miércoles, 30 de diciembre de 2015

La celebración del Año Nuevo

Por Gabriel Cartaya

Si hay una fecha que a todos impresiona, con mayor o menor grado de entusiasmo,  es la llegada de un nuevo año. Se abre un escalón inédito en la corriente de la vida, propicio para mirar al almanaque transitado y establecer las finalidades que deben quedar abiertas a partir del primero de enero. Es común que en las tarjetas de felicitación enviadas y recibidas, en las cartas, en el intercambio oral y en las redes digitales de nuestro tiempo, las felicitaciones se hinchen de múltiples deseos,  entre los que la salud, paz, prosperidad, amor, resultan preponderantes.
Hasta hoy, no existe un patrón universal que unifique la celebración del primero de enero como día de Año Nuevo para todos los pueblos y culturas, aun cuando a los cristianos occidentales nos parezca que al comer las 12 uvas a las 12 de la noche del 31 de diciembre el mundo entero está pendiente de los buenos deseos que anidamos.
Tampoco fue en las culturas occidentals donde comenzó la costumbre, pues 2000 años antes de Cristo ya en Babilonia (hoy Irak) practicaban esta celebración, aunque en una fecha que corresponde al mes de marzo, cuando nace la primavera y se plantan los cultivos para la siguiente cosecha.
En Europa, la celebración del 1.º de enero comienza en el 153 antes de Cristo, por un decreto del Senado Romano. El propósito de la ley no era atemperar el cambio de año a una exigencia agrícola o estacional, sino corregir un calendario que había alejado su sincronía con el sol y, de paso, atender a una exigencia civil: que cada Cónsul asumiera su cargo en esa fecha. El primer mes del año recibió su nombre en honor al primero  de sus dioses (Jano), al que  representaban con doble cara, una mirando al pasado (al año viejo) y otra al futuro (al año nuevo).
Al principio, la Iglesia Católica condenó este festejo, considerándolo pagano, pero pronto se adaptó a la práctica popular, interesada en la conversión de las masas, aunque le encontró una designación atemperada a su prédica al nombrarla “Fiesta de la Circuncisión de Cristo”, asumiendo que en esa fecha hubiera cumplido una semana de nacido.
Gregorio XIII
Pero entonces el calendario oficial era el Juliano, que no ­coincidía exactamente con nuestro primero de enero actual. En realidad, la verdadera celebración del Año Nuevo, exactamente como la celebramos hoy,  comenzó hace solamente 433 años, cuando se instauró el calendario gregoriano, al ser declarado por el papa Gregorio XIII como obligatorio para todos los países católicos. Ese día, se saltaron 10 días del almanaque, pues al 4 de octubre de 1582 le sucedió el día 15 de ese mes.
A partir de entonces, se fue abandonando el recibimiento del nuevo año el  21 de marzo y las naciones europeas incorporaron y llevaron a sus colonias la nueva fecha festiva, tal y como hoy la disfrutamos.
Sin embargo, no todas las culturas iban a asumir la disposición del Papa y continuaron con su propia visión calendaria, acorde a sus propias tradiciones culturales, religiosas e históricas. Por ejemplo, para los chinos el Año Nuevo comienza entre enero y febrero, con la primera luna nueva de acuario; mientras, para los musulmanes el año se inicia con el mes de Muharram, el cual se ajusta a una cronología lunar que puede coincidir con cualquier mes del añalejo gregoriano. Los judíos, por su parte, siguen un calendario hebreo que empieza en el mes de Tisri, con el Rosh Hashaná,  el que se corresponde con  nuestro septiembre u octubre.
También persisten diversas perspectivas para considerar la llegada de un nuevo año. Si nos basamos en el ciclo de las estaciones, la interpretación es astronómica o natural y el año comenzaría hacia el 20 o 21 de marzo,  con el equinoccio en el Norte y el otoño en el Sur, momento en que el sol toca el punto vernal y la rueda de las estaciones reinicia su rotación. Esa fecha, mirada desde la antigüedad, también se corresponde con el año astrológico, porque entre el 20 y el 21 de marzo el sol toca el cero grado de Aries (punto vernal), que es el primer signo del zodíaco y de ahí comienza a  avanzar sobre los signos restantes, determinando el ciclo mensual.
A mí, particularmente, me llama la atención el componente de factura astrológica que propone  considerar Año Nuevo el día del cumpleaños personal. En realidad, es a cada año de estar sobre la tierra que cada uno de nosotros llega a un Año Nuevo. Con ello, se multiplica la fiesta, pues mientras esperamos la celebración del primero de enero con todos los cristianos de este mundo, vamos festejando el cumpleaños de hijos, hermanos, padres, amigos y cuánta gente nos llame a brindar por el maravilloso día en que le fue abierta la luz del universo.

La primera Navidad de los españoles en América

Por Gabriel Cartaya


Como todos sabemos, el 12 de octubre de 1492 llegó Cristóbal Colón al continente que habría de llamarse América. La fecha del 16 de enero de 1493, día en que el bravo Almirante echa a la alta mar las dos naves sobrevivientes –había perdido la “Santa María”– para regresar a España, es menos citada. Si ahora la llamamos a colación es únicamente para observar que la  Navidad de aquel año encontró a un grupo de españoles brindando, por primera vez, en una playa insólita del Nuevo Mundo.
Recordemos que después de avistar tierra en Guanahani (Bahamas), el navegante siguió al frente de las tres embarcaciones en que comenzaron a “descubrir” las márgenes frondosas del Caribe, pobladas de hombres y mujeres de piel aceituna y pelo lacio, a los que llamaron indios por creer que habían alcanzado los reinos de la India.
Entre el asombro y la ambición de oro, exhaltada al observar el desperdicio de tan rico metal por los nativos, llegaron a las islas mayores. El 28 de octubre se encontraron con la tierra “más hermosa que ojos humanos hubieran visto” y la llamaron Juana, nombre que nunca pudo sustituir a Cuba, como le llamaban sus taínos.
El 6 de diciembre nombraron “La Española” a la isla que hoy comparten Santo Domingo y Haití (entonces Quisqueya, madre de todas las tierras,  para sus dueños originales). El Día de Nochebuena, bordeando la ínsula, encayó la Santa María en un banco de arena. Gracias a las canoas con que los nativos le auxiliaron, pudo salvarse la tripulación. Al día siguiente y gracias al regreso de los navegantes de “La Pinta”  –se había  separado de las otras dos naves en las costas de Cuba, bajo el mando de  Martín Alonso Pinzón–  todos los hombres de Colón estaban juntos en la costa norte del actual Haití, entre la desembocadura del río Guárico y la Punta de Picolet.
Aquel 25 de diciembre de 1492, en aquella desolada franja americana, deslumbrados con la naturaleza radiante del Caribe, impresionados con aquellos hombres que pasaban frente a su vista vestidos con taparrabos y aquellas “indias” paradisíacas casi desnudas, sin saber dónde estaban ni qué sorpresas les esperaban a tantos miles de leguas de sus hogares, aquellos hombres brindaron por la Navidad. Quién sabe si en las despensas del Almirante quedaba una botella de ron cerrero, o si los taínos más avanzados le ofrecieron alguna jícara de jugos fermentados, pero seguramente levantaron algún jarro para brindar por las cosas que más necesitaban en aquel desamparo: que Dios les acompañara, que todos los Santos les cuidaran y, de paso, que las esposas, los hijos, la familia y vecinos, nunca les olvidaran.
En aquel ambiente de heroica investidura, para que los sueños de gloria y fortuna alimentados en Navidad fueran dejando una prueba material, al Almirante se le ocurrió construir la primera fortificación europea en el nuevo continente. Dicho y hecho. Mandó a sus hombres a rescatar toda la madera de la nave encallada y a lomos de canoa juntó todo el material que se necesitaba para emprender una obra de ingeniería civil. En los días siguientes aquellas decenas de marineros, junto a los nativos que seguían a su cacique Guacanagari, edificaron un fuerte que no pudo recibir mejor nombre que el de “Fuerte de la Navidad”.
Una vez asentados en aquella fortificación registrada en lengua castellana, Colón creyó que era la hora de regresar a España, a dar cuenta a sus Majestades, los Reyes Católicos Fernando e Isabel, que gracias a él, el Almirante de la Mar Océana Cristóbal Colón Fontanarossa, sus reinos habían sido extendidos más allá de todo lo conocido por hombre alguno de la tierra. Pero en el informe no podía faltar la noticia de que las nuevas tierras de Su Majestad estaban bien guardadas, pues allá dejó, en el “Fuerte de la Navidad”, a 39 guardianes españoles, mientras él retornara al mundo descubierto con el dictámen de la Corona: (...)que vos el dicho Cristóbal Colon, dempues que hayades descobierto e ganado las dichas islas e Tierra-firme en la dicha Mar Océana, o qualesquier dellas, que seades nuestro Almirante de las dichas islas e Tierra-firme que ansi descobriéredes e ganáredes, e seades Nuestro Almirante e Virrey e Gobernador en ellas”.
Las Navidades del año siguiente, 1493, encontrarían al Almirante otra vez en La Española. Para entonces ya la penetración europea en América estaba marcada por la violencia. Habían muerto algunos cristianos en el enfrentamiento con los aborígenes y le acababan de incendiar su prístina fortificación de madera. En esos días estaba dando los primeros pasos para fundar otro asentamiento más al este, al que llamaría “La Isabela” en consideración a la atrevida Reina. A más de 6 mil kilómetros de su casa y con tan incierto futuro, no creo que las segunda Navidad, lejos de lo suyo,  fueran muy felices para Cristóbal Colón y su cohorte.

