jueves, 16 de abril de 2020

Darnos la mano


La pandemia del Covid-19 nos ha caído encima tan inesperadamente y con tanta fuerza, que muchos hablan ya de un cambio del mundo a partir de esta época. Realmente, de un día para otro se interrumpieron milenarias costumbres y el ser social que somos, como nunca antes, se ha precipitado a un aislamiento que contradice la natural disposición a reunirnos a conversar, fiestar, ver deportes e, incluso, trabajar.
Alguien me contó que hace unos días, cuando instintivamente estiró la mano para saludar a un amigo en el mercado, éste retrocedió asustado unos  dos metros y sólo atinó a decir: Cuidado, no te acerques,  ¿cómo tú estás? En las redes sociales ha progresado un aviso nombrado ­#StopShakingHands, que en nuestro idioma significa “dejar de darse la mano”, pues sabemos que el peligroso virus puede compartirse con ese gesto de amistad.

También he leído en estos días varios artículos que intentan probar científicamente el peligro en que venimos incurriendo desde la antigüedad por la costumbre de estrecharnos la mano. En uno de ellos, procedente de la Universidad de Colorado, se afirma que en nuestras manos pueden asentarse un promedio de 3200 bacterias de unas 150 especies y quién sabe cuántas nos intercambiamos con ese hermoso saludo.
Nunca antes se habían publicado tantas sugerencias a abandonar este hábito, a tal extremo que algunos ya afirman que en el mundo ­postpandemia esta costumbre irá desapareciendo.
 Lo creo difícil, pues se trata de una reacción natural del ser humano en su relación con sus semejantes desde hace miles de años. En los jeroglíficos egipcios encontramos muestras de este gesto incluso entre los hombres y sus dioses. También hay diversas formas de este saludo entre los griegos y romanos de la época clásica. Se cree que en la Edad Media, de tanto oscurantismo, epidemias, asaltos y recogimiento social, el gesto se relacionó con el instinto de protección, pues al sostener la mano del otro podía evitarse que la utilizara para empuñar un arma. Un antropólogo mexicano me contó que ha encontrado esa misma reacción en comunidades actuales de su país. Pero no fue esa práctica quien le dio el sentido a la  costumbre que heredamos como una expresión de amistad.
 Aunque hay disímiles formas de saludarse en el mundo, según la diferentes culturas que lo habitan, darse la mano es una de las más difundidas. En ello, también se aprecian diferentes formas de practicarlo, con especificidades de género, rango  social,  edad, geografía, cultura. En Rusia las mujeres no acostumbran dar la  mano, pero los hombres son muy efusivos al hacerlo. Mientras en el Oriente Medio los apretones de mano son generalmente suaves, en Occidente –especialmente los latinos– se le imprime fuerza y movimiento a esa acción. Los coreanos, por su parte, sujetan con la mano izquierda el apretón que da la  derecha. En Liberia se concluye ese gesto con un choque de dedos.
El gesto cuenta, como toda expresión humana, con sus propias curiosidades, como el apretón de manos más largo de la historia, ocurrido en 2011 en Nueva Zelanda, que con treinta y tres horas y tres minutos alcanzó un récord Guinness. Detrás de esa misma marca, el inglés St. Albans dio la mano a diecinueve mil quinientas personas, una tras otra. A ese extremo no llegó ni el general Máximo Gómez, quien al entrar victorioso a La Habana, de dar tanto la mano provocó un sarcoma en la suya que, finalmente, lo llevó a la muerte.
En medio de la pandemia del coronavirus que ahora estamos enfrentando, se ha pedido encarecidamente no dar la mano y van apareciendo algunas variantes cercanas a ese saludo. Una de las que se va extendiendo es topar codo con codo (sin definición de derecho o izquierdo); otros chocan los nudillos de los dedos, lo que ya fue practicado en  Canadá frente a un contagio de gripe en 2009. Pero cuando pase esta tormenta viral que la ciencia finalmente derrotará, volveremos a darnos la mano, porque el gesto se ha afirmado en siglos de cultura como un símbolo de solidaridad. Así, “tienes mi mano” equivale a “tienes mi ayuda”, como hacen hoy miles de médicos, enfermeros, asistentes de la salud y tantas personas en el mundo. Cuidémonos hoy, para mañana, volvernos a dar la mano.



