jueves, 20 de julio de 2017

La visita de Rafael Martínez Ybor

Un señor de edad avanzada entra con paso firme a la oficina de La Gaceta donde trabajo. Como ha anunciado la visita, sé que es Rafael Martínez Ybor, biznieto de quien, al fundar el pueblo donde nos reunimos, le otorgó su apellido.
Me extiende la mano y adivino en ella la sinceridad y nobleza que encontró José Martí en su bisabuelo, cuando lo calificó de “anciano de rostro bondadoso”, calificativo que se corresponde con la primera impresión que recibo de su descendiente.
Desde las primeras ­palabras, el clima adquiere una familiaridad que se distancia del toque de solemnidad que requiere un primer diálogo con alguien que, además de la respetabilidad de su larga vida, adquiere un matiz especial por su cercanía con la figura histórica más emblemática de Ybor City. Mi siguiente percepción, que le confieso, fue atribuirle menos años de los que tiene, lo que me había figurado por la nitidez de su voz en la línea telefónica.
-Aparenta unos setenta- le digo.
-Pues no, tengo 88 años.
-Pues muy bien ­conservados –agrego– haciendo una rápida alusión a mi padre, quien, con 99 años –le comento– nos sorprendía con la solidez de su palabra. De alguna manera, es un referente animador, aunque innecesario, pues el Martínez Ybor que está frente a mí parece heredar la energía de su antecesor, quien tenía 68 años cuando puso el primer ladrillo en lo que iba a ser Ybor City.
El autor y Rafael Martínez Ybor
Aunque la amena charla, extendida al oído atento de mi compañero Leonardo Venta, Rafael quiso inclinarla hacia los antepasados gloriosos de su familia, insistí a intervalos en su propia historia. Por eso supe que nació en Cuba, en 1929, pero que con apenas cinco años acompañó a sus padres a Nueva Orleáns, donde el abuelo –también Rafael e hijo menor de don Vicente- fue designado Cónsul del gobierno cubano en la década de 1930. Poco después se mudaron a Tampa, atraídos por la pertinencia de su apellido con el barrio más fulgurante de la ciudad floridana, pero hubo que seguir los pasos del abuelo, al requerirse sus servicios en Miami, en 1944.
Al iniciar la década siguiente y ya inmerso en el ambiente bancario del que haría su profesión de toda la vida, Rafael regresa al país de origen, encontrando trabajo en  The Trust Company of Cuba. Viviendo en el Vedado, fue testigo de las convulsiones políticas que devinieron en la toma del poder revolucionario, en 1959. Ese mismo año, mientras comenzaban las confiscaciones de la propiedad privada, las refriegas clasistas y el enfrentamiento con Estados Unidos,  Rafael encontró la felicidad del matrimonio, al casarse para siempre con Cecilia, esposa que, gracias a Dios, aún le acompaña.
Con la intervención del banco para el que trabajaba como profesional bilingüe, el descendiente de Vicente Martínez Ybor optó por atender la reclamación de su padre y vino a vivir a Estados Unidos. Nueva Orléans fue el primer destino y allí trabajó durante 17 años. Sin embargo, la atracción de Tampa fue demasiado fuerte y al fin vino  a radicarse en ella, mostrando ser un hijo digno de la ciudad, un heredero legítimo de la estirpe del fundador de Ybor City.
Claro que estas observaciones biográficas de Rafael emergieron intercaladas entre los párrafos largos en que me habló del bisabuelo valenciano, de su llegada a Cuba con apenas 14 años, del espíritu emprendedor que lo llevó a fundar la fábrica de tabacos “El Príncipe de Gales” en la década de 1850,  de los triunfos internacionales alcanzados enseguida con ese sello de habanos, del primer y segundo matrimonio del ­bisabuelo, con los que sumó 13 hijos. Hablamos de cómo salió don Vicente de Cuba, al ser vigilado por sus simpatías con los ­mambises, de sus logros en la empresa tabacalera en Cayo Hueso, de la llegada a Tampa y sobre la fundación de Ybor City. Me contó anécdotas de la familia Martínez Ybor, de las simpatías y apoyo de sus ancestros a la independencia cubana, momento en que recordamos las palabras de admiración que José Martí le dedicó.
No es menor la admiración reflejada por Rafael hacia su bisabuela Mercedes de las Revillas, mujer que apoyó la causa cubana con fervor permanente. Muchos soldados que salieron de Tampa a combatir por la libertad de la Isla amada, dejaron testimonios de las atenciones recibidas en la casa familiar de Martínez Ybor, donde Mercedes les despidió como una madre. Es natural que con tanto apego  a su tierra original, ella decidiera regresar a Cuba, ya viuda, para que las últimas imágenes que alegraran su mirada fueran las de La Habana, donde está su tumba. 
Naturalmente, cuando la prudencia del tiempo contuvo el diálogo, mi deseo fue pedirle un nuevo encuentro, porque es fértil la historia que Rafael Martínez Ybor conserva con celo familiar y muy grande el servicio que presta al patrimonio de la ciudad. Pero en la asunción consciente de ese beneficio para  la presente y futuras generaciones, las instituciones del lugar deben tener mayor compromiso. La imagen de don Vicente y un grupo de  industriales, ingenieros, profesionales y obreros –juntos hombres y mujeres, negros y blancos, religiosos y ateos, de lenguas y culturas diversas– debe ser mucho más que unas palabras con destino turístico alrededor de una estatua o sitio histórico;  puede ser el ejemplo aleccionador que contribuya a que el que mundo en que vivimos y que hemos de legar, sea realmente mejor.
Casi al despedirnos, pregunto a Rafael si no ha vuelto a La Habana.
-No, me dice con cierta nostalgia, tal vez buscando en el recuerdo de 56 años atrás la majestad que no quiere desterrar de su memoria: las hermosas edificaciones neoclásicas y eclécticas de el  Vedado, frente a las cuales él y Cecilia se juraron amor en el encanto de la juventud.  
Lo entendí mejor cuando, cinco días después, me escribió desde su casa:
“En agosto 4, 2017, serán 56 años que nos fuimos de Cuba (…) cuando se enteraron que mi padre, que vivía en New Orleáns, estaba tramitando la visa para sacarnos a Cecilia y a mí de Cuba (…) un día se presentaron tres milicianos con sus metralletas y nos confiscaron nuestro nuevo condo con todo lo que había adentro (…) Nos fuimos a vivir con los padres de Cecilia, allí estuvimos un año hasta que, por fin, salimos de Cuba. A los pocos años se murió el padre de Cecilia y el gobierno cubano no le autorizó visa para ir al entierro”.
Le puse la mano sobre el hombro, con toda comprensión, deseando que la salud le acompañe por muchos años más y, de paso,  que un milagro pudiera redimir al Vedado que él guarda incólume en su memoria.