viernes, 13 de noviembre de 2015

En defensa de la conversación
Por Gabriel Cartaya


La costumbre de conversar es tan antigua como el hombre. Seguramente en nuestros antepasados homínidos el primer diálogo se produjo frente a la fiera que debían cazar para alimentarse, al transmitirle uno al otro la efectividad de una piedra puntiaguda. Los científicos han encontrado evidencias de que hace más de dos millones de años se produjeron formas de comunicación que entrañaban una enseñanza y que de aquellas proto-lenguas devendría el lenguaje humano.

"Conversación en un parque",
obra de Thomas Gainsborough
  En los ya miles de años de civilización humana, la conversación entre las personas ha significado el centro de la vida en sociedad, desde la familia hasta las relaciones universales modernas. Sin embargo, por primera vez, se comienza a desplazar la atención hacia una voz grabada en una máquina. Hasta en reuniones sociales tan propicias para conocernos unos a otros a través del diálogo, como es una fiesta, hoy te encuentras a muchos con el teléfono celular prendido del oído y sólo emiten una frase corta cuando son interpelados por alguien.
      La actitud de prestar mayor  atención a un artefacto que a una persona, la he encontrado al visitar amistades. Alguien de la nueva generación ha estado tan ensimismado con el celular o un IPod, que ni siquiera ha movido el rostro para saludar, mascullando un monosílabo sin levantar la vista. Claro que le corta al visitante la intención de preguntarle cómo está.
 Es verdad que el caudal de información disponible en Internet, en sus redes sociales y en  la telefonía móvil, es asombroso y productivo, si se sabe utilizar. Lo triste es que nos vaya haciendo cada vez más solitarios. Todavía unas décadas atrás la familia se sentaba completa alrededor de la mesa y el diálogo de sobremesa unía a todos. Era común la existencia de un televisor en la sala, donde todos se sentaban a disfrutar determinada programación. Hoy, con el triunfo de la tecnología multiplicada, puede que cada uno de los hijos esté frente a su propio televisor, en su cuarto, la madre con el suyo en el comedor, el padre en otra sala y los abuelos, con el mayor peso de la soledad, sin nadie a quien contarle los tiempos idos.
También es cierto que la vida ha alcanzado una dimension diferente de la velocidad, a partir de la lluvia interminable de oferta digital. Los compromisos de estudio, trabajo y otros deberes se mezclan con el afán constante de actualización tecnológica y el dispositivo que aprendimos a usar ayer es caduco mañana.
Con todo, hay que encontrar el tiempo de conversar. No creo, como Truman Capote, que sean escasas las buenas conversaciones,  “debido a la escasez de posibilidades de que dos transmisores inteligentes se encuentren”. Porque la calidad del diálogo entre dos o más personas no está en el coeficiente de inteligencia y conocimientos de cada interlocutor, sino en la sinceridad con que se mira y se oye al ser humano que siempre tiene algo que decir.
 Hay un libro interesante que pone el índice en el equilibrio posible entre la posibilidad y riqueza de conversar y las amenazas de la digitalización a esta práctica humana. Se llama Conversación, y en él su autor, Theodore Zeldin, considera que la tecnología, en vez de dañarlo, está llamada a ser un estímulo para el diálogo familiar, de amistad, laboral, o amoroso. 
 Este pensador, convencido de que “dos individuos, conversando con honestidad, pueden sentirse inspirados por el sentimiento de que están unidos en una empresa común con el objetivo de inventar un arte de vivir juntos que no se ha intentado antes”, ofrece diez sugerencias interesantes que contribuyen a la conversación:
1. Aunque estemos convencidos de que el otro está totalmente equivocado, en lugar de discutir es aconsejable cambiar hábilmente de conversación. Es absurdo pretender que los demás estén siempre de acuerdo contigo.
2. Nunca hay que interrumpir ni anticiparnos a la historia de nuestro interlocutor. Saber escuchar es la regla dorada del buen conversador.
3. Evitemos poner cara de fatiga durante el discurso de otra persona, así como distraernos con otra cosa mientras está hablando. Cecil B. Hartley mencionaba como los más nocivos “mirar el reloj, leer una carta u hojear un libro”. El equivalente actual sería la irritante costumbre de mirar el móvil.
4. La modestia nos ahorrará muchas antipatías. No hay que exhibir conocimientos, méritos o posesiones que hagan sentir a los demás que se encuentran en inferioridad.
8. Nunca hay que señalar ni corregir los errores en el lenguaje de los demás, aunque sean extranjeros, ya que se sentirán humillados por la observación.
9. No hay que ofrecer asistencia o asesoramiento, a no ser que nos hayan pedido consejo expresamente.
10. El elogio excesivo crea desconfianza.
       Si, como escribió el  lexicógrafo Ludwig Koehler “el habla humana es un secreto, un don divino, un milagro”, por qué desestimamos esta riqueza espiritual cuando nos es regalada cada día su posibilidad.
Publicado en La Gaceta, el 13 de noviembre, 2015

