lunes, 24 de febrero de 2020

Entrevista a Nelson Gudín, comediante, poeta y escritor cubano


El poeta, escritor y comediante cubano Nelson Gudín nos visita en Tampa esta semana.  Tuvo el gesto de llegar hasta La Gaceta, donde hemos podido conversar con amplitud. Prácticamente todos los cubanos lo conocen por sus programas humorísticos en la television isleña, extendidos al mundo a través de Youtube y las modernas redes sociales. Muchos lo consideran uno de los mejores comediantes del  país, por la naturalidad, agudeza  y gracia con que ex- presa, casi con la inocencia campestre que proviene de sus orígenes, los problemas más complejos de la sociedad en que vive. Comienzo preguntándole por el seudónimo artístico con que hoy todos le conocen.
     Hoy la gente conoce más al Bacán de la vida que a Nelson Gudín.  ¿Qué te inspiró a elegir el nombre que más te identifica como  comediante?
En La Gaceta, Tampa. Foto de David Morales 
     No elegí el nombre, fue impuesto por el público. En mi pueblo existe la costumbre de apodar a ciertos personajes pintorescos: locos, borrachos consuetudinarios, mentirosos, cornudos, políticos, etc. Así se va insertando uno en el imaginario popular. Lo bueno de que un apelativo lo cree un grupo de personas, así, de forma espontánea, es porque han advertido en ti, instintivamente, un sello de autenticidad. Si eres igual a los demás, pasas inadvertido.
     Antes del  Bacán de la vida, ¿quién era Nelson Gudín?
     Un niño de campo lleno fantasías; había pocos niños en Durán: una aldea retirada de la Sierra Maestra, sin electricidad en aquel entonces. Después un adolescente común en Sevilla arriba: otra comunidad campesina hacia donde se fueron a vivir mis padres, con una vida social un poco más activa. Nada importante que contar. Y por último Bayamo. Allí fui con 14 años a estudiar, y tuve mi primer vínculo con la ciudad. Sin embargo, no podía desprenderme de ese aire retraído que todavía me acompaña. Por las características del trabajo que ejerzo, siempre me ha tocado enfrentarme a la soledad. Ando de pueblo en pueblo, en ciudades ajenas. Desde joven vivo como un extranjero, incluso en mi propio país. Bayamo, Camagüey, Sancti Spíritus, La Habana, Miami, etc.
     Durante los tiempos duros del llamado período especial en Cuba, tú andabas con tus proyectos literarios y teatreros itinerantes de la región oriental del país. ¿Qué fue lo más difícil para quienes intentaban hacer arte en aquellas condiciones?
     Lo más difícil fue salvarse. Y no hablo de la salvación física. Hablo de salvarse de los instintos más primarios que son los que afloran y, a veces, vencen. ¿Quién salva a Nelson Gudín Benítez? El poeta, el narrador, el hombre lleno de preocupaciones, de cuestionamientos éticos, filosóficos, políticos, morales... Me salvaron los libros, los míos y los de otros.
     El humor ha jugado un papel crítico con el poder político establecido en todos los regímenes, desde la antigüedad hasta hoy. Desde el entretenimiento, ha contribuido al pensamiento y mejoramiento de la sociedad en que actúa. ¿Cómo ves tu trabajo desde esta perspectiva?
     Siempre he tenido muy claro, como escritor y como humorista, que somos seres históricos y que la historia la mueven los políticos. Entonces, somos entes políticos. Yo cumplo con reflejar mi tiempo: sus contradicciones, sus ilusiones, frustraciones, aciertos. Y el futuro me va a juzgar por eso. Las culpas de nuestro mundo, de nuestra época, no la tendrán los cómicos, ni los pintores, ni los cantores. No me preocupa lo que puedan pensar los contemporáneos sobre mi papel o roll como artista. No me preocupan los críticos ni los poderes.
     En las últimas dos décadas, tu trabajo en la televisión cubana te ha convertido en una figura pública. ¿Qué espacios televisivos te han producido mayores satisfacciones?
     Todos,  los de Cuba y los de Miami. Asumo el trabajo con la mayor disciplina, respetando las políticas editoriales de los espacios para los que he tenido la oportunidad trabajar.
     ¿Qué papel has jugado en el Festival Nacional de Humor Aquelarre?
     He sido jurado en múltiples ediciones y también he participado como concursante.
También eres poeta y escritor. Háblame de tu obra literaria, tal vez menos conocida que tu labor de comediante.
     Mi literatura es mi vida. Yo soy lo que está en mis libros. Mis personajes humorísticos responden a una intención más inmediata de trasmitir una idea, o mover (con gracia) el pensamiento hacia ciertas zonas que la política deja al margen; pero mi literatura es una dimensión más elaborada de mis preocupaciones humanas. Hago poesía, narrativa, literatura para niños. Y he tenido la suerte de publicar algunas de mis obras.
     Sigues viviendo en Cuba, pero en Estados Unidos  te has creado también un público, esencialmente de origen cubano. ¿Qué significan para ti los viajes a Miami, Tampa y otras ciudades estadounidenses?.
     Tal vez deba responder con palabras del Maestro: “ Yo vengo de todas partes y hacia todas partes voy”. En Miami, y en los Estados Unidos en general, está la comunidad cubana más numerosa en el extranjero. Hay amigos, familiares, colegas. Yo disfruto mucho siempre que vengo, porque la gente me trata con mucho cariño y respeto. Y hablamos de literatura, de política, de los vivos y los muertos, de chismes de acá y allá. Siempre es una gran fiesta mi estancia en Houston, en Tampa, en Miami. Y también una guerra, porque no voy a todos los lugares que quisiera.
     ¿Qué otra experiencia internacional tienes?
     Aunque hay cubanos hasta en Singapur o Chipre, no he viajado mucho. Creo que los productores deberían explotar más esa ventaja que tenemos los cubanos de estar regados por medio mundo y crear una plataforma que nos permita llegar a la mayor cantidad de comunidades. He viajado poco, sólo a EE.UU., Dominicana y Venezuela. En los próximos meses tengo presentaciones en España e Italia y de seguro alguien se envalentona y me pide llegar a otras partes de Europa.
    ¿Qué piensas de las llamadas dos orillas de la cubanidad actual?
    ¿Dos orillas? Eso es un invento, una guerrita entre dos poderes, una conveniencia política, un negocio. Cubano es uno solo y no lo define nadie por ideología, raza, preferencia sexual o religiosa. La cubanidad está en los gestos, los hábitos, hay mucha historia desde que un español se revolcó con una aborigen, o una esclava, y hasta con su propia esposa y le nació el chama con carita de jodedor, para que venga alguien a hablar de orillas. Los más ilustres cubanos de la colonia vivieron y se formaron en Europa; después, en los Estados Unidos y más tarde, hasta en Rusia. ¿Y quién los cuestiona? Cuba lo que tiene es costas, no orillas.



