viernes, 24 de julio de 2020

Josefina nos habla de su padre, el poeta Eliseo Diego



En el marco del centenario del poeta cubano Eliseo Diego, La Gaceta ha querido sumarse a los diversos homenajes que se le han ofrecido a uno de los grandes representantes de las letras hispanoamericanas del siglo XX. El autor de En la Calzada de Jesús del Monte nació en La Habana el 2 de julio de 1920 y murió en la ciudad de México el 1.° de marzo de 1994, legando una obra compuesta por  más de 20 libros, entre poemarios, prosa y traducciones. Entre otras distinciones, recibió el Premio Internacional de Literatura Latinoamericana y del Caribe “Juan Rulfo”, que le fue otorgado en 1993.
     Josefina de Diego –Fefé–, hija del poeta y autora del libro El reino del abuelo, quien vive en La Habana, respondió gentilmente a nuestro deseo de entrevistarla para esta publicación.
Ser hija del poeta Eliseo Diego, sobrina de Cintio Vitier y Fina García Marruz, haber crecido en una atmósfera donde la presencia de José Lezama Lima y otros  grandes intelectuales y artistas fue permanente, debe asaltarte constantemente en el recuerdo. Aunque seguramente lo has contado muchas veces, para los lectores de La Gaceta, en Tampa, puede ser la primera vez…
Eliseo Diego junto a sus hijos Constante Alejandro (Rapy),
Josefina de Diego (Fefé) y Eliseo Alberto (Lichy)
 Así es. Como muchos saben, mis padres, mi abuela paterna y nosotros tres (mis dos hermanos y yo) vivimos desde 1953 hasta 1968-69 en una quinta, Villa Berta, en las afueras de La Habana, en Arroyo Naranjo, a unos veinticinco kilómetros de El Vedado, donde vivo ahora, para que se puedan ubicar los lectores de esta entrevista. Era un jardín grande, del tamaño, aproximadamente, de lo que se conoce como “manzana”, cinco mil metros, según consta en la propiedad. Esa quinta era de mis abuelos y ahí vivió mi padre los primeros nueve años de su vida. Durante la crisis de 1929, el negocio de mi abuelo quebró y tuvieron que alquilar la finca y mudarse. Cuando mis padres se casaron, mi madre, Bella García-Marruz, quiso regresar a ese hermoso jardín, porque quería que sus hijos crecieran en el lugar en el que mi padre había sido tan feliz.
Villa Berta era un verdadero parque de diversiones para nosotros, nuestros primos y amigos del barrio. Y también se convirtió en un espacio de reunión de la familia y los amigos de mis padres. Todos los domingos llegaba muy temprano mi abuela materna, Josefina Badía, que era pianista, y nos despertaba tocando el piano que teníamos en la sala, para ella. Venía con nuestros primos, los hijos del hermano médico de mamá, Sergio García-Marruz, ginecólogo y obstetra, que tenía una linda voz de tenor. Más tarde, los tíos Cintio  y Fina, con sus hijos. En ocasiones llegaba el tío Felipe, hermano de mi madre de un primer matrimonio de mi abuelita, con sus hijos y sus músicos (Los Armónicos de Felipe Dulzaides). Y así, domingo tras domingo, el jardín recibía a los amigos: Lezama, el sacerdote navarro Ángel Gaztelu, el músico asturiano Julián Orbón y su esposa Tanguy, los “tíos” Agustín Pi y Octavio Smith, con sus respectivas familias, era una especie de “sub-grupo Orígenes”, como yo le llamo. Y muchos otros visitantes. Mi madre se las agenciaba para que todo el mundo se sintiera bien, a gusto, ella hizo posible que Villa Berta se convirtiera en ese “sitio en que tan bien se estaba”, con su delicadeza, inteligencia y sabiduría. Mi hermano Lichi y yo teníamos dos años cuando nos mudamos para esa quinta, Rapi, cuatro. Y nos fuimos en la adolescencia. Pero para nosotros, todas esas “personas mayores” eran familia, amigos y “tíos”, no los mirábamos como los grandes artistas e intelectuales que eran. Ellos estaban en sus “juegos”, nosotros en los nuestros, ¡mucho más divertidos!, de eso estábamos seguros. Y no todo era literatura y conversaciones “serias”. Recuerdo que ­jugaban al croquet (¡no confundir con criquet!), hacían torneos de ajedrez; abuela Josefina se sentaba al piano y el tío Sergio cantaba; si llegaba Felipe, la fiesta era en grande. Mamá y Fina se sabían  en inglés muchas de aquellas bellísimas canciones de  la década de 1940-1950: “Stars Fell On Alabama”, “The Nearness Of You”, “They Can’t Take That Away From Me”, y Felipe las tocaba  (Fina escribió el libro de poemas Viejas melodías, dedicado a esas canciones y a esos recuerdos). Y papá y Julián cantaban: “Como quieres que una luz / alumbre dos aposentos / como quieres que yo quiera / dos corazones a un tiempo”.