viernes, 6 de noviembre de 2015

En Tampa también habitan los fantasmas

Por Gabriel Cartaya

 Si una fiesta estadounidense tan popular como Halloween tiene en los fantasmas un lujo de representación simbólica, es porque en lo profundo del imaginario colectivo subsiste el impacto que nos han transmitido las historias de seres sobrenaturales, las que desde tiempos inmemoriales nos vienen acompañando.
 No hay ciudad sin ingredientes mitológicos o legendarios y en su constructo tienen un espacio preferente los cuentos de muertos y aparecidos. Siendo maestro de montaña en mi primera juventud, tuve la experiencia de caminar cientos de kilómetros en la Sierra Maestra, Cuba, y en esas travesías escuché decenas de historias relacionadas con esos seres inasibles que habitan la noche. Muchas veces, después de largas conversaciones pobladas de fantasmas, debía transitar un largo camino en la oscuridad, atravesando la curva, el río o frente al árbol, donde alguien había visto la aparición. Lo insólito  es que más de una vez, al pasar por el sitio indicado, el caballo en que montaba tuvo reacciones sorprendentes, como resoplar, poner las orejas de punta, desviarse o incluso negarse a caminar.
Cuando unos años después, en las costas del Guacanayabo, conversaba con hombres de mar, se repetían estas anécdotas, adecuadas a su entorno particular: ahora una mujer  vestida de  blanco  que aparecía en la noche, no montaba a caballo, sino en un bote, y lo mismo podía perder al pescador que iluminarle el camino de regreso.
 Hay un libro excelente que relata decenas de cuentos de  muertos y aparecidos, escrito por el notable historiador y antropólogo cubano Samuel Feijóo. Se llama Mitos y leyendas en Las Villas y entre sus descripciones recuerdo la del taxista que se detiene al anochecer, para llevar a una mujer vestida de blanco que le ha hecho una señal de pare.
 Cuando ella se desmonta frente a la casa que ha apuntado, le pide esperar un segundo, que saldrá a pagarle. Pero pasan algunos minutos, el taxista se inquieta y decide tocar a la puerta. La señora que abre se muestra asombrada con la solicitud, pues a su casa no ha entrado nadie. Entonces, el chofer ve la única fotografía que aparece en la pared y exclama triunfal: -Sí, señora, es la misma joven que está en el retrato. –Es mi hija– respondió la mujer–, hace ocho años murió en un accidente, ¿dónde usted dice que la recogió?
Un taxista de México, años después, le contó un suceso similar al escritor Gabriel García Márquez y no dudo que en muchas ciudades del mundo esté recreada la misma aparición.
Tampa, claro está, tiene sus propios fantasmas. Hay una hermosa mujer rubia que aparece en las noches nebulosas del puente Sunshine Skyway. Muchos han contado que  ha subido a su vehículo y a los pocos instantes desapareció por la ventanilla. Casi siempre ocurre cuando el chofer viaja solo, pero un matrimonio de Sarasota ha contado que les acompañó, sentada en el asiento trasero, donde comenzó a llorar, confesando que el puente le daba mucho miedo. Ambos se miraron asustados y cuando se atrevieron a girar el cuello hacia atrás, el asiento estaba nuevamente vacío. Después recordaron que unos años atrás,  el 27 de diciembre de 1996, en este lugar se produjo un enorme accidente que implicó a una gran cantidad de carros, pero sólo ­murió una mujer rubia. Tal vez la mujer que dejó ensimismado al pescador Tato Palacios en el ­Skyway una madrugada, haciéndole perder la ilusión de que fuera real cuando desapareció en un relámpago de sus ojos, era la misma que montó en el auto del matrimonio sarasotano.
 Es famosa también una hermosa casa a la orilla del mar, en Bradenton Beach, que llevaba años deshabitada cuando fue adquirida por un matrimonio de apellido Thomasson. Pero enseguida comenzaron a observar comportamientos extraños: el sobre que el cartero dejaba en el buzón aparecía en el segundo piso,  se rompían valiosos objetos de vidrio sin nadie tocarlos, las luces que apagaban se volvían a encender. Cuentan que el matrimonio decidió llamar a un médium, a quien el espíritu le transmitió que su nombre era Estrellita y que había muerto en la bahía cuando naufragó el barco en que viajaba desde Boston, ilusionada para casarse. Todavía algunos ancianos del lugar rememoran la historia de una muchacha que venía de Massachusetts a contraer matrimonio y  falleció en el mar cuando estaba casi al llegar a Tampa. Lo curioso es que la recuerdan con el nombre de Little Star.
 El teatro de Tampa, en la calle Franklin, tiene su propio fantasma, que ha sobrevivido a su restauración de 1970. Un proyeccionista llamado Foster Fink Finley murió en su cabina de trabajo, de un ataque al corazón, cuando estaba proyectando una película. Desde entonces, muchos operadores del proyector en esa sala han comentado las cosas raras que ocurren en el lugar: la puerta se abre o se cierra sin que nadie esté cerca, se ha interrumpido la proyección porque un ruido inesperado no dejó oír la terminación del  rollo, determinados objetos se trasladan de lugar sin explicación. Algunos empleados de limpieza, estando solos alrededor de la media noche, han sido tocados en el hombro por detrás. Otros han visto una figura humana moviéndose entre las butacas o han sentido quejidos inexplicables. Nada, que algún espectro ha asistido más de una vez a una película de fantasmas.
 Hay más fantasmas en la ciudad, pero son tantos, que no caben en tan breves cuartillas. De todos modos, si saben de alguno, me lo cuentan a través del email: gcartaya@lagecetanewspaper.com


viernes, 23 de octubre de 2015

La llegada de un nieto

Por Gabriel Cartaya

Cuando el jueves, 15 de octubre, tuve la noticia del feliz nacimiento de mi nieto Ernesto Manuel Cartaya Sánchez, compartí la alegría con quienes me acompañan en el trabajo de La Gaceta. Agradezco a todos la jovialidad con que me expresaron las felicitaciones, especialmente a Patrick Manteiga por las palabras instantáneas con que acompañó el gesto: ponlo en el periódico.
No se me hubiera ocurrido, por temor a que una brizna de nepotismo pudiera avistarse con la preferencia familiar, sobre todo conociendo que ese vocablo con que se juzga la acción de privilegiar a familiares en el desempeño de cargos públicos, tiene como raíz latina la palabra neptis, cuyo significado en su uso popular era nieto.
Entonces, he preferido compartir la alegría recibida por el advenimiento del primer sucesor de mi hijo Ernesto, con breves asomos que desborden el alcance familiar. 
En la tradición universal, la figura del abuelo alcanza una presencia e intensidad que no posee la del nieto y creo que ello se deriva de que sean esos ascendientes quienes cuentan la vida. Sin embargo, paradójicamente, las obras que han encumbrado la figura del abuelo en la literatura, han sido creadas por los recuerdos del nieto, a partir del impacto que en ellos tuvo la relación afectiva que experimentaron con él. Así lo vemos en el escritor Gabriel García Márquez, quien recibió la crianza y protección de los abuelos durante  sus  primeros años  y,  en un marco de protección y cariño, le contaron las historias, leyendas y fantasías que en la narrativa del escritor dieron origen a la expresión estilística del realismo mágico. Se sabe que el Coronel Nicolás Márquez, su abuelo,  es una prefiguración de Aureliano Buendía, el de Cien años de soledad.
La belleza y enseñanza de la relación abuelo-nieto está en muchas obras de la literatura universal, como ese precioso cuento de los Hermanos Grimm, “El abuelo y el nieto”,  donde un anciano es desatendido por una familia que lo ha apartado a comer solo en una vasija de madera, porque derramaba restos de alimentos en el mantel. Un día vieron al hijo de 9 años horadando un trozo de madera y el padre se acercó a preguntarle por lo que estaba construyendo. –Un plato, para dar de comer  a mamá y a papá cuando sean viejos– contestó. Al día siguiente, todos fueron juntos a la mesa. La enseñanza a aquellas personas mayores vino del nieto.
Hermoso y aleccionador es también el cuento “Pacto de sangre”, de Mario Benedetti. La relación de complicidad que se establece entre el nieto y el abuelo, introduce un clima de amor, calidez y confianza, en un ambiente que estaba marcado por la frialdad de las relaciones entre la familia.
Alguien dijo que uno ama a sus hijos, pero se enamora de sus nietos, no tanto porque esa segunda paternidad esté marcada por la experiencia, como por la serenidad que van alcanzando los sentimientos. Y tal vez porque  el abuelo ha llegado a una edad donde, jugando con el nieto, renueva el recuerdo de la infancia.
Finalmente, quiero compartir un cuento, que acaba de nacer con ese maravilloso ser que le da sentido.
Los dos abuelos
A Luis Manuel Sánchez   
Ernesto Manuel tenía 24 horas de nacido cuando llamaron por teléfono a su abuelo LuisMa, quien llevaba más de dos horas con el hermoso bebé cargado, como prolongando en el calor de sus brazos el ambiente tibio en que el líquido amniótico lo protegió en el vientre acabado de abandonar.
Pero con la emoción del arrullo no se percató de apagar el celular. Por esa razón imprevista, cuando el timbre anunció que estaba siendo requerido, su primer impulso fue tantear, por encima de la tela áspera del mezclilla, un botón donde acallarlo. Pero tuvo miedo de que un gesto abrupto pudiera importunar al recién nacido.
Luis Manuel y G. Cartaya con el nieto
Sin saber qué hacer, su mirada mezclada de alegría y angustia se encontró, de golpe, con los ojos ansiosos del otro abuelo, que se había precipitado desde 300 millas a la sala de postparto. En la primera reacción de asombro, LuisMa no pudo entender que el timbre de su celular tuviera la magia de producir tanto regocijo, aun cuando había seleccionado el fragmento más bello de un nocturno de Chopin para sensibilizar los oídos de quien le llamara.
Sólo al mirar los brazos abiertos y una mirada más feliz que traviesa en los ojos del otro abuelo, LuisMa entendió la dimensión del milagro, cumplido en la alquimia del apellido de ambos en un nuevo ser, como símbolo de prolongación de la familia y la vida. 
De todos modos, en el primer instante no alcanzó a discernir cómo el otro abuelo pudo evaluar el peso de la llamada, para reaccionar con unas palabras iluminadas y los brazos  listos para acunar:
–No te preocupes, LuisMa, tómate tu tiempo, habla con largueza–, de cuya frase insondable pasó a una especie de ru-ru-ru con el bebé, que sonrió levemente al abrir los ojos.