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jueves, 9 de abril de 2020

Carlos J. Finlay, un ejemplo de lucha científica contra las epidemias, también vivió en Tampa


Desde que se dio a conocer el tipo de coronavirus que produce el Covid-19, que con tanta celeridad ha expandido por el mundo la pandemia a la que ahora nos enfrentamos, cientos de científicos de varios países están enfrascados en conocer el origen y comportamiento de este virus y con ello orientar la respuesta médica que permita un eficaz tratamiento a los pacientes que han contraído la enfermedad, así como encontrar la vacuna que permita, finalmente, inmunizar a los seres humanos contra ella.
Aunque nunca antes se internacionalizó con tanta rapidez la respuesta de la ciencia frente al peligro de una epidemia bacteriológica, me permito recordar uno de los tantos esfuerzos que le antecedieron en la milenaria lucha del hombre frente a las graves amenazas epidemiológicas, no sólo como homenaje al talento, perseverancia, solidaridad y resultados del Dr. Carlos Juan Finlay, sino también como un modelo de entrega a la ciencia en beneficio del género humano.
 
Carlos Juan Finlay
Hoy se reconoce en el mundo el aporte de Finlay al descubrimiento de la vacuna contra la fiebre amarilla, infección viral transmitida por un género de mosquitos pertenecientes a los aedes  y haemogogus. Aunque la enfermedad era endémica de África, el trasplante de grandes cantidades de sus pobladores a América como esclavos hizo que en los siglos XVI y XVII esa epidemia se fuera generalizando en varios países de nuestro continente. Durante las guerras de independencia americanas, muchas tropas europeas fueron azoladas por este virus, causándoles a veces más bajas que los propios soldados libertadores. Así ocurrió también en Cuba a fines del siglo XIX, pues los europeos no tenían los niveles de inmunidad que las poblaciones afroamerindias habían adquirido.
A estudiar ese fenómeno se consagró el médico y biólogo cubano Carlos J. Finlay, siendo el primero en definir que el origen del contagio procedía de la picadura de un mosquito.  Quien llegó a ser un científico de renombre universal nació en Camagüey, en 1833. Estudió en Estados Unidos, graduándose de médico en 1855 en una universidad de Filadelfia.
Al regresar a su país, alcanzó notoriedad por sus propuestas profilácticas y sanitarias frente a una epidemia de cólera que se extendió hacia 1868. Sin embargo, apenas fue escuchado por las autoridades políticas de la Isla, quienes vieron en sus recomendaciones un ataque a su desempeño. (Esto nos recuerda la actitud inicial de autoridades chinas hacia el Dr. Li Wenliang, cuando al relacionar los síntomas de sus pacientes con un nuevo coronavirus  fue acusado de difundir rumores). 
