viernes, 10 de junio de 2022

 Amor y memoria en la descendencia de Vicente Martínez Ybor

Rafael Martínez Ybor tiene más de 90 años y, aunque nació en Cuba en 1929, ha vivido en la ciudad de Tampa la mayor parte de su larga y fecunda vida. Entre sus muchas satisfacciones cuenta la de estar acompañado por Cecilia, la mujer a la que hizo su esposa hace más de sesenta años y cuida en la vejez como si fuera una niña. Pero hay un regocijo legítimo que se le adivina en el rostro cuando camina por Ybor City y es el de saberse biznieto del fundador que dio nombre a este histórico pueblo.

Cuando Rafael habla sobre Vicente Martínez Ybor, lo hace con el orgullo y sencillez de quien atesora la grandeza de su antepasado, se ocupa de esclarecer detalles de su biografía, cuida de su tumba en el cementerio Oaklawn, venera su repetida imagen en sitios de la ciudad y asiste a eventos donde, al llegar, se le saluda con el respeto y cariño que ha ganado por sí mismo y como fiel continuador del legado glorioso de su bisabuelo.

Las veces que he conversado con Rafael, de cuya amistad me enorgullezco, he apreciado que la veneración que siente por su antecesor no es sólo porque fuera un fundador del pueblo que lleva su apellido, sino también porque quien diera fama mundial a la firma de tabacos El Príncipe de Gales fue generoso con sus miles de trabajadores, a quienes regaló su primera edificación en la ciudad (7.ª Ave. y Calle 13), para que tuvieran un lugar de recreación. Que allí naciera el Liceo Cubano, donde José Martí pronunciara dos de sus más grandes discursos, son sólo hermosas ramificaciones de un gesto que relaciona a los dos grandes hombres.  

Así como al bisabuelo Vicente, a Rafael también le gusta recordar a su bisabuela Mercedes de las Revillas, una ejemplar mujer que contribuyó a la independencia de Cuba. De ella vino al mundo su abuelo, cuyo nombre llevó su padre y él también heredó. 

Justamente, el impulso para estas líneas está vinculado a Rafael Martínez Ybor de las Revillas, porque su nieto, al escribirme la semana pasada, tuvo el hermoso gesto de compartir conmigo una poesía, con una preciosa caligrafía, que su abuelo escribió en 1895.  Entonces, aún vivía Vicente Martínez Ybor y, seguramente, debió emocionarse con aquellos versos de su último hijo, que apenas tenía 16 años.

Rafael, el abuelo, es también un rostro sobresaliente en la memoria de Ybor City. Llegó con sus padres y hermanos en 1886, cuando apenas tenía seis o siete años. Jugó en las calles del pueblo recién fundado cuando aún eran de tierra, aprendió a leer y escribir, oyó hablar a los expedicionarios –muchas veces cenando en su casa–, en vísperas de partir para la guerra en Cuba. Y, quién sabe si es uno de esos niños que aparecen en la fotografía en cuyo centro está el Apóstol cubano, en la escalera de la fábrica de tabacos de su padre, cuando aquel sábado,18 de julio de 1891, Rafael tenía 12 años. 

Rafael Martínez Ybor de las Revillas, en 1941, cuando
era profesor en la Universidad de Tampa.


La poesía de Rafael, pletórica de amor hacia un abuelo que debió acariciar con especial ternura al último de sus hijos, fue escrita cuando Vicente había cumplido 77 años, edad en que la propensión a sentirse amado cobra una fuerza singular. Es perceptible en el poema el sentimiento de Rafael, escrito en cuartetas de versos octosílabos, a tono con el romance popular propio de fines del siglo XIX. Pero, esencialmente, fue oportuno expresarlo en esos versos, porque al año siguiente se apagó el querido rostro del anciano, cuando había cumplido su 78 aniversario.

     

                                           A mi padre

Escucha padre querido

Este mi pobre cantar

Que ante ti yo me he atrevido

Con cariño a presentar.

 

Recíbelo padre amado

Con dulce satisfacción

Pues aunque pobre ha brotado

De mi triste corazón.

 

En tu vasta y blanca frente

Se ve el sello del honor

Y en tu corazón ferviente

Reina tan solo el amor.

 

En tus ojos cual destellos

De luz yo veo relucir

Tu virtud y en tus cabellos

Canos, va el mal a morir.

