viernes, 13 de noviembre de 2015

En defensa de la conversación
Por Gabriel Cartaya


La costumbre de conversar es tan antigua como el hombre. Seguramente en nuestros antepasados homínidos el primer diálogo se produjo frente a la fiera que debían cazar para alimentarse, al transmitirle uno al otro la efectividad de una piedra puntiaguda. Los científicos han encontrado evidencias de que hace más de dos millones de años se produjeron formas de comunicación que entrañaban una enseñanza y que de aquellas proto-lenguas devendría el lenguaje humano.

"Conversación en un parque",
obra de Thomas Gainsborough
  En los ya miles de años de civilización humana, la conversación entre las personas ha significado el centro de la vida en sociedad, desde la familia hasta las relaciones universales modernas. Sin embargo, por primera vez, se comienza a desplazar la atención hacia una voz grabada en una máquina. Hasta en reuniones sociales tan propicias para conocernos unos a otros a través del diálogo, como es una fiesta, hoy te encuentras a muchos con el teléfono celular prendido del oído y sólo emiten una frase corta cuando son interpelados por alguien.
      La actitud de prestar mayor  atención a un artefacto que a una persona, la he encontrado al visitar amistades. Alguien de la nueva generación ha estado tan ensimismado con el celular o un IPod, que ni siquiera ha movido el rostro para saludar, mascullando un monosílabo sin levantar la vista. Claro que le corta al visitante la intención de preguntarle cómo está.
 Es verdad que el caudal de información disponible en Internet, en sus redes sociales y en  la telefonía móvil, es asombroso y productivo, si se sabe utilizar. Lo triste es que nos vaya haciendo cada vez más solitarios. Todavía unas décadas atrás la familia se sentaba completa alrededor de la mesa y el diálogo de sobremesa unía a todos. Era común la existencia de un televisor en la sala, donde todos se sentaban a disfrutar determinada programación. Hoy, con el triunfo de la tecnología multiplicada, puede que cada uno de los hijos esté frente a su propio televisor, en su cuarto, la madre con el suyo en el comedor, el padre en otra sala y los abuelos, con el mayor peso de la soledad, sin nadie a quien contarle los tiempos idos.
También es cierto que la vida ha alcanzado una dimension diferente de la velocidad, a partir de la lluvia interminable de oferta digital. Los compromisos de estudio, trabajo y otros deberes se mezclan con el afán constante de actualización tecnológica y el dispositivo que aprendimos a usar ayer es caduco mañana.
Con todo, hay que encontrar el tiempo de conversar. No creo, como Truman Capote, que sean escasas las buenas conversaciones,  “debido a la escasez de posibilidades de que dos transmisores inteligentes se encuentren”. Porque la calidad del diálogo entre dos o más personas no está en el coeficiente de inteligencia y conocimientos de cada interlocutor, sino en la sinceridad con que se mira y se oye al ser humano que siempre tiene algo que decir.
 Hay un libro interesante que pone el índice en el equilibrio posible entre la posibilidad y riqueza de conversar y las amenazas de la digitalización a esta práctica humana. Se llama Conversación, y en él su autor, Theodore Zeldin, considera que la tecnología, en vez de dañarlo, está llamada a ser un estímulo para el diálogo familiar, de amistad, laboral, o amoroso. 
 Este pensador, convencido de que “dos individuos, conversando con honestidad, pueden sentirse inspirados por el sentimiento de que están unidos en una empresa común con el objetivo de inventar un arte de vivir juntos que no se ha intentado antes”, ofrece diez sugerencias interesantes que contribuyen a la conversación:
1. Aunque estemos convencidos de que el otro está totalmente equivocado, en lugar de discutir es aconsejable cambiar hábilmente de conversación. Es absurdo pretender que los demás estén siempre de acuerdo contigo.
2. Nunca hay que interrumpir ni anticiparnos a la historia de nuestro interlocutor. Saber escuchar es la regla dorada del buen conversador.
3. Evitemos poner cara de fatiga durante el discurso de otra persona, así como distraernos con otra cosa mientras está hablando. Cecil B. Hartley mencionaba como los más nocivos “mirar el reloj, leer una carta u hojear un libro”. El equivalente actual sería la irritante costumbre de mirar el móvil.
4. La modestia nos ahorrará muchas antipatías. No hay que exhibir conocimientos, méritos o posesiones que hagan sentir a los demás que se encuentran en inferioridad.
8. Nunca hay que señalar ni corregir los errores en el lenguaje de los demás, aunque sean extranjeros, ya que se sentirán humillados por la observación.
9. No hay que ofrecer asistencia o asesoramiento, a no ser que nos hayan pedido consejo expresamente.
10. El elogio excesivo crea desconfianza.
       Si, como escribió el  lexicógrafo Ludwig Koehler “el habla humana es un secreto, un don divino, un milagro”, por qué desestimamos esta riqueza espiritual cuando nos es regalada cada día su posibilidad.
Publicado en La Gaceta, el 13 de noviembre, 2015