Posteriormente, el esfuerzo investigativo de Finlay se concentró en el estudio del mosquito aeddes aegypti, al descubrir tras continuas pruebas experimentales  que este era el transmisor de la fiebre amarilla. Aunque desde la década de 1880 estuvo exponiendo su descubrimiento, no fue escuchado por la comunidad científica inmediatamente. Su hipótesis vino a ser aceptada en 1900, cuando una comisión estadounidense encabezada por el bacteriólogo Walter Reed confirmó rotundamente su veracidad. Aunque  entonces se disminuyó el peso del aporte del médico cubano a favor de enaltecer el trabajo de la comisión estadounidense, hoy se le reconoce mundialmente como el descubridor del agente transmisor de ese contagio. Ello permitió, en lo inmediato, que en 1901 se erradicara en Cuba y el Caribe la fiebre amarilla, aunque hubo que esperar hasta 1937 para desarrollar una vacuna contra ese virus. El mérito, entonces, correspondió al científico estadounidense Max Theiler, que pudo desarrollarla con el esfuerzo de la Fundación Rockefeller. Gracias a ello, aunque según la Organización Mundial de la Salud se producen anualmente unos 200 mil casos de fiebre amarilla en el mundo, sólo un 15% de los infectados se agravan y ponen en peligro su vida.
Pero me impulsó a escribir estas líneas para los lectores tampeños, saber que el extraordinario científico cubano y universal que fue Carlos J. Finlay también vivió un breve tiempo en nuestra ciudad. Su llegada a Tampa la dio a conocer Patria, el 16 de abril de 1898. En una carta enviada a aquel periódico por quien firmaba como ‘El Corresponsal’, informa que  “en el vapor que condujo a Tampa al General Lee, vinieron de la Habana gran número de cubanos conocidos”. Y entre los nombres menciona al Dr. Carlos Finlay, así como a Jorge Finlay (presumo que se trata de uno de sus tres hijos, llamado Jorge Enrique).
En un artículo que debemos a Jonathan Leonard, titulado “La vida de Carlos Finlay y la derrota de la bandera amarilla”, el autor afirma que Finlay “estaba ayudando a los rebeldes cubanos en Tampa” y que de aquí viajó a Washington con el propósito de ofrecerse como voluntario para la fuerza expedicionaria estadounidense que saldría para Cuba. Nos dice Leonard que el Inspector de Sanidad del ejército, su amigo George Stemberg, intentó disuadirlo, pero al no lograrlo lo nombró Subinspector General de Sanidad y con ese cargo desembarcó en Cuba el 22 de junio de 1898, contribuyendo desde ese puesto a la independencia de su país.
Al crearse la República de Cuba en 1902, Carlos J. Finlay fue designado Jefe Nacional de Sanidad, desempeñando ese puesto hasta retirarse, en 1909.  Murió a los 81 años, el 20 de agosto de 1915, legando a la humanidad una obra imperecedera en su lucha contra las epidemias. En honor al destacado científico, en 1946 la Confederación Médica Panamericana eligió la fecha de su nacimiento, 3 de diciembre, como  Día Internacional del Médico. Su ejemplo, en este momento que enfrentamos una peligrosa epidemia, es sumamente alentador.