 

Yo, tu hijo que orgulloso

De tu nombre siempre soy

Con semblante cariñoso

Cantándote amor estoy.

 

A mi lira que hoy se atreve

A cantarte, yo diré

Que mi cariño te lleve

Y pruebas de amor te de.

 

Y en el mundo cuando hondos

Desengaños yo hallaré

Por siempre, Padre, tu nombre

Con orgullo llevaré.

 

Y cuando un dolor profundo

Con crueldad mi alma taladre

Iré, despreciando el mundo,

A postrarme ante ti, Padre.

                             Marzo, 1895.


 Publicado en La Gaceta en 6.10.22




viernes, 3 de junio de 2022

Ya están llenas las playas de Clearwater

 Este fin de semana, alargado un día más por el feriado del Día de los Caídos, pude ver como miles de personas cubrían las arenas y aguas tranquilas de las playas de Clearwater, donde la transparencia del mar legitima el hermoso nombre del lugar. En el momento de llegar, se hizo difícil encontrar un espacio donde colocar la amplia sombrilla que debía cubrirnos del intenso sol con que el Caribe expande su luminosidad hacia el golfo de México.

Una vez descubierto el sitio ideal, al lado de dos pequeñas palmeras casi solitarias, colocamos en el centro del oasis a mi nieto Stanley Gabriel –de apenas tres meses y medio– para su bautizo de mar. Entonces, extendí la mirada a todo el rededor para (ad)mirar la diversidad humana que, sonriente y feliz, entraba, salía y volvía a entrar al agua, apartando la ola, la espuma blanca, saludando las vísperas del verano, como si todos quisieran recuperar los largos meses en que la pandemia del Covid-19 obstruyera el disfrute de esta dádiva natural.

Antes de agradecer a cuanto ser material y espiritual coadyuvara a frenar el azote del malévolo virus, se piensa en la razón del día feriado; en aquellos a quienes se le consagra un día especial para traerlos a la memoria, aun cuando no alcancemos a identificar el rostro y el nombre de los cientos de miles de personas que ofrendaron su vida en nombre de un ideal. Recordarlos con alegría, como la que se desborda en la playa, donde el sello familiar es el signo más visible en cada uno de los múltiples grupos que se juntan bajo una sombrilla o se unen para entrar y salir del agua, es la mejor manera de agradecer a quienes se inmolaron a favor de esta ventura.

Allí, oímos reiterarse el comentario que relaciona la explosión masiva a la playa con el fin del encierro sanitario que impidió, durante más de dos años, el disfrute no solamente de un espacio tan atractivo como el mar, sino también de toda manifestación social que reuniera un pequeño grupo de personas.

Y aunque este fin de semana observamos también los restaurantes llenos, las calles aledañas a la costa copiosamente transitadas –parece un carnaval de Manzanillo, dijo mi esposa– ninguna igualaba a la muchedumbre que vimos en la playa, tal vez porque el propio vestuario exclusivo de ese lugar, desprovisto de la indumentaria que oculta la realidad del siempre digno cuerpo humano, nos hace ser más nosotros mismos. A diferencia de las pasarelas, de los honorables estrados, o de los tronos monárquicos, en la playa basta un short, un bikini y hasta un llamado hilo dental para ocultar –a veces mínimamente– el cuerpo natural con que llegamos al mundo. Allí se aprecia, en vivo, lo que permiten las normas impuestas: se enseña lo que a dos cuadras se oculta, se exhibe alegremente lo que el pudor esconde unos minutos después, se admira con la naturalidad que se mira, sin que algún tabú estorbe el desinhibido vestuario. 

Por suerte, vivimos en una sociedad moderna  e inclusiva. Si antes los prejuicios raciales o culturales impusieron espacios separados para el disfrute de un espacio geográfico, hoy, y es lo que experimentamos  en Clearwater, un mosaico de colores humanos adornó el espacio que compartimos y donde, la tez negra, mulata, trigueña, blanca, como la diversidad de voces, cantos, costumbres, risas, saludos y abrazos, embellecen desde la diversidad un universo sin restricciones para el disfrute público.

Allí, como tantos alrededor, picamos frutas, ingerimos un bocadillo, conversamos, nos zambullimos en el agua, caminamos en la arena y, en nuestro caso, tuvimos el gozo de ver los piececillos del principito nuestro mojándose de mar, felices de familia y humanidad.