¿Qué determinó que en 1968 la familia se mudara de Villa Berta, ese paraíso de Arroyo Naranjo al que tanto aludió tu padre?
En esta pregunta no me detendré porque siempre me resulta muy doloroso hablar de este tema. En mi libro El reino del abuelo, lo explico muy brevemente. En una larga entrevista que me hizo el escritor cubano Norge Espinosa (“Si hay buen tiempo mañana, iremos a La Habana”, reproducida en el libro La Habana en mí, Ediciones Extramuros, 2019) lo cuento en detalles. Para resumir, tuvimos que abandonar la quinta por razones económicas, no era ese nuestro deseo, pero así tuvo que ser.
¿Qué fue de Villa Berta cuando ustedes la abandonaron, qué es en la actualidad?
Allí hay una empresa del Ministerio de la Agricultura, nada de museo… el jardín no existe, construyeron dos oficinas grandes, quedan la casa y el estudio.
¿Tuvo suficiente  atención en las editoriales cubanas la  obra de Eliseo en las décadas de 1970 y 1980?
Sí. Entre 1958, fecha en que publicó su segundo poemario, –Por los extraños pueblos, y 1966  hubo un silencio, digamos, editorial, porque mi padre nunca dejó de escribir. En ese año salió a la luz El oscuro esplendor. Pero, si te fijas, entre En la Calzada de Jesús del Monte y Por los extraños pueblos transcurrieron nueve años. Él trabajaba mucho sus poemas, no se apuraba por publicar. En esos años que mencionas se publicaron sus libros de cuentos, luego Los días de tu vida (1977). Y así, todos sus libros.
Cuando en 1994 Eliseo Diego murió en México, a los 74 años, ¿estaba viviendo en ese país?
Mi padre tenía la intención de pasarse un tiempo en México, ya que el premio le proporcionó una tranquilidad económica, por decirlo de alguna manera. Allá vivían mis dos hermanos y tenía grandes y entrañables amigos. Mi madre y yo estábamos con él. Pero la vida decidió otra cosa.
Aunque tu padre confesó ser esencialmente un poeta, su obra escrita en prosa es de una  extraordinaria calidad. ¿En qué género lo veías esforzarse y disfrutar más?
Él revisaba mucho sus escritos, ya fuera poesía, prosa, prosa poética, traducciones, ensayos, era muy meticuloso y exigente. Conservo borradores de sus textos, con sus tachaduras, cambios de palabras. Él mismo los mecanografiaba y cuidaba mucho siempre, no sólo el contenido sino también la forma. Lo de disfrutar más un género por encima de otro, no sabría decirte. Escribía por necesidad, así lo dijo muchas veces, y le gustaba citar a Rilke en sus Cartas a un joven poeta:
“Investigue la causa que le impele a escribir; examine si ella extiende sus raíces en lo más profundo de su corazón.  Confiese si no le sería preciso morir en el supuesto que escribir le estuviera vedado. Esto ante todo: pregúntese en la hora más serena de su noche: ¿debo escribir? Ahonde en sí mismo hacia una profunda respuesta; y si resulta afirmativa, si puede afrontar tan seria pregunta con un fuerte y sencillo ‘debo’, construya entonces su vida según esta necesidad; su vida tiene que ser hasta en su hora más indiferente e insignificante, un signo y testimonio de este impulso”. 
Esa necesidad podía manifestarse en un poema, en un cuento, en un ensayo. Escribía y traducía, también, por placer. Sus traducciones de poetas ingleses y estadounidenses las fue haciendo poco a poco, durante años, con el simple propósito de compartir esos poemas que tanto le gustaban con sus amigos. Creo que la poesía estaba siempre presente. Quisiera citar ahora unas bellas palabras de Rafael Rojas, publicadas quince días después de su muerte, donde explica muy bien, me parece, lo que me estás preguntando.
“(…) Por eso su poesía es una necesidad del orden natural y su escritura es el acto inevitable que testifica esa misión. Era muy poco lo que podía hacer Eliseo contra su propia virtud porque sus lazos con el verso eran casi providenciales” (Nota necrológica publicada en el periódico Siglo XXI, Guadalajara, 16-III-94).
¿Crees que el año del centenario de Eliseo Diego puede impulsar  un redescubrimiento de su poesía?
