viernes, 21 de agosto de 2015

El recuerdo de una habitación (cuento)

Por Gabriel Cartaya

El hombre es el recuerdo de una habitación, dijo el doctor Carlo Fell y en una tarde abundante de ron, me pareció mejor que lo del bípedo implume del griego, porque la ubicación en el ascenso biológico fue remitida a la compleja combinación cerebro-corazón, donde no puede caber gato por liebre si a cualquier sofista le da por presentar un ave encuero, con la ocurrencia de que es ese el hombre de Platón.
Intenté atrapar la abstracción por los rumbos abiertos del filosofar y quién sabe cuánto párrafo habríamos armado, si al canto no hubiera estado el professor Valentín Gutiérrez, quien preguntó: Dígame, Doctor, ¿usted no estará sobredimensionando la experiencia de un cuarto?
  La interrogante dio en el clavo. ¿Era su  secreto lo que quería contar el doctor Carlo Fell? ¿O la circunstancia lo atrapó al descubierto, creándole, por primera vez,  la atmósfera donde destapar una viva añoranza? Se quedó pensativo, como desembrujando una figuración. Entonces, aquietando el último tabú, dijo en voz baja: de todos modos, la santa ya está en el cielo, con lo que cobró aliento para contarlo:
  Su nombre era Gregaria, pero me alcanzaron dos sílabas –Grega- para dejarla en la memoria. Llegó a Manzanillo con treinta y un años de estreno, en una de las primaveras más milagrosas del milenio. Tal vez, por eso,  en muchas tardes aparece hasta en el fondo del vaso de agua. Nada es mejor, para una conquista de mujer, que un aguacero largo. Ese día  iba caminando bajo la lluvia cuando la vi. Ella apenas se había lloviznado, porque el apretón de agua la encontró en un atrio vacío. Parecía una gacela acorralada, con el cuello estirado y la mirada temerosa. Salté a su lado, con las palabras ¡qué aguacero!, en el lugar donde tenía ¡qué mujer!
Pablo Picasso. Femme Assise (Jacqueline)
  Tres horas después, cuando la lluvia de palabras había sobrevivido a la del agua y me sabía una parte de su vida, caminábamos por la acera mojada, yo ansioso,  nerviosa ella,  a la habitación 322 del Hotel Casa Blanca. Llevo tres días  hospedada, dijo, con el argumento de estar cerrando la compra de una casa en la ciudad. Desde el zaguán traía su nombre, Gregaria todavía, resbalándolo en su estatura mediana, delgada, en la piel arisblanca, en los ojos de mar y el pelo largo tendido a una cuarta de las nalgas redondas, dibujadas hasta la adivinación detrás de la tela negra del vestido; las piernas lisas, sin baches hacia la redondez de los muslos, la curva de las caderas, los entrantes del pubis, los senos de punta detenidos apenas por la tiranía del ajustador, la boca grande, toda Gregaria, fuí envolviéndola de palabras, mirada, deseos, mientras ella abría más pedazos de su camino: que venía de la costa, por la orilla del mar, donde diez años atrás se había casado con amor; que el flechazo tuvo la fuerza de desviarle el rumbo a una escuela normalista donde habría cumplido el sueño infantil de hacerse maestra. Fue más brusco –dijo- que el descarrilamiento de un tren. Pero tal vez yo iba fijándome más en la horma jugosa de su boca que en el sentido de las palabras, porque quedé en la superficie: locuras de juventud, dije. Sí, pero me volvería a descarrilar, contestó, atajándome, cuando ya estábamos en la escalera del hotel.