jueves, 13 de febrero de 2020

El recuerdo de una habitación (cuento)

  El hombre es el recuerdo de una habitación, dijo el doctor Carlo Fell y en una tarde de ron palabrero me pareció mejor que lo del bípedo implume del griego, porque la ubicación en el ascenso biológico fue remitida a la compleja combinación cerebro-corazón, donde no puede caber gato por liebre si un sofista te muestra un pájaro encuero, con la ocurrencia de que ese es el hombre de Platón. Yo, atrapando el concepto, intenté despejar la abstracción abriendo rumbos al filosofar y dios sabe cuántas tesis etílicas habríamos armado, si al canto no hubiera estado el profesor Valentín Gutiérrez. Pero estaba allí, decidor, con su alegría contaminante y más que al tratadismo, se inclinó a la confirmación existencial. Dígame, doctor, ¿usted tiene una prueba para tan atrevida sentencia?, ¿no estará sobredimensionando la experiencia de un cuarto?
  La interrogante dio en el clavo. ¿Era su secreto lo que quería contar el doctor Carlo Fell?, ¿o la circunstancia lo atrapó al descubierto, creándole por primera vez la atmósfera de destapar un viejo recuerdo? Porque quedó pensativo, como desembrujando la aparición más sobrecogedora de un sueño que despertaba en la realidad. Y todavía, por la agudeza con que aquietó algún tabú, al decir en voz baja: de todos modos, la santa ya está en el cielo. Entonces cobró fuerzas para contarlo.
  Su nombre era Gregoria. Llegó a Manzanillo con treinta y un años de estreno, en una de las primaveras más milagrosas del milenio. Tal vez, por eso,  en muchas tardes aparece hasta en el agua de tomar. Nada es mejor, para una conquista de mujer, que un aguacero prolongado. Yo me echaba a la lluvia desde que reventaba la primera nube y ese día habría seguido hasta la última gota, si mis ojos no se hubieran encandilado con el relámpago de aquella diosa. Ella apenas se había humedecido, porque el cántaro de agua la encontró en un atrio vacío. Parecía una gacela acorralada, con el cuello estirado y la mirada temerosa, pidiéndole al cielo que escampara.  Salté a su lado, con las palabras ¡qué aguacero!, en el lugar donde albergaba ¡qué mujer!
“La tormenta” (1880). Pierre Auguste Cot
  Tres horas después, cuando la lluvia de palabras había sobrevivido a la del agua y  sabía una parte de su vida, caminamos, salpicándonos en los charcos de la calle, yo ansioso, nerviosa ella, a la habitación 322 del hotel Casa Blanca. Llevo tres días hospedada, dijo, con el argumento de estar cerrando la compra de una casa en la ciudad. Desde el zaguán, yo venía admirándola, deteniéndome en su estatura mediana, delgada, en la piel arisblanca, en los ojos de mar y el pelo largo tendido a pocos centímetros de las nalgas redondas, dibujadas hasta la adivinación detrás de la tela negra del vestido; en la redondez de los muslos, las curvas del pubis, los senos de punta detenidos por el sujetador, la boca grande, toda Gregoria, que fui envolviendo de palabras, miradas, ganas,  mientras ella abría más pedazos de su camino:  que venía de la costa,  por la orilla del mar, donde diez años atrás se había casado con amor; que el flechazo de entonces tuvo la fuerza de desviarle la vocación, renunciando a una escuela normalista donde se  habría hecho maestra. Pero yo, más que en el sentido de las palabras iba fijándome en la horma jugosa de su boca, cuando ella  atajó mi primer impulso en la escalera hacia la habitación.