Publicado en La Gaceta, el 22 de octubre, 2015

viernes, 9 de octubre de 2015

María Mantilla, ¿hija carnal o sentimental de José Martí?

Por Gabriel Cartaya

Los comentarios interesados en asegurar que José Martí fue el padre biológico de María Mantilla Miyares arrancan desde el tiempo en que los protagonistas estaban vivos y llegan hasta hoy. Desde entonces, diversas insinuaciones han ido aportando elementos sentimentales, fisonómicos, casuísticos, testimoniales, linguísticos, a favor de que la niña preferida del Apóstol cubano era su hija carnal. Tal vez el elemento que dio más fuerza a esta leyenda, fue la propia confesión de María cuando fue invitada a Cuba a los festejos por el centenario del natalicio del Maestro y confesó –sin más pruebas que su palabra septuagenaria– la línea patrilineal que la ligaba al héroe americano. Sin lugar a dudas, con una declaración de esa naturaleza, creía asegurar a su descendencia una afiliación natural a quien ya Gabriela Mistral había llamado “el hombre más puro de la raza humana”.
No creo que esta  interpretación naciera en agua potable, pues ya alrededor de José Martí se producían comentarios encaminados a rebajar una estatura que se elevaba sobre sus contemporáneos con un proyecto político que sobrepasaba las metas trazadas por los independentistas antillanos de su época. Señalar con el índice a un hombre casado, en amores con una mujer casada y en cuya casa de huéspedes vivía, compartiendo la amistad con el  esposo de ella, era una vía expedita para dañar la credibilidad hacia un líder cuya palabra desbordaba un hondo contenido moral.
    Con el tiempo, un ángulo procedente de la psicología machista del cubano,  echó toda la leña posible al fuego: ver en el eximio patriota al hombre siempre atento a una conquista de mujer. Un profundo estudioso de la obra de Martí, el profesor bayamés Víctor Montero (q.e.p.d.) me intentó convencer una vez con una frase célebre de Pascal: el corazón tiene razones, que la razón desconoce.
Pero la razón profunda, la del hombre y la mujer inmersos en esta historia de cauces delirantes, ha sido desconocida. Los abundantes apuntes sobre este tema no se detienen a meditar en las oscuras circunstancias en que habría ocurrido la infidelidad para que el digno huésped José Martí embarazara a la dueña de la casa.
Hacía algunos años que aquel matrimonio de emigrados cubanos, compuesto por Manuel Mantilla Solórzano y Carmen Miyares Peoli, vivía en Nueva York cuando en enero de 1880 llegó José Martí a esta ciudad. En dicha fecha ella cumplía 32 años,  el esposo 37 y tenían tres hijos (Manuel, Carmen y Ernesto, niños aún). Se habían ido acomodando con pequeños negocios en tabacos por parte de Mantilla y con el alquiler de algunos cuartos de la casa, después de atravesar grandes sufrimientos (la pérdida de los hermanos de Carmen) y períodos de escasez, primero en Santo Domingo y después en Nueva York.
Nada indica que en el matrimonio faltara el amor, ni que el carácter y conducta  de la mujer, hasta morir a los 77 años en 1925, pudiera concebir la traición a su esposo, con el que llevaba 11 años de casada al conocer a Martí, por encima del deshonor que en su tiempo y cultura ese acto comportaba.
Como sabemos, José Martí arriba a Nueva York a principios de enero de 1880, después de haber sido deportado de Cuba por segunda vez, por participar en la conspiración que intentaba echar a andar el alzamiento que se llamaría La Guerra Chiquita. De España pasó a Francia y de allí a la metrópoli estadounidense. A los primeros días de llegar a la gran urbe, su amigo Miguel Fernández Ledesma lo lleva a la calle 29 núm. 51 este, donde una familia cubana acepta huéspedes. El proscripto encuentra buena atención, amistad en el matrimonio y regocijo en el alborozo de los niños.
Enseguida les cuenta que su primera preocupación es traer a su esposa y a su hijo de dos años, a quienes no ve hace más de quince meses. Claro, y meterse en el centro del movimiento independentista cubano que bulle en Nueva York. Antes de cumplirse los dos meses de su llegada a casa de los Mantilla, su felicidad es inmensa con el desembarco de la mujer y el hijo, a quienes ama intensamente.
Para esos mismos días Carmen Mantilla sale embarazada, para dar a luz  una preciosa niña, el 28 de noviembre de 1880. En el momento del parto, ya Martí llevaba un mes solo, pues el 21 de octubre su esposa había regresado a Cuba, separándolo otra vez de su hijo. Tal vez por esa razón, cuando unos días después se oficia el bautizo de la niña que recibe el nombre de María, el padrino José Martí es acompañado por Gertrudis Pujals Fuentes, elegida para madrina. En el abrazo a los padres de la ahijada, ahora compadres, ninguna mancha podría herir la sinceridad con que se daba siem
pre el hombre bueno.
A los dos días del bautizo, José Martí se marcha de Nueva York, intentando establecerse en Venezuela, donde creyó podría reencontrase con su esposa. Carmen Mantilla, que tenía una parte de su familia en aquel país, le dio cartas de recomendación que facilitaran su llegada. Pero sólo va a estar 6 meses en la tierra de Bolívar y en agosto está de regreso en la casa de huéspedes de sus amigos Mantilla Miyares. Poco después se muda a Brooklyn, donde espera el regreso de la esposa y el hijo, que al fin llegan en diciembre de 1882. Esta vez le acompañarían hasta marzo de 1885, la estancia más larga en que lograron estar juntos. Es evidente, por las muchas confesiones que hicieron, que la separación del matrimonio obedecía a desavenencias por la consagración de Martí a la causa patriótica, cuando la esposa enamorada le reclamaba toda la entrega a la familia.
Manuel Mantilla murió del corazón en febrero de 1885, cuando María, su hija menor, tenía cuatro años. En esa coyuntura familiar y de amistad, conociendo la naturaleza moral de aquellas personas que comparten en la emigración la atmósfera fría de Nueva York, es difícil que una pasión desordenada pudiera desconocer tantas virtudes.
Todavía cinco años después, Martí hace un último intento por salvar su matrimonio. Carmen Zayas Bazán vuelve a su lado en junio de 1891, cuando Pepito estaba al cumplir los trece años. Se hospedan en el hotel Fénix y veranean unos días en Bath Beach, acomodando las ilusiones y contingencias de sus vidas, pero nada hizo creer a la camagüeyana que su hombre se apartaría del destino patriótico a que estaba ungido. El 27 de agosto, antes de los dos meses y sin despedida, Carmen Zayas Bazán y su hijo están llegando otra vez a las costas de Cuba. Entonces, Martí sintió que la ruptura era definitiva.
Fue en ese marco que comenzaron los rumores acerca de una relación sentimental íntima entre ellos. Hay evidencias de la reacción de Martí al conocer el comentario, especialmente la carta que dirige a una prima de Carmen –Victoria Smith–, quien escribe a Carmita preocupada por el tipo de relaciones que pudiera tener con el amigo José Martí. Habría que leer la carta entera (en el próximo número) para entender la dureza con que el poeta le dice a esta mujer que él consideraría una vileza “quitar por ofuscaciones amorosas el respeto público a una mujer buena y a unos pobres niños”. Conteniendo su probada delicadeza en el trato a una mujer,  le dice: “ni tengo el derecho de escribir a usted, que es dama,  las palabras alborotadas que cuando uno se siente desconocido en su mayor virtud, me vienen a la pluma”.
La carta de José Martí a Victoria Smith fue dada a conocer en el Anuario n.º 12 del Centro de Estudios Martianos, en 1981. Está fechada en Nueva York, año 1887, sin definirse el día y mes en que fue escrita. Para entonces,  hacía ya dos años que María Miyares Peoli había enviudado, pues su esposo Manuel Mantilla murió el 18 de febrero de 1885.
El año 1887 impacta fuertemente la vida emocional de José Martí. Lleva dos años alejado de su esposa y su hijo, quienes viven en Cuba, mientras él está en Nueva York. El 2 de febrero muere su padre en La Habana y sus cartas de esos días dan fe de su profundo dolor. En el mes de noviembre logra llevar a la madre a Nueva York y estará a su lado durante dos meses. A finales de ese año está inmerso en un proyecto de levantamiento independentista en Cuba, dirigido por el Coronel Juan Fernández Ruz y parece ser ese el tiempo en que los comentarios sobre una relación íntima con Carmen Mantilla se hacen notorios.
Probablemente, la carta a la prima de Carmen corresponda  a esos últimos meses de 1887, cuando el murmullo podía enfilarse a dañar la moral del líder revolucionario que el 16 de diciembre de 1887 está escribiendo a Máximo Gómez, “con la fe de la honradez y la fuerza del patriotismo”.
Debió influir enormemente en su espíritu el conocimiento de un rumor sobre su conducta personal, para escribirle a Victoria la siguiente carta:

      Victoria: Carmita me ha dado conocimiento de la carta que le escribe U., y en que se refiere a mí. Es difícil, Victoria, que una persona de su tacto y bondad, haya sabido prescindir por completo de uno y de otra.  De mí, perdóneme que le diga que no tengo que responder a U. Tengo un sentido tan exaltado e intransigente de mi propio honor, un hábito tan arraigado de posponer todo interés y goce mío al beneficio ajeno, una costumbre tan profunda de la justicia, y una seguridad tan de mí mismo, que le ruego me perdone si soy necesariamente duro, asegurándole que ni mi decoro, ni el de quien por su desdicha esté relacionado conmigo, tendrá jamás nada que temer de mí, ni requiere más vigilancia que la propia mía. Yo sé padecer por todo, Victoria, y consideraría en llano español una vileza, quitar por ofuscaciones amorosas el respeto público a una mujer buena y a unos pobres niños. Puedo afirmar a U., ya que su perspicacia no le ha bastado esta vez a entender mi alma, que Carmita no tiene, sean cualesquiera mis sucesos y aficiones, un amigo más seguro, y más cuidadoso de su bien parecer que yo. Además, debe U. estar cierta de que ella sabría, en caso necesario, reprimir al corazón indelicado que por satisfacer deseos o vanidades tuviese en poco el porvenir de sus hijos. En el mundo, Victoria, hay muchos dolores que merecen respeto, y grandezas calladas, dignas de admiración. De Carmita, pues, no le digo nada, porque ella sabe cuidarse. Y de mí no le puedo decir mucho ya que no tengo ni la inmodestia necesaria para referirle a U. mi vida, que he mantenido hasta ahora por encima de las pasiones y de los hombres y tiene por esto mismo fama que no he de perder; ni tengo el derecho de escribir a U. que es dama, las palabras alborotadas que como cuando uno se ve desconocido en su mayor virtud, me vienen a la pluma.
        Una observación, si me he de permitir hacerle. Leída por un extraño, como yo, la carta de U. a Carmita no parece hecha de mano amorosa, sino muy cargada de encono: ¿cómo, Victoria, si U. no es así, sin duda? No solo tiene U. el derecho, sino el deber, de procurar que no sea Carmita desventurada; y si sospecha U. que quiere a un hombre pobre, casado, y poco preparado para sacar de la vida grandes ganancias, haría U. una obra recomendable urgiéndola a salir de esta afición desventajosa. Por supuesto que si, libre de hacer en su alma, salvo el decoro de sus hijos y el propio, lo que le pareciese bien, si insistiese en esto, sería un dolor, pero un dolor respetable, puesto que no se vendía a nadie por posición social, protección o riqueza, sino que, en la fuerza de su edad y de sus gracias, a la vez que no daba a su cariño más riendas que los que no pueden ver el mundo ni sus hijos, se consagraba sin fruto y en la tristeza y el silencio a un cariño sin recompesa, y a la privación de las alegrías que de otro modo pudieran todavía esperarla. Esto, mundanamente, sería una locura, como sé yo muy bien, y le digo a cada momento; y estoy seguro de que si ese fuese el caso, se le dejaría siempre inflexiblemente en la más absoluta libertad de obrar por sí, y no se impediría jamás por apariencias impremeditadas de hoy las soluciones de mañana. –Pero esas penas calladas, Victoria, merecen de toda alma levantada, cuando se llevan bien, una estimación y un respeto que en su carta faltan.
      Ahora, de murmuraciones, ¿qué le he de decir? Ni Carmita ni yo hemos dado un solo paso, que no hubiera dado ella por su parte naturalmente, a no haber vivido yo, o que en el grado de responsabilidad moral, de piedad, si U. quiere, que su situación debe inspirar a todo hombre bueno, no hubiere debido hacer un amigo íntimo de la casa, que no es hoy más de lo que fue cuando vivía el esposo de Carmita. Yo le repito que de esto sé cuidar yo: –si alguna mala persona, que a juzgar por la estimación creciente de que ella por su parte y yo por la mía vivimos rodeados, sospecha sin justificación posible y contra toda apariencia que ella recibe de mí un favor que la manche, esa, Victoria, será una de tantas maldades, mucho menos imputables y propaladas que otras, que hieren sin compasión años enteros a personas indudablemente buenas, que las soportan en calma.
      Ya es tiempo de decirle adiós, Victoria. Con toda el alma, y no la tengo pequeña, aplaudo que si U. sospecha que Carmita intenta consagrarme la vida, desee U. apartarla de un camino donde no recogerá deshonor, porque a mi lado no es posible que lo haya, pero sí todo género de angustias y desdichas. Y si en el mundo hay para ella una salida de felicidad, dígamela y yo la ayudaré en ella. Pero U. no tiene el derecho de suponer que lo que mi cariño me obligue a hacer por la mujer de un hombre que me estimó y sus hijos huérfanos es la paga indecorosa de un favor de amor. Por acá, Victoria, en estas almas solas, vivimos a otra altura. Sea tierna, amiga mía, que es la única manera de ser bueno y de lograr lo que se quiere.
      He escrito a U. tanto, más porque me apena que sea injusta con Carmita, que por mí mismo, que no me hubiera yo atrevido a molestar su atención por tanto tiempo.

La carta está sin despedida, lo que no era usual en Martí. Los años fueron pasando y tal vez fue apagándose el rumor que dio origen a esta epístola. Todavía en 1991 hace un último intento por conseguir la felicidad matrimonial, pero Carmen Zayas Bazán y su hijo apenas están dos meses a su lado. Volvió a la soledad de su cuarto y a la cariñosa amistad que le prodigaban Carmen Mantilla y sus 4 hijos.
En medio de su agitada labor como líder político, periodista, traductor y diplomático, Martí encontró un creciente cariño bajo el techo de Carmen Mantilla. Quiso enormemente a sus 4 hijos y supo ser el amantísimo padrino de María, a quien vio crecer hasta los 14 años.  Tratar de encontrar una filiación de sangre por la reiteración de la voz hija, es desconocer que así trató a su hermana Carmita y a los hijos de muchos amigos.
Otro sentido es que aquellos dos seres humanos, solos y necesitados de amor, hayan tenido al final una intimidad que no dañara a nadie. El profundo abatimiento con que Carmen reaccionó a la noticia de la muerte de Martí, como el confesado a su amiga Irene Pinto, “figúrate qué haré de mi vida sin Martí (…)toda mi felicidad se ha ido con él”, semeja la pena de una esposa, aun cuando no fuera esta la condición que pudiera reclamar la madre de la hija espiritual de José Martí.