  El desenfado con que cerró la puerta de la habitación no supe acoplarlo con la confesión aún caliente: en mi alma ha existido un solo hombre, que pudo engarbullarse con artimañas de mujer, si no le hubiera descorrido un desenlace inusual: y lo traigo conmigo. Para no herir con un simulacro de agudeza, dejé a flor de labios la ocurrencia: uno en tu alma, pero ¿y en tu cuerpo?  Es que no la conocía aún y la evaluaba con el machismo de la tierra, por la prueba de alcanzarme un aguacero –largo, verdad- para rendirla. La parte final de la confesión me resultó más inquietante que lo de un solo hombre, porque en ese instante me era igual ser segundo, sexto o vigésimo, cuando lo perentorio era empezar a ser. Pero en lo de traerlo consigo flotaba un peligro definible,  pues todavía la infidelidad se espantaba despalmando un machete cerca de los oídos que debían oir. Desmandé, al vuelo,  mi deje natural a lo hipotético: lo había traído a la ciudad y aprovechando una ausencia temporal, me colaba en el lecho. Alea jacta est, me animé y ya iba a aflojar el pantalón cuando me cerró el impulso, abrió la puerta del balcón y respirando un chorro de aire húmedo exclamó:  Dios sabe cuánto lo quise. Levanté la hipótesis errada y permanecí acechante, mirándola embelesada, con sus ojos no atentos a la tarde en fuga, ni a los míos buscándola, sino a la mesa del cuarto donde tenía  un neceser cuadrangular y un búcaro lleno de príncipes negros, salidos del botón al despuntar el día. Bloqueándola con los ojos, armé la siguiente conjetura: el lo traigo conmigo anulaba la asistencia física de aquel, trasladando su presencia al espacio del alma.  Esto contribuía a liberarla del don implícito en el lo traigo, lo que implicaba, en la hipótesis desmontada, la predisposición adultérica. Disipado el riesgo de los triángulos, respiré hondo, alabando el campo abierto a poseerla, sin contingencias dañadoras cuando nos desmandáramos a la cama, donde nos metimos al anochecer.
  Ningún ser nacido ha conseguido las palabras exactas para calificar el tempo de la dicha. La del hombre total, el sujeto definido en el recuerdo de una habitación. Hombre en genérico, o mejor, en simbiosis, en ser uno de dos, hombre y mujer. La summa alegórica se da en el acoplamiento, en los espasmos de la penetración, en la confusion verbal por la posesión del sexo intercambiado.  Yo no podría contar la sensación de verla desnudarse con mis manos, perdiéndonos en la boca del cielo, ovillada a mi cuerpo de cargarla y tenderla en el reino de la sábana blanca, abierta en pétalos para mí. Todos los nervios, sangre, músculos, células y poros de los entrantes y salientes de los cuerpos sumados, engarzados en el delirio de venirse arriba, de venirse abajo,  con las palabras, escalofríos, temblores, suspiros, mordedura, mugidos,  torcedura, ternezas y estiramientos del derramamiento desbravador.
  Cuando la respiración volvió a su lugar, percibí el primer ataque de ese embrujo inapresable que se llama amor. Lo adiviné cuando las yemas de mis dedos marcaron la ruta tibia de su espalda, antes de doblar las mágicas colinas hacia los bordes de la gruta humedecida, al asaltarme la duda de la absolutez de posesión. ¿Será únicamente mía? ¿Alguien más de este mundo podría verla desnuda, como yo la estaba admirando? Sin cachazas para el recelo,  desamarré el nudo de la garganta: ¿Por qué me dijiste, Grega, que al hombre de tu vida lo traes contigo? Me miró compasiva y apretó los ojos con la punta de los dedos, como exorcizando una vision de espíritus en la madrugada. Miró hacia la mesa de noche en penumbras, donde un rayo de luna bailaba levemente, semejando el capricho de una forma humana en la tapa del neceser. Entoces dijo, muy despacio: ¿Ves esa caja sobre la mesa, forrada de lona gris? Es mi marido. Murió hace cinco años y no quise dejarlo en el cementerio de allá. Y como al fin presiento que no me iré nunca de esta ciudad, en cuanto amanezca lo llevo al Campo Santo, donde podrá descansar en paz.
(De mi libro De Ceca en Meca. Editorial Betania, Madrid, 2010).