viernes, 14 de julio de 2017

El sabio cubano Don Fernando Ortiz

Por Gabriel Cartaya

 El 16 de julio de 1881 nació en La Habana Fernando Ortiz Fernández, más bien, Don Fernnado Ortiz, como se le cita con deferencia por su prolífica obra. Basta con anotar su nombre en un buscador de Internet para encontrar múltiples referencias bio-­bibliográficas suyas, o asistir a una biblioteca académica y solicitar alguno de sus múltiples títulos, entre los que aparece Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, El engaño de las razas, o Una pelea cubana contra los demonios, por sólo citar tres de ellos.
   Una razón para esta breve reseña es haber publicado una carta de Fernando Ortiz a Victoriano Manteiga del año 1933, donde expresaba su amistad y agradecimiento al fundador de La Gaceta, por todo lo que había colaborado  con Cuba en la heroica lucha antimachadista desde su publicación, en la que el prestigioso jurista estaba comprometido. Sin embargo, algunos lectores de esta columna me han preguntado acerca de la  identidad del autor epistolar con cuyo nombre también se honró a Manteiga.
 Quiso la casualidad que la aludida motivación coincidiera con el aniversario del natalicio de Ortiz, con una razón más para recordarle y/o presentarle a nuestros lectores inquisitivos. En la historia de la Mayor de las Antillas, es Fernando Ortiz el antropólogo, etnólogo, arqueólogo, lingüista, geógrafo, historiador, folklorista y musicólogo que más aportes conjuntos ha realizado en el conocimiento de sus raíces histórico-culturales, especialmente afrocubanas, de tanta influencia en la conformación de la cultura que define a la nación.