viernes, 3 de abril de 2020

La solidaridad en tiempos del coronavirus


     Durante los últimos días, la humanidad ha estado pendiente de la extensión del coronavirus, el cual provoca el Covid-19 y ya está presente en casi todos los países del mundo. Nunca una pandemia fue más global ni tan rápida en cubrir cada uno de los continentes que habitamos. Cuando las primeras noticias sobre este virus alertaron que en una región apartada de China habían comenzado a morir decenas  de personas a consecuencia de este azote, no imaginamos que  tres meses después millones de ellas estarían aisladas en sus hogares, en Asia, Europa, América, Australia, África, modificando de un día para otro las costumbres más ancestrales de convivencia social.
 Quién nos iba a decir, en medio de las  fiestas con que nos deseamos un Feliz Año Nuevo, que miles de seres humanos –hasta hoy más de trece mil italianos, más de diez mil españoles, más de tres mil chinos, más de cinco mil en EE.UU.– no rebasarían el primer tercio del 2020, mientras decenas de miles están hoy ingresados en un hospital con la esperanza de sobrevivir.
Cada día, miles de personas salen a los balcones a aplaudir
a los trabajadores de la salud que luchan por salvar vidas
 En este tiempo, hemos asistido a diversas reacciones por parte de gobiernos y organismos mundiales, que intentan entender la magnitud del problema sanitario que atravesamos y emitir políticas para controlar esta  pandemia.
 En medio de la tristeza que genera la pérdida de un ser querido, el sobrecogimiento que desata la posibilidad de morir, el hastío que pueda derivarse del aislamiento social, o la ansiedad de un abrazo, hemos asistido en estas últimas semanas a actitudes de profundo humanismo, que encarnan lo mejor de nuestra especie en cualquier esquina del planeta. Entre ellas, merecen ser resaltadas, en primer lugar, las continuas muestras de devoción y entrega de miles y miles de médicos, enfermeros, técnicos de la salud y trabajadores en general de hospitales, ambulancias, servicios, que atienden a los enfermos aun a costa de contraer la enfermedad. Una de las noticias más dramáticas que he leído sobre una víctima del coronavirus, es la de una enfermera italiana –Daniela Trezzi, 34 años– que se suicidó al ser contagiada y temió infectar a otros. En El Clarín, se sintetizó el hecho: “Daniela, elevada a símbolo del sacrificio y la solidaridad porque vivía obsesivamente para salvar a los pacientes, eleva al martirio la muerte o el contagio de casi 5700 médicos y personal sanitario en los hospitales donde se combate en primera línea el coronavirus”. A ella y a todos los trabajadores de la salud, es el homenaje que se ha ido extendiendo por el mundo, a través de un aplauso que sale de los balcones y las puertas  de miles de hogares, diciendo gracias a esas generosas personas que luchan por preservar la vida de sus semejantes.
 Asimismo, cada día, como para aliviar el impacto que nos causa conocer el incremento del número de contagios y fallecidos, escuchamos  de conmovedores actos de solidaridad a través de los medios de prensa y las redes sociales. Una señora de más de 80 años, en San José de las Lajas, Cuba, oyó decir que las máscaras servían para evitar el contagio  e inmediatamente  se sentó frente a una vieja máquina de coser. A las pocas horas salió por el barrio, para que no quedara un vecino sin esa protección. Eso mismo estuvieron haciendo, tal vez a la misma hora, un grupo de voluntarios en el Chaco argentino, según dijo a la BBC  Carlos Leonelli, un ciudadano de allí: “Desde que se decretó la emergencia, se comenzaron a armar grupos de voluntarios en toda la provincia y hoy se están confeccionando barbijos en las casas”.
 En el barrio llamado Catuche, en Caracas, hay un grupo de “Madres promotoras de la Paz” que ayudan a los de la tercera edad para que no salgan de la casa. Ellas se ocupan de buscarle los alimentos y medicinas que necesitan, muchas veces compartiendo sus mismas reservas.
 En la India, ante el brote de coronavirus,  a través de Facebook se creó un grupo de voluntarios que brinda apoyo a los miembros más vulnerables de su comunidad. En una semana alcanzó el número de 5800 miembros.
 En España, José Ramón Andrés Puerta ha convertido sus restaurantes en cocinas comunitarias para ofrecer almuerzo a familias de bajos ingresos, a personas sin hogar y de la tercera edad. Es la misma conducta que en China tuvo Li Bo, quien acababa de comprar un restaurante en Wujam cuando se desató el coronavirus y no lo cerró cuando la gente dejó de salir a la calle, porque prefirió  llevar comida a los médicos y enfermeras que luchaban en los hospitales contra el temible virus.
 El Festival de Cine de Cannes, previsto para mayo, fue postergado por el coronavirus. Pero sus organizadores abrieron las puertas del Palais des Festivals, para que las personas sin hogar de la ciudad tuvieran donde refugiarse en los días que no debían estar en las calles.
De estos ejemplos pueden citarse miles y contienen más fuerza de contagio que el propio coronavirus. Esto nos salva. Cuando estamos más aislados unos de otros, en estos días en que nos vemos obligados a estar casi todo el tiempo en nuestras casas, nos damos cuenta con mayor claridad de cuanto nos necesitamos unos a los otros.  Si hemos descuidado por momentos la comunicación con el vecino, esta pandemia viene a recordarnos la magnitud de su presencia, cuando un saludo suyo desde la ventana o un balcón se convierte en el mensaje entrañable de la humanidad.