Pienso que sí. ¡Y ojalá que así sea! Aquí se le quiere y admira muchísimo, me consta, pero por la escasez de papel y otros recursos, sus libros no se encuentran en las librerías. Y un escritor  seguirá vivo mientras exista alguien que lo lea. El otro país donde es muy querido y conocido es México. Pero, por lo general, no se ha divulgado mucho fuera de Cuba. Todos sus ancestros eran españoles: su padre era asturiano y su madre, habanera, era hija de asturiano y catalana. La literatura española, los poetas del Siglo de Oro, Cervantes, los libros de los grandes escritores españoles pueblan los estantes de sus libreros. Pero en España es casi un extraño, al igual que en el resto de América Latina. Aunque también me consta que en esos países, sus poemas y sus escritos han acompañado a varias generaciones de jóvenes peruanos, colombianos, panameños, dominicanos…
Lezama afirmó en la antología ‘Una fiesta innombrable’ que el libro de Eliseo ‘En la Calzada de Jesús del Monte’ constituyó uno de los esplendores de la poesía cubana y de su autor. García Márquez, por su parte, afirmó que tu padre era uno de los  más grandes poetas que hay en la lengua castellana. Unas opiniones tan autorizadas, ¿pudieron influir en que la obra de Eliseo Diego fuera priorizada  en la crítica y academia cubanas?
Lezama escribió varias veces sobre él, siempre de forma muy elogiosa. También lo hicieron Gastón Baquero, Fina, Cintio. Pero creo que la calidad de su poesía, de sus textos en general, se fue abriendo paso, poco a poco, a través de sus libros. Ya en 1958 era una especie de leyenda entre los jóvenes escritores de la época. En una entrevista que su madre tenía celosamente guardada entre sus papeles, Severo Sarduy dice:
Eliseo Diego, sin lugar a dudas, es el mejor poeta cubano. Orígenes es el grupo más trascendente; y la figura más completa es Virgilio Piñera (…) Jamás he visto a Eliseo Diego. He llegado a pensar que es una ficción (Diario de la Marina, diciembre, 1958).
Conocimos a García Márquez en 1975, ya mi padre era un autor reconocido, y esas palabras de Gabriel las dijo durante una visita que mi padre hizo a México en la década de los ochenta del siglo pasado. Fue una pena que no se llegaran a conocer Octavio Paz y mi padre, estaba ya ­concertada una cita para verse en los primeros días de marzo. Al saber la noticia, Paz dijo:
Sólo lo vi una vez, no fui su amigo, pero la muerte era lo único que faltaba a Eliseo Diego para convertirse en leyenda de la poesía latinoamericana.  Fue uno de los buenos poetas, dejó una obra considerable y profunda” (En: Periódico Excelsior, 3 de marzo, 1994, México DF).
En una familia de escritores tan reconocidos, se suma tu nombre con El reino del abuelo. Cómo fue recibido este libro y qué significó para ti y tu familia?
Sé que el libro ha gustado. Comencé a escribirlo en 1991 y su primera edición fue en México, 1993. Se publicó en España y Colombia y aquí se dio a conocer en 2016. Pero he escrito otros libros, uno que me dio mucho placer, Un gato siberian husky (Premio de la Crítica de 2007, junto a otros títulos), un relato para niños. Están ya en imprenta otros dos: Un rumor apenas, que agrupa cuatro conferencias que impartí sobre mi padre y una sobre un texto inédito de mi tía Fina; el otro ¿Y ya no tocan valses de Strauss?, compilación de textos sobre mi familia.
También me he dedicado a la traducción literaria, del inglés al español.
De Cuba, La Habana y tu familia, dime una frase con que las sientes.
Un nombre, el mejor: Villa Berta.
    Muchas gracias.
                                                       Publicado en La Gaceta, Tampa, el 17 y 24 de julio, 2020.

viernes, 10 de julio de 2020

Algunas interrogantes ante una derribada estatua de Colón



Durante los últimos días, hemos visto en la televisión imágenes que muestran el derribo de diversas estatuas, destruidas en segundos frente al aplauso enfebrecido de una multitud. En Estados Unidos, algunas efigies ahora deshechas corresponden a figuras que durante la Guerra Civil se alinearon con las tropas que defendieron la conservación de la esclavitud, cuando el incipiente capitalismo que se abría paso en los estados del norte demandaba la abolición como una necesidad de contar con mano de obra asalariada. Quienes en aquel momento estuvieron en el lado equivocado de la historia, por muy valientes generales que llegaran a ser –mérito de guerra que le hizo merecer de sus obstinados contemporáneos una estatua que los salvara del olvido– están siendo reevaluados por una generación  rebelada contra  continuas  muestras de discriminación racial que prevalecen y cuyas raíces vienen de la esclavitud.