 Aunque Ortiz nació en La Habana, en un momento complejo en que los rasgos sociales de la nacionalidad cubana están madurando junto al mismo proceso violento de conquista de la independencia política, sus estudios los realiza fuera del país, los primarios en Menorca (Islas Baleares), donde se gradúa de Bachiller en 1895. Aunque ese mismo año comenzó los estudios de Leyes en la Universidad de La Habana, fue a continuarlos en España, asistiendo a universidades en Barcelona y Madrid, donde obtuvo el título de Doctor en Derecho. A principios del siglo XX está en Italia, especializándose en Criminología, al lado del prestigioso criminalista César Lambroso, en cuya revista Archivio di Antropologia Criminale, Psichiatria e Medicina Legale, publica sus primeros trabajos.
En 1906, cuando ya ha representado a la República de Cuba en misiones diplomáticas en varias ciudades europeas, se establece como Abogado Fiscal de la Audiencia de La Habana. En 1909, obtiene una plaza de profesor en la Facultad de Derecho Público de la Universidad de La Habana, impartiendo durante varios años las asignaturas de Derecho Constitucional y Economía Política, a la vez de obtener la Cátedra de Etnografía.
 Junto a su obra docente, desarrolla una amplia labor investigativa. En 1906 ha dado a conocer su libro Los negros brujos, que constituyó su primer acercamiento etnológico relacionado con la formación de la nacionalidad cubana y en el que, como ha apuntado el historiador Jorge Ibarra: “Al adoptar el método comparativo, propio de la etnología, para estudiar la sociedad cubana, se convertía en el fundador de la etnología afroamericana”. (Ver “La herencia científica de Fernando Ortiz”, Revista Iberoamericana, Vol. LVI, no.152-153, julio-diciembre 1990)
 A partir de esa fecha, las publicaciones de Ortiz son continuas en revistas y libros, con un discurso científico donde establece los componentes en que se produce el cuajo (el ajiaco, diría él) de la cubanía.  Como es imposible destacar aquí la amplitud de su teoría y el alcance universal que contiene, me limito a señalar algunas obras suyas en relación con el campo disciplinario donde sus aportes son permanentes. En 1940, en su obra fundacional, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, introduce el concepto de transculturación, considerado por Bronislaw Maniloswski como uno de sus mayores aportes a la antropología cultural.
En el campo de la arqueología, sus estudios de los aborígenes cubanos los publicó en Historia de la arqueología indocubana (1923) y Las nuevas orientaciones de la prehistoria cubana (1925). Sus estudios étnicos se destacan desde una perspectiva histórica en  Los negros esclavos (1916);  filológica, en Glosario de afronegrismos (1924);  etnográfica y folklórica, en La africanía de la música folklórica de Cuba (1952) y los bailes y teatro de los negros en el Folklore de Cuba (1953). Como musicólogo, hay una obra suya monumental, en cinco tomos, publicada en 1952 con el título Los instrumentos de la música afrocubana, que constituye un tesoro para el estudio de este tema.
 Los aportes de Ortiz a las ciencias sociales y su servicio a los estudios americanistas, parten de una indagación que se separó de las tendencias eurocentristas. En ese camino, se alejó de las posiciones racistas que intentan explicar la superoridad de unas razas sobre otras.  Su obra de 1944, El engaño de las razas, es un ejemplo imprescindible. En ella, el autor condena todo tipo de discriminación motivada por el color de la piel y se ampara en pruebas científicas para explicar los derechos de todos los hombres a ser tratados con la misma dignidad.
 El trabajo incansable de Ortiz también se refleja en la enorme cantidad de revistas que fundó y en las que participó: director de la famosa revista Bimestre Cubana, hasta 1959, fundó las revistas  Archivos del Folklore Cubano, en 1924,  la Revista Surco, en 1931, la Revista Ultra, publicada entre 1936 y 1947, a la vez que colaboraba con importantes revistas cubanas y extranjeras como Bohemia, Archivos Venezolanos de Folklore, El Diluvio (de Barcelona),  La Nova Catalunya, The Hispanic American Historical Review (de Carolina del Norte, EE.UU.), entre otras.  Asimismo, fue director de la Sociedad Económica de Amigos del País –1923 a 1932–, miembro de la Academia de la Historia, integrante de la Cámara de Representantes de Cuba, desde 1917 hasta 1927 y elaboró el Proyecto de Código Criminal Cubano, con un programa de reformas legislativas y administrativas muy avanzado para su época. Representó a Cuba como delegado oficial en numerosos congresos internacionales de índole científica y académica y tuvo amistad con destacados intelectuales y artistas de su tiempo como Juan Ramón Jiménez,  Wifredo Lam, Alejo Carpentier, María Zambrano y Fernando de los Ríos.
 Un hombre de esa estatura intelectual y científica, de hondas preocupaciones por la sociedad de su tiempo, cuya sapiencia consagró con éxito al desentrañamiento de las raíces que nos explican, un día recorrió las calles de Tampa  y en ellas seguramente sintió mucho de cubano. Y en las líneas que le escribió a Victoriano Manteiga, director de un periódico que Ortiz mucho estimó, le agradece y brinda amistad.
Publicado en La Gaceta, el 14 de julio, 2017.