 (Publicado en La Gaceta, el 31 de julio y el 7 de agosto de 2015).

jueves, 1 de octubre de 2015

La visita de José Martí a Máximo Gómez en septiembre de 1892

Por Gabriel Cartaya

Los primeros meses de 1892 fueron arduos y decisivos en la consagración de José Martí como máximo dirigente del independentismo cubano. Desde su primera visita a Tampa, a fines de noviembre de 1891, dedicó todo su esfierzo a la creación del Partido Revolucionario Cubano (PRC), definiendo en el primer artículo de sus Bases su objetivo central: “…lograr, con los esfuerzos reunidos de todos los hombres de buena voluntad, la independencia absoluta de la Isla de Cuba, y fomentar y auxiliar la de Puerto Rico”.
El fervor que en Tampa, Cayo Hueso, Nueva York y otras ciudades donde radicaba la emigración revolucionaria cubana, permitió que en abril de 1892 se proclamara oficialmente el nacimiento de esa organización, de la que resultó electo José Martí para su máxima dirección.
La organización del reinicio de la guerra de independencia, detenida en 1878 con el Pacto del Zanjón, la habían encabezado hasta entonces los máximos líderes del 68, pero ni los grandes generales Máximo Gómez, Antonio Maceo, Calixto García y otros que lo intentaron, consiguieron vertebrar un movimiento unificado eficaz para lograr sus propósitos. Sin embargo, el valor y gloria de ellos era imprescindible en cualquier proyecto encaminado a desatar nuevamente la guerra. 
Consciente de esa realidad y sobre todo estimando los valores de los veteranos, Martí sabía que mientras no se incorporara la  jerarquía militar de la Guerra Grande al proyecto del PRC, no era posible avizorar el triunfo de sus postulados. No resultaba una tarea fácil, por las viejas rencillas cultivadas desde los años de la guerra entre la dirección militar y la civil del Gobierno de la República en Armas. La ojeriza hacia el elemento civil del que Martí procedía, podía despertar suspicacias en los militares a la hora de ser llamados a las filas de la nueva organización.
Los escollos eran mayores porque en las relaciones del Delegado del PRC con el General más acatado por toda la oficialidad del 68, había una página discrepante a la que podían acudir los detractores de un movimiento que no procedía de los militares.
Es la página de 1884, cuando Gómez y Maceo hicieron un enorme esfuerzo para organizar un plan que propiciara el reinicio de la guerra. Los dos generales consideraron que era imprescindible el apoyo de la emigración cubana de Nueva York, donde Martí era una de las figuras más sobresalientes. El 2 de octubre de ese año Martí se reúne por primera vez con los dos grandes héroes que tanto admira, en el hotel de Madame Griffou, situado en la calle 9, n.º  21 este. Se entrega al proyecto con todo su entusiamo, pero cuando aprecia en los días sucesivos su carácter militarista y ante las objeciones de los generales cuando intenta sugerir ideas nuevas, decide separarse de un intento que fracasó por carecer de un sustento ideológico que hubiera podido nutrirse con el pensamiento que el nuevo líder ya estaba proponiendo.
 Es verdad que la carta de ruptura que Martí le dirige a Gómez, el 20 de octubre de ese año, es bastante dura, amarga y hasta injusta, si se desprende de las circunstancia en que se produce. Es su “determinación de no contribuir en un ápice, por amor ciego a una idea en que me está yendo la vida, a traer a mi tierra a un régimen de despotismo personal”.
El método de ‘ordeno y mando’ con que lo generales llegaron a pedir apoyo a la emigración, hicieron temer a Martí que los líderes de la causa independentista, como pasó en tantas repúblicas hispanoamericanas, se enseñorearan del país. “Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento”, le dijo entonces a Gómez el mismo hombre que llegó, a caballo hasta la finca La Reforma, en Montecristi, el 11 de septiembre de 1892, para apartarlo de los bueyes con que labraba la tierra y pedirle que se pusiera al frente del ramo militar del PRC.
Grandeza de los héroes verdaderos. Tres días estuvo Martí en la casa de campo del General, que estaba al cumplir 57 años cuando él llegó a pedirle que abandonara la tranquilidad de la esposa, los hijos, la casa amada, para volver a la guerra en un país que no era el suyo, “sin más remuneración que brindarle que el placer del sacrificio y la ingratitud probable de los hombres”. Al final de esa carta, inmensamente bella, el Maestro le declara no tener un “orgullo mayor que la compañía y el consejo de un hombre que no se ha cansado de la noble desdicha, y se vio día a día durante diez años en frente de la muerte, por defender la redención del hombre en la libertad de la patria”.
La aceptación inmediata de Máximo Gómez fue la consagración definitiva de José Martí como el máximo conductor del movimiento revolucionario cubano de su tiempo. Al conocerse la entrega de Gómez al proyecto de Martí, desde su puesto como Jefe del Ramo Militar del PRC, se despejó el camino para que el resto de los prestigiosos oficiales del Ejército Libertador se sumaran a la convocatoria martiana, la que no sólo se limitaba a la conquista de la independencia, sino a la construcción de una república libre   y democrática.
     Por esa idea cayó el Apóstol en combate, al lado del Generalísimo, a quien en septiembre de 1892 fue a visitar en su casa dominicana, para pedirle que lo acompañara.