  El desenfado con que cerró la puerta no supe acoplarlo con la confesión aún caliente: en mi alma ha existido un solo hombre y lo traigo conmigo. Contuve la agudeza ¿y en tu cuerpo?, pues la evaluaba con el machismo de la tierra, por alcanzarme un aguacero  –largo, verdad– para rendirla. El final de la confesión resultó más inquietante, pues en lo de traerlo consigo flotaba un peligro inminente, cuando el adulterio se espantaba a machetazos. Desmandé, al vuelo, mi deje natural a lo hipotético: lo había traído a la ciudad y aprovechando una ausencia temporal, me colaba en el lecho.  Alea jacta est, me animé y ya iba a aflojar el pantalón, por la espina del poco tiempo, cuando cerró mi gesto y abrió, sin miedos, la ventana del balcón, respirando un chorro de aire húmedo, con cuya fuerza dijo: Dios sabe cuánto lo quise. Levanté la hipótesis errada y permanecí acechante, mirándola embelesada, con sus ojos no atentos a la tarde en fuga, ni a mis ojos buscándola,  sino a la mesa del cuarto donde tenía un neceser cuadrangular y un búcaro de príncipes negros.
  Bloqueándola con la mirada,  armé la segunda conjetura:  lo traigo conmigo remitía su presencia al espacio del alma, con lo que quedaba  desechado el posible adulterio. Disipado el riesgo de los triángulos, respiré hondo, alabando el campo abierto a la posesión, sin peligros cuando nos perdiéramos en la cama, donde llegamos con la luz del anochecer.
  Ningún ser nacido ha definido las palabras exactas que definen el tempo feliz. Fue aquella habitación,  el summun  del acoplamiento, el espasmo de la penetración, el intercambio de la posesión. No voy a  contar la sensación de verla desnudarse con mis manos, perdiéndonos en la boca del cielo, ovillada a mi cuerpo al tenderla en el reino de la sábana blanca. Todos los nervios, sangre, músculos, células y poros de los cuerpos sumados, hechos órgano penetrante y penetrado, engarzados en el delirio de venirse arriba, de venirse abajo, con las palabras, escalofríos, temblores, suspiros, mordeduras, mugidos, torcedura, ternezas y estiramientos del derramamiento desbravador.
  Cuando la respiración volvió a su lugar, percibí el primer ataque de ese brujo inapresable que se llama amor. Lo adiviné cuando las yemas de mis dedos rebasaron la ruta tibia de su espalda, queriéndola absolutamente para mí. ¿Será únicamente mía?  ¿Alguien más podría dibujarla? Sin cachazas para la duda, desaté el nudo de la garganta: ¿Por que dijiste, amor, que al hombre de tu vida lo traes contigo? Me miró compasiva,  se oprimió los ojos con la punta de los dedos, como exorcizando la visión de un espíritu en la madrugada. Entonces los fijó otra vez en la mesita del cuarto, donde un rayo de luna semejaba el capricho de una forma humana en la tapa del neceser. Entonces dijo, muy despacio: ¿Ves ese cofre sobre la mesa, forrado de tela gris?  Es mi marido. Murió hace tres años y no quise dejarlo en el cementerio de allá. Y, como al fin presiento que no me iré de esta ciudad, en cuanto amanezca lo llevo al Campo Santo, a que descanse en paz.
  *Tomado de mi libro De ceca en meca. Editorial Betania, Madrid, España, 2010. Si desea obtener un ejemplar, puede conectarse con el autor (gcartaya@lagacetanewspaper.com).