viernes, 6 de noviembre de 2015

En Tampa también habitan los fantasmas

Por Gabriel Cartaya

 Si una fiesta estadounidense tan popular como Halloween tiene en los fantasmas un lujo de representación simbólica, es porque en lo profundo del imaginario colectivo subsiste el impacto que nos han transmitido las historias de seres sobrenaturales, las que desde tiempos inmemoriales nos vienen acompañando.
 No hay ciudad sin ingredientes mitológicos o legendarios y en su constructo tienen un espacio preferente los cuentos de muertos y aparecidos. Siendo maestro de montaña en mi primera juventud, tuve la experiencia de caminar cientos de kilómetros en la Sierra Maestra, Cuba, y en esas travesías escuché decenas de historias relacionadas con esos seres inasibles que habitan la noche. Muchas veces, después de largas conversaciones pobladas de fantasmas, debía transitar un largo camino en la oscuridad, atravesando la curva, el río o frente al árbol, donde alguien había visto la aparición. Lo insólito  es que más de una vez, al pasar por el sitio indicado, el caballo en que montaba tuvo reacciones sorprendentes, como resoplar, poner las orejas de punta, desviarse o incluso negarse a caminar.
Cuando unos años después, en las costas del Guacanayabo, conversaba con hombres de mar, se repetían estas anécdotas, adecuadas a su entorno particular: ahora una mujer  vestida de  blanco  que aparecía en la noche, no montaba a caballo, sino en un bote, y lo mismo podía perder al pescador que iluminarle el camino de regreso.
 Hay un libro excelente que relata decenas de cuentos de  muertos y aparecidos, escrito por el notable historiador y antropólogo cubano Samuel Feijóo. Se llama Mitos y leyendas en Las Villas y entre sus descripciones recuerdo la del taxista que se detiene al anochecer, para llevar a una mujer vestida de blanco que le ha hecho una señal de pare.
 Cuando ella se desmonta frente a la casa que ha apuntado, le pide esperar un segundo, que saldrá a pagarle. Pero pasan algunos minutos, el taxista se inquieta y decide tocar a la puerta. La señora que abre se muestra asombrada con la solicitud, pues a su casa no ha entrado nadie. Entonces, el chofer ve la única fotografía que aparece en la pared y exclama triunfal: -Sí, señora, es la misma joven que está en el retrato. –Es mi hija– respondió la mujer–, hace ocho años murió en un accidente, ¿dónde usted dice que la recogió?
Un taxista de México, años después, le contó un suceso similar al escritor Gabriel García Márquez y no dudo que en muchas ciudades del mundo esté recreada la misma aparición.
Tampa, claro está, tiene sus propios fantasmas. Hay una hermosa mujer rubia que aparece en las noches nebulosas del puente Sunshine Skyway. Muchos han contado que  ha subido a su vehículo y a los pocos instantes desapareció por la ventanilla. Casi siempre ocurre cuando el chofer viaja solo, pero un matrimonio de Sarasota ha contado que les acompañó, sentada en el asiento trasero, donde comenzó a llorar, confesando que el puente le daba mucho miedo. Ambos se miraron asustados y cuando se atrevieron a girar el cuello hacia atrás, el asiento estaba nuevamente vacío. Después recordaron que unos años atrás,  el 27 de diciembre de 1996, en este lugar se produjo un enorme accidente que implicó a una gran cantidad de carros, pero sólo ­murió una mujer rubia. Tal vez la mujer que dejó ensimismado al pescador Tato Palacios en el ­Skyway una madrugada, haciéndole perder la ilusión de que fuera real cuando desapareció en un relámpago de sus ojos, era la misma que montó en el auto del matrimonio sarasotano.
 Es famosa también una hermosa casa a la orilla del mar, en Bradenton Beach, que llevaba años deshabitada cuando fue adquirida por un matrimonio de apellido Thomasson. Pero enseguida comenzaron a observar comportamientos extraños: el sobre que el cartero dejaba en el buzón aparecía en el segundo piso,  se rompían valiosos objetos de vidrio sin nadie tocarlos, las luces que apagaban se volvían a encender. Cuentan que el matrimonio decidió llamar a un médium, a quien el espíritu le transmitió que su nombre era Estrellita y que había muerto en la bahía cuando naufragó el barco en que viajaba desde Boston, ilusionada para casarse. Todavía algunos ancianos del lugar rememoran la historia de una muchacha que venía de Massachusetts a contraer matrimonio y  falleció en el mar cuando estaba casi al llegar a Tampa. Lo curioso es que la recuerdan con el nombre de Little Star.
 El teatro de Tampa, en la calle Franklin, tiene su propio fantasma, que ha sobrevivido a su restauración de 1970. Un proyeccionista llamado Foster Fink Finley murió en su cabina de trabajo, de un ataque al corazón, cuando estaba proyectando una película. Desde entonces, muchos operadores del proyector en esa sala han comentado las cosas raras que ocurren en el lugar: la puerta se abre o se cierra sin que nadie esté cerca, se ha interrumpido la proyección porque un ruido inesperado no dejó oír la terminación del  rollo, determinados objetos se trasladan de lugar sin explicación. Algunos empleados de limpieza, estando solos alrededor de la media noche, han sido tocados en el hombro por detrás. Otros han visto una figura humana moviéndose entre las butacas o han sentido quejidos inexplicables. Nada, que algún espectro ha asistido más de una vez a una película de fantasmas.
 Hay más fantasmas en la ciudad, pero son tantos, que no caben en tan breves cuartillas. De todos modos, si saben de alguno, me lo cuentan a través del email: gcartaya@lagecetanewspaper.com