El comandante Gerardo Castellanos vivió en Tampa

Por Gabriel Cartaya

Cuando se edifique la extensa galería de los héroes que han vivido en Tampa a lo largo de su rica historia, hay que anotar, en letra fulgurante, el nombre de Gerardo Castellanos Leonard.
Es deber de gratitud evitar que se vaya desdibujando en la memoria el nombre de quienes, en las generaciones precedentes,  dedicaron su tiempo a trabajar por un futuro  mejor. Uno de ellos, Gerardo Castellanos, vino a vivir a Tampa en la década de 1890, cuando los cubanos de la isla y los del exterior se reunían para conseguir la independencia de su país.
Llegó a la vida en 1843, en el poblado de Esperanza, Ranchuelos, provincia de Las Villas.  De manera que cuando Carlos Manuel de Céspedes dio inicio a la llamada Guerra Grande, tenía 25 años. Se incorporó inmediatamente a la contienda, con las fuerzas alzadas de su región. Debió distinguirse mucho desde los primeros días, porque su nombre aparece entre los asistentes a la Asamblea de Guáimaro, el 12  de abril de 1869, cuando los guías del independentismo cubano se reunieron a crear la primera República en Armas.
Castellanos participó en varios combates y ascendió hasta el grado de Comandante, pero en 1873 fue hecho prisionero y lo condujeron a la ciudad de Camagüey. Se salvó de milagro y las gestiones de la familia consiguieron trasladarlo a su pueblo natal.
Allí pudo burlar la vigilancia, hasta salir por Cienfuegos en la goleta “Cristina”, en la que llegó a Nueva York.
En el destierro neoyorquino trabajó con la emigración revolucionaria cubana a favor de la guerra de independencia y estaba en planes de participar en una expedición hacia la isla cuando supo que la guerra había terminado con la paz del Zanjón. Unos años más tarde se establece en Cayo Hueso, donde fue a parar una gran cantidad de militantes de una guerra que había concluido sin la independencia. Allí estaba cuando llegó José Martí el 25 de diciembre de 1891.
En Cayo Hueso, Gerardo Castellanos, junto a Francisco Lamadriz, José Dolores  Poyo y otros altos oficiales del Ejército Libertador durante la Guerra del 68, fue uno de los líderes más activos en secundar la obra martiana de  creación del Partido Revolucionario Cubano, organizar la emigración y conducir todo el proceso que condujo al reinicio de la guerra en 1895. Justamente, fue Castellanos quien dirigió la Asamblea donde se aprobaron las Bases y Estatutos de la nueva organización revolucionaria, en el Club San Carlos, en abril de 1892.
Pero la labor más sobresaliente de Gerardo Castellanos y tal vez la que más lo distingue ante la historia, es que fue el hombre elegido por José Martí para la labor más delicada y peligrosa que se trazó cuando ya el PRC estaba establecido en las ciudades más activas de la emigración cubana. El plan era que un dirigente del Partido entrara clandestinamente en Cuba, se reuniera con independentistas de todas las regiones posibles del país, explicándoles el nivel de preparación, los objetivos, el plan de la nueva organización y que confiaran en que ese era el camino adecuado para reiniciar la guerra, lograr la independencia y fundar una república “con todos y para el bien de todos”. Había que lograr no sólo que se incorporaran al nuevo proyecto, sino algo más difícil, evitar alzamientos prematuros que desgastaran inútilemnte las fuerza revolucionarias. Esa Misión a Cuba (como se tituló ejemplarmente el libro que su hijo Gerardo Castellanos García escribió sobre ese hecho), le correspondió al héroe a quien dedicamos estas líneas.
En una carta que Martí le escribe el 4 de agosto de 1892, cuatro días antes de salir Castellanos para Cuba, le dice:  “Pocos hombres, amigo Gerardo, podían llevar a cabo con éxito la misión que le he echado encima porque, pocos han aprendido la necesidad de dirigir el valor y unir el entusiasmo”. Al final de esa carta extensa, donde le da todos los detalles de su misión, el Apóstol le pide, con la ternura de un niño: “…tráigame noticias que me pongan contento”.
El enviado especial de José Martí desembarcó en el Puerto de La Habana el 9 de agosto de 1892, con una documentación que lo identificaba como comprador de materias primas para la fábrica de tabacos de la que era copropietario. A partir de ese día es impresionante la labor que realiza, desde la capital del país hasta la región oriental. Visitó decenas de ciudades y poblados, reuniéndose en cada uno de ellos con los principales exponentes del independentismo de la vieja y la nueva generación. El comisionado, cuya honradez y valor eran probados,  debía realizar toda su labor de memoria y aprender todos los mensajes recibidos de ida y vuelta, en absoluta clandestinidad. Tres veces viajó Castellanos a la isla, la última en 1894, y en todas le llevó contento a José Martí.
No tengo indicios de la fecha en que Gerardo Castellanos abandonó su hogar de Cayo Hueso, donde trabajó en distintas fábricas de tabacos. Considero que fue en 1894, cuando muchos emigrados cubanos se retiraron de ese lugar, tras un arduo clima de huelgas. Muchos se establecen en un pequeño pueblo que se está fundando en esa fecha al oeste de Ocala, al que nombraron Martí City, del que hablaremos en una próxima entrega de esta columna. En el Acta de Constitución de esa ciudad de cubanos aparecen los nombres de un grupo de vecinos,  entre los que está su nombre, siendo uno de los más eficaces en la labor del Partido Revolucionario Cubano en ese lugar.
Tampoco puedo precisar el momento en que Castellanos se radica en Tampa. Tengo copia de una carta suya a Tomás Estrada Palma, de febrero de 1898, donde se prueba que está viviendo en esta ciudad, pero seguramente su mudanza había ocurrido muchos meses atrás, pues las heladas de fines de 1895 resultaron tan dañinas en Ocala que las  fábricas de tabaco empezaron a trasladarse a Tampa y otros lugares.
En los años finales de la Guerra de Independencia en Cuba y cuando Tampa era el centro de apoyo más importante desde el exterior,  Gerardo Castellanos era un hombre con algo más de cincuenta años que tenía un pequeño negocio de venta de tabacos en la calle Franklin, entonces con el número 1011, a donde llegaba cada líder de la causa cubana que pasaba por la ciudad. Ese lugar, al que llamaban La Cueva del Gato Prieto, fue un hervidero de ideas y acción independentista y, por qué no, un grato espacio donde brindar por los sueños de una república libre, trabajadora y próspera, en el camino a la modernidad.
Hay una sentida frase de Fernando Figueredo, cuando al terminar la guerra en 1898 decide regresar a Cuba: “Gerardo, me voy y te dejo en tu Cueva del Gato Prieto”. Es que Castellanos no estuvo entre los primeros en correr a tomar un vapor en Port Tampa, pues tenía  la responsabilidad de ordenar el destino de miles de cubanos que ansiaban volver a la patria. En septiembre de 1899, organizó el regreso a Cuba de cien personas, a quienes los fondos del declinante Partido Revolucionario Cubano les pudo costear el pasaje. Pero él no pudo volver a su país hasta 1902, cuando ya se había constituído la República.
El 16 de abril de 1923, en vísperas de cumplir 80 años, murió en Guanabacoa Gerardo Castellanos Leonard,  el patriota cubano que alcanzó el grado de Comandante en la Guerra de los Diez Años, el hombre valiente de la misión a Cuba a petición de José Martí, el héroe americano que vivió en West Tampa y en su Cueva del Gato Prieto, soñó y luchó por un mundo mejor.

viernes, 21 de agosto de 2015

El recuerdo de una habitación (cuento)