Estatua de Cristóbal Colón, derribada en St. Paul, Minessota
     Es comprensible que una rectificación razonada de la historia enjuicie a aquellos que defendieron la esclavitud, pero la evaluación necesaria y útil requiere interpretar los hechos a la luz de la mentalidad del tiempo en que se produjeron. En el marco de las protestas contra cualquier tipo de rebajamiento de un ser humano por pertenecer a un grupo considerado absurdamente “minoría” –donde la totalidad demográfica es la suma de diversos orígenes–, podría comprenderse la actitud hacia quienes combatieron por preservar la esclavitud.
     Sin embargo, es un extremo que se derribe una estatua de Cristóbal Colón,  el intrépido navegante europeo que unió al viejo continente con el mundo americano. Es verdad que el encuentro supuso el posterior sojuzgamiento y aniquilación de millones de seres humanos en América, pero esa mancha no corresponde al  Almirante, sino a las estructuras dominantes que financiaron su empresa y cuya ambición de riqueza y poder le pasaron la cuenta al propio “descubridor”.
     A la hora de pensar una hipotética evolución de América sin el arribo de Colón, habría que considerar los niveles de desigualdad existentes en sus diferentes regiones, las guerras fratricidas que se sucedían y la existencia de diversas formas de esclavitud que se practicaban.
     Puede mirarse a  Colón como el pionero en el encuentro de dos civilizaciones. Él ni siquiera vaticinó que podría encontrarse con un nuevo continente al tropezar con América cuando iba para la India, ni de llamarle indios a los habitantes de estas tierras por creer que había cumplido el destino para el que enfiló sus naves. Atribuirle el rostro negativo de la conquista y colonización de América, sería como culpar a Einstein de las bombas atómicas que fueron lanzadas sobre Hiroshima y Nagazaki, sólo porque el científico desbrozó el camino hacia la energía nuclear. Colón y Einstein abrieron un camino al desarrollo de la humanidad, aunque su obra fuera también utilizada contra una parte de ella.
     La civilización antigua se erigió con mano de obra esclava. Entonces los esclavos eran blancos, pues la expansión griega y romana esclavizó a millones de hombres en los  pueblos conquistados. Los sitios arquitectónicos hoy venerados en aquellos lugares  –el Partenón, el Coliseo, por sólo citar dos– fueron ­construidos por esclavos.  ¿Habría que derribarlos por ese origen? Porque en la construcción  de la Gran Murralla China murieron miles y miles de hombres sojuzgados, ¿necesitaríamos destruirla para eliminar esa vergüenza? ¿Cuál quedaría en pie de las maravillas de la humanidad? ¿Podríamos seguirle diciendo “maravilla” a una obra levantada con la sangre de tantos seres humanos?
     Está bien revisar la historia y pedirle cuentas para entender el por qué a esta altura de la civilización prevalecen formas de discriminación racial. Pero es entendiendo los procesos que condujeron a su evolución, a base de educación y razonamiento, como vamos a conseguir que el mundo sea mejor cada día. No es condenando a Colón como símbolo del hombre blanco que sojuzgó a América como vamos a eliminar los prejuicios raciales que subsisten. Es verdad que la esclavitud de los africanos que se impuso en el continente en los siglos posteriores al mal llamado “descubrimiento de América”, tuvo en su viaje el primer antecedente, pero lo es también que muchos líderes africanos cazaban como animales a sus propios coterráneos para venderlos como esclavos a los traficantes europeos. Fue una etapa de la historia en verdad cruel, pero la mentalidad de su tiempo legitimaba esa barbarie desde un fundamento económico avalado moralmente por la política y la religión.
     En la historia de la humanidad, el hombre ha sido quien ha aniquilado a más seres humanos. Miremos sólo las guerras mundiales del siglo XX. Los mismos héroes que pululan en estatuas en todo el mundo, cuánto exterminio humano provocaron en nombre de una ideología, religión, orgullo  nacional y, esencialmente, afán de riqueza y poder. Si en aras de una rectificación histórica se aniquilan las imágenes de todo el que tenga en su biografía una hoja sangrienta, ¿cuántas podrían conservarse?
     Desde el nivel de desarrollo que ha alcanzado hoy la humanidad, desde la mentalidad cada vez más inclusiva que  se va abriendo paso a través del ejercicio de la educación, desde una mirada cada vez más comprensiva a todo el que  nos acompaña en el corto viaje por el mundo, es perentorio concentrarse en cuanto hoy lastima al ser humano y educar a todos en la observancia de su plena dignidad.