar a Santo Domingo, Martí le pidió que dejara a Panchito unos días a su lado, sabiendo que su palabra en los próximos mítines tendría la capacidad de representar la voz del líder más respetado entre los viejos militares cubanos.

   El entusiasmo del joven con esa idea complació a Martí y el 14 de mayo de 1894 llegaron a Tampa. Es de imaginar cuánto conversarían en el largo viaje en tren. Cuántas veces el poeta del Ismaelillo, mirándolo, pensaría en su hijo ausente, solamente dos años menor que el adolescente que le acompañaba. Apenas se detuvieron en nuestra ciudad, pues continuaron en barco hasta Cayo Hueso, donde permanecieron el resto de la semana. El domingo, 20 de mayo, están de regreso y esta vez disfrutaron las calles de Ybor City y West Tampa por una semana.

   Aquí, Panchito, que el 11 de marzo anterior había cumplido 18 años, sintió el aplauso de los tabaqueros en diversas fábricas que visitó, la simpatía de cientos de cubanos y cubanas, jóvenes y viejos que extendían a él la admiración que sentían por su glorioso padre. Regresan a Nueva York y enseguida vuelven a salir juntos hacia Centroamérica y el Caribe, deteniéndose varios días en Costa Rica, al lado de Antonio Maceo. Después siguen a Panamá y Jamaica, a donde llegan el 24 de junio para desde allí volver a Nueva York. Durante algo más de dos meses estuvo Panchito al lado de Martí, tiempo suficiente para que éste llegara a sentirlo como un hijo. Así se lo escribió al padre desde Nueva Orleans cuando iba para México, en carta del 15 de julio de 1894, cuando ha tenido que dejar a Panchito en Nueva York preparándose para retornar a Santo Domingo. “Una sola pena llevo, y es la de haber tenido que decir adiós a ese hombrecito que con tanta ternura y sensatez me ha acompañado (…) Ha estado como cosido a mí estos dos meses, siempre viril y alto (…) Ha hecho usted bien en darme ese hijo…”.

   Donde se ponga el nombre de los héroes que pasaron por el Liceo Cubano, por las calles de Ybor City y West Tampa en el siglo XIX, no debe olvidarse mencionar a Francisco Gómez Toro. Y en el lugar más alto, porque a los dos años de haber aclamado por una patria libre en sus breves discursos en este lugar, derramó su sangre defendiendo ese ideal.

   Aquel 7 de diciembre de 1896, cuando cabalgaba hacia el centro de la Isla para encontrarse con su padre, tropezaron con la tropa enemiga. Le pidieron que no avanzara, pues tenía un brazo en cabestrillo por una herida de bala en el combate anterior. Pero se abalanzó hacia Antonio Maceo, al verlo caer de su caballo, y entró a su lado a la gloria.

Publicado en La Gaceta, 2 de julio, 2021.