Por Gabriel Cartaya

El hombre es el recuerdo de una habitación, dijo el doctor Carlo Fell y en una tarde abundante de ron, me pareció mejor que lo del bípedo implume del griego, porque la ubicación en el ascenso biológico fue remitida a la compleja combinación cerebro-corazón, donde no puede caber gato por liebre si a cualquier sofista le da por presentar un ave encuero, con la ocurrencia de que es ese el hombre de Platón.
Intenté atrapar la abstracción por los rumbos abiertos del filosofar y quién sabe cuánto párrafo habríamos armado, si al canto no hubiera estado el professor Valentín Gutiérrez, quien preguntó: Dígame, Doctor, ¿usted no estará sobredimensionando la experiencia de un cuarto?
  La interrogante dio en el clavo. ¿Era su  secreto lo que quería contar el doctor Carlo Fell? ¿O la circunstancia lo atrapó al descubierto, creándole, por primera vez,  la atmósfera donde destapar una viva añoranza? Se quedó pensativo, como desembrujando una figuración. Entonces, aquietando el último tabú, dijo en voz baja: de todos modos, la santa ya está en el cielo, con lo que cobró aliento para contarlo:
  Su nombre era Gregaria, pero me alcanzaron dos sílabas –Grega- para dejarla en la memoria. Llegó a Manzanillo con treinta y un años de estreno, en una de las primaveras más milagrosas del milenio. Tal vez, por eso,  en muchas tardes aparece hasta en el fondo del vaso de agua. Nada es mejor, para una conquista de mujer, que un aguacero largo. Ese día  iba caminando bajo la lluvia cuando la vi. Ella apenas se había lloviznado, porque el apretón de agua la encontró en un atrio vacío. Parecía una gacela acorralada, con el cuello estirado y la mirada temerosa. Salté a su lado, con las palabras ¡qué aguacero!, en el lugar donde tenía ¡qué mujer!
Pablo Picasso. Femme Assise (Jacqueline)
  Tres horas después, cuando la lluvia de palabras había sobrevivido a la del agua y me sabía una parte de su vida, caminábamos por la acera mojada, yo ansioso,  nerviosa ella,  a la habitación 322 del Hotel Casa Blanca. Llevo tres días  hospedada, dijo, con el argumento de estar cerrando la compra de una casa en la ciudad. Desde el zaguán traía su nombre, Gregaria todavía, resbalándolo en su estatura mediana, delgada, en la piel arisblanca, en los ojos de mar y el pelo largo tendido a una cuarta de las nalgas redondas, dibujadas hasta la adivinación detrás de la tela negra del vestido; las piernas lisas, sin baches hacia la redondez de los muslos, la curva de las caderas, los entrantes del pubis, los senos de punta detenidos apenas por la tiranía del ajustador, la boca grande, toda Gregaria, fuí envolviéndola de palabras, mirada, deseos, mientras ella abría más pedazos de su camino: que venía de la costa, por la orilla del mar, donde diez años atrás se había casado con amor; que el flechazo tuvo la fuerza de desviarle el rumbo a una escuela normalista donde habría cumplido el sueño infantil de hacerse maestra. Fue más brusco –dijo- que el descarrilamiento de un tren. Pero tal vez yo iba fijándome más en la horma jugosa de su boca que en el sentido de las palabras, porque quedé en la superficie: locuras de juventud, dije. Sí, pero me volvería a descarrilar, contestó, atajándome, cuando ya estábamos en la escalera del hotel.
  El desenfado con que cerró la puerta de la habitación no supe acoplarlo con la confesión aún caliente: en mi alma ha existido un solo hombre, que pudo engarbullarse con artimañas de mujer, si no le hubiera descorrido un desenlace inusual: y lo traigo conmigo. Para no herir con un simulacro de agudeza, dejé a flor de labios la ocurrencia: uno en tu alma, pero ¿y en tu cuerpo?  Es que no la conocía aún y la evaluaba con el machismo de la tierra, por la prueba de alcanzarme un aguacero –largo, verdad- para rendirla. La parte final de la confesión me resultó más inquietante que lo de un solo hombre, porque en ese instante me era igual ser segundo, sexto o vigésimo, cuando lo perentorio era empezar a ser. Pero en lo de traerlo consigo flotaba un peligro definible,  pues todavía la infidelidad se espantaba despalmando un machete cerca de los oídos que debían oir. Desmandé, al vuelo,  mi deje natural a lo hipotético: lo había traído a la ciudad y aprovechando una ausencia temporal, me colaba en el lecho. Alea jacta est, me animé y ya iba a aflojar el pantalón cuando me cerró el impulso, abrió la puerta del balcón y respirando un chorro de aire húmedo exclamó:  Dios sabe cuánto lo quise. Levanté la hipótesis errada y permanecí acechante, mirándola embelesada, con sus ojos no atentos a la tarde en fuga, ni a los míos buscándola, sino a la mesa del cuarto donde tenía  un neceser cuadrangular y un búcaro lleno de príncipes negros, salidos del botón al despuntar el día. Bloqueándola con los ojos, armé la siguiente conjetura: el lo traigo conmigo anulaba la asistencia física de aquel, trasladando su presencia al espacio del alma.  Esto contribuía a liberarla del don implícito en el lo traigo, lo que implicaba, en la hipótesis desmontada, la predisposición adultérica. Disipado el riesgo de los triángulos, respiré hondo, alabando el campo abierto a poseerla, sin contingencias dañadoras cuando nos desmandáramos a la cama, donde nos metimos al anochecer.
  Ningún ser nacido ha conseguido las palabras exactas para calificar el tempo de la dicha. La del hombre total, el sujeto definido en el recuerdo de una habitación. Hombre en genérico, o mejor, en simbiosis, en ser uno de dos, hombre y mujer. La summa alegórica se da en el acoplamiento, en los espasmos de la penetración, en la confusion verbal por la posesión del sexo intercambiado.  Yo no podría contar la sensación de verla desnudarse con mis manos, perdiéndonos en la boca del cielo, ovillada a mi cuerpo de cargarla y tenderla en el reino de la sábana blanca, abierta en pétalos para mí. Todos los nervios, sangre, músculos, células y poros de los entrantes y salientes de los cuerpos sumados, engarzados en el delirio de venirse arriba, de venirse abajo,  con las palabras, escalofríos, temblores, suspiros, mordedura, mugidos,  torcedura, ternezas y estiramientos del derramamiento desbravador.
  Cuando la respiración volvió a su lugar, percibí el primer ataque de ese embrujo inapresable que se llama amor. Lo adiviné cuando las yemas de mis dedos marcaron la ruta tibia de su espalda, antes de doblar las mágicas colinas hacia los bordes de la gruta humedecida, al asaltarme la duda de la absolutez de posesión. ¿Será únicamente mía? ¿Alguien más de este mundo podría verla desnuda, como yo la estaba admirando? Sin cachazas para el recelo,  desamarré el nudo de la garganta: ¿Por qué me dijiste, Grega, que al hombre de tu vida lo traes contigo? Me miró compasiva y apretó los ojos con la punta de los dedos, como exorcizando una vision de espíritus en la madrugada. Miró hacia la mesa de noche en penumbras, donde un rayo de luna bailaba levemente, semejando el capricho de una forma humana en la tapa del neceser. Entoces dijo, muy despacio: ¿Ves esa caja sobre la mesa, forrada de lona gris? Es mi marido. Murió hace cinco años y no quise dejarlo en el cementerio de allá. Y como al fin presiento que no me iré nunca de esta ciudad, en cuanto amanezca lo llevo al Campo Santo, donde podrá descansar en paz.
(De mi libro De Ceca en Meca. Editorial Betania, Madrid, 2010).

viernes, 19 de junio de 2015

En el Día de los Padres

Por Gabriel Cartaya

En homenaje al Día de los Padres, tomo de mi libro De ceca en meca un cuento que escribí al día siguiente en que uno de mis grandes amigos, Juan Valentín Gutiérrez, perdió al suyo. Después de compartir durante años con ambos, en la casa niquereña donde siempre se me acogió como a uno más de la familia, sentí la necesidad de desahogar la pena que nos dejaba la ida de Juan Gutiérrez, desde una ilusión que intenta  eternizar el encanto de la niñez con la felicidad del amor paternal.
Cuando unos años más tarde se despidió mi padre de la vida, al borde de cumplir un siglo con toda la lucidez, su mirada profunda de iluminarme la reencontré –la encuentro– en la ternura cándida de esa edad, cuando la imaginación tiene la capacidad inmensa de desconocer  la muerte, para que, como en “El último escondrijo”, nos acompañen siempre los seres que amamos.

Último escondrijo
                                                                                      A Valentín Gutiérrez             

Estaba amaneciendo y yo estaba allí, por primera vez desamparado, sin entender por qué las personas mayores no se iban a dormir en una noche tan larga. En algún momento de la madrugada me aparté de los míos, nunca tan cabizbajos, para jugar otra vez al escondido con mi papá. Con él no tengo suerte en el escondrijo, porque siempre me encuentra por el olor. Aunque a él no le va mejor, pues le descubro en media vuelta la carcajada larga, una risa explayada que le sale del alma desde que yo nací. ¿Y qué ha pasado esta noche, que no se quiere reír? ¿O anda escondido muy lejos?
Primero lo voy buscando por el cuarto, que huele a él y a mi mamá. Todo en la estancia es él, pero nada como la cama, hoyada al medio desde mis vueltas a carnero  –dicen–, pero yo sé que es de ellos estarse  pegaditos cincuenta y cinco años. Abro el escaparate y sospecho que no debe andar lejos, porque toda su ropa está en el mismo lugar. Corro al segundo cuarto y nada. Entonces oigo sus pasos en el patio y me precipito, ¡mírate ahí, papá!, pero la imagen flota detrás de la mata de mangos y se me escapa entre las hojas verdes. Quiero seguirle el rastro cuando las pisadas se hacen etéreas y se me aguan los ojos por una jugarreta que me pierde.
Después, mientras los mayores siguen sin entender, lo voy buscando por la mar cercana, que es un pez nadando. Con la evasión, nos hemos separado demasiado, o quién sabe si estaremos perdidos los dos. Por eso voy chiflando por la orilla, a que salte rapidito a encontrarme. Como no sale a dar conmigo, se me ocurre una bellacada: simulo estar vomitando para asustarlo, como aquella vez del trago de aguardiente, con el que quiso enseñar a los amigos la hombría adelantada de su primogénito. Pero las olas callan, las uva caletas están inmóviles, entre las rocas no hay señales y los acantilados no me cantan su voz.
¿Es que se iría a emborrachar?  Él antes no tomaba y trabajaba, de bigornia a chaveta, para que yo siempre tuviera zapatos nuevos. Un día le dio por jubilarse, porque tenía los años y necesitaba todo el tiempo para los cuentos que nos guardaba. ¿Pero dónde te has metido, papá, que no te encuentro? ¿O dónde me he perdido yo, que no me hayas? ¿Tú no me oyes, viejo? Detrás de los asientos no estás agachado, como antes, para desternillarte de la risa cuando yo grito un ¡te encontré! Tampoco te acierto aparruchado entre la puerta y la pared, aplaudiendo con la felicidad de los ojos mi felicidad de abrazarte.
Entonces paso callado por el arca gris, sin mirar hacia el pequeño rectángulo de cristal, rodeado de flores rojas, donde no debes esconderte. Mejor toco en mi pecho sobresaltado, con la misma ansiedad de golpear en la puerta de casa cuando he llegado tarde. Y apareces, papá, donde siempre vas a estar, sonriente, amoroso, juguetón.