jueves, 25 de junio de 2020

Wenceslao Gálvez del Monte, un cronista de Tampa



     Hace dos semanas publiqué en esta columna una reseña sobre la segunda sede del Liceo Cubano en Ybor City, escrita en 1896 por Wenceslao Gálvez del Monte.  Fue incluida en su libro Tampa, impresiones de un emigrado, publicado en esta ciudad en 1897. Con ese libro de casi 300 páginas, Gálvez legó a la posteridad una obra de gran riqueza testimonial, con pequeñas  semblanzas sobre personas que vivieron aquí a fines del siglo XIX, lugares significativos de la ciudad, costumbres, hechos históricos, estampas culturales y pasión patriótica de los cubanos en suelo tampeño.
     La lectura de esas líneas provocó que algunas personas me preguntaran por la vida del autor de ese texto, cuya mayor divulgación en Cuba no ha devenido de la  obra mencionada, sino por otro libro que es imprescindible a todos los que se interesan por la historia del béisbol de la Isla, un tema verdaderamente  apasionante entre los cubanos.
     Para complacer a los lectores –entre ellos el crítico deportivo Leonardo Venta– hago una pequeña búsqueda que me depara la primera sorpresa.  Wenceslao Gálvez del Monte fue un buen pelotero cubano, elevado al Salón de la Fama de ese deporte en Cuba en  1946, cuando aún vivía aquel antiguo torpedero del equipo Almendares, a quien tal vez no se había reconocido como el primer historiador del béisbol,  probablemente en el mundo.
     Su tiempo como jugador activo fue breve, pero tuvo su momento de gloria. Sólo participó en las series de 1885 a 1887 –insertadas en su primera década, si consideramos su inicio en 1878–, tiempo en el que  fue líder de los bateadores del Almendares, promediando 375 de average.
     Aunque algunos autores lo señalan como habanero (tal vez por jugar con Almendares),  Gálvez nació en Matanzas, el 20 de enero de 1867, aunque muy joven se trasladó a la capital de la Isla. Allí se destacó enseguida como jugador de pelota, cuando se daban los primeros pasos en la creación de equipos provinciales y competencias entre ellos.
     Sin embargo, es en las letras donde más se destaca Gálvez y por las que alcanza mayor trascendencia. En 1989 aparece su libro Historia del Béisbol en la Isla de Cuba que algunos especialistas consideran el primero de este tema no solamente en Cuba, sino universalmente. Damián L. Delgado-Averhoff, en el artículo “La verdad sobre el primer juego de béisbol en Cuba”, escribió que Gálvez no podía imaginar “el valor que tendría el béisbol en la conformación de la identidad nacional, y mucho menos que una referencia suya, publicada en ese texto, sería canonizada e idolatrada por millares de sus compatriotas a lo largo del tiempo”. Hasta hoy, todos los comentaristas deportivos cubanos, cuando hablan de la historia de este deporte en el país, comienzan mencionando la obra fundacional de este autor.
     En La Habana, Gálvez se rodea de los más grandes poetas y escritores de su tiempo, cultivando la amistad con Julián del Casal y otros intelectuales. Estudió la carrera de leyes en la Universidad de La Habana y aunque ejerció ese oficio un corto tiempo, su pasión por la escritura y la crítica literaria le ocuparon permanentemente, publicando en revistas de la relevancia de El Fígaro y en periódicos deportivos como El Pítcher.  En esta época publicó Esto, lo otro y lo de más allá (La Habana, 1892).
 En 1896, un año después de haber reiniciado la Guerra de Independencia, toma el camino del destierro y elige Tampa como destino. Él mismo cuenta en Tampa, impresiones de un emigrado, la llegada a nuestra ciudad en el Olivette:  “Parecía que el mar se sometía blandamente al barco. A lo lejos,  chispeaban las luces eléctricas…era Port Tampa (…) Apresuradamente tomamos el tren, luego los carritos urbanos y fuimos a parar provisionalmente al hotel Victoria, en Ybor City, propiedad de un señor Montejo (…) El hotel estaba repleto de cubanos”. Desde esa nota hasta la dedicada a Fernando Figueredo, hay  casi 50 reseñas que recogen la impresión del escritor sobre la ciudad, sus barrios, habitantes, figuras sobresalientes,  creencias, actividades, luchas, aspiraciones.
     Al terminarse la Guerra de Independencia regresó a La Habana y en la República ejerció el oficio de fiscal en diferentes provincias del país (Matanzas, Santa Clara, Camagüey y Pinar del Río).  Sin embargo, es en las letras donde ocupa su talento, legándonos decenas de páginas costumbristas, un género que se extiende del siglo XIX a las primeras décadas del XX.  Su libro de la década de 1920 Costumbres, sátiras y observaciones es una muestra de ello, como advirtieron en su tiempo Jorge Mañach y Emilio Roig de Leuchsenring. Aunque Mañach recibió el libro como el de un costumbrista rezagado, a Roig le mereció la siguiente  opinión: “La obra recientemente publicada por el Sr. Wenceslao Gálvez y del Monte, con el título de Costumbres, sátiras y observaciones , contiene algunos que sí pueden considerarse verdaderos artículos de costumbres, pues en esos trabajos periodísticos, ahora reunidos con otros, en volumen, el Sr. Gálvez nos pinta tipos y cosas de la vida habanera de hace medio siglo, recogiendo ya en la edad madura los recuerdos e impresiones de su niñez y su juventud”.
     Ese costumbrismo está presente en la obra de Gálvez sobre Tampa. A través de sus descripciones, matizadas con un fino humor, asistimos a una barbería de la época, a la venta de periódicos, a un puesto de frutas, la llegada del cartero, un bautizo, el alquiler de carruajes y múltiples aspectos de la vida en la ciudad a fines del siglo XIX.
     Gálvez murió en La Habana, en 1951, a la edad de 64 años. En su legado literario se hermanan también Cuba y la ciudad de Tampa, que en muchas de las costumbres narradas no se adivina a cuál de los dos espacios corresponde.


lunes, 22 de junio de 2020

El Tropicana de Ybor City nos dice adiós



     Cuando escuchamos las primeras noticias sobre la pandemia que desde China se extendió velozmente al mundo, no presentimos la intensidad de los daños que se nos avecinaban. La ascendente cifra de muertos con que Italia, España y otros países de Europa fueron informando de la catástrofe nos sobrecogió antes de experimentar su llegada a Estados Unidos y su rápida expansión por el país. El confinamiento necesario, el cierre de miles de restaurantes, industrias, escuelas, los millones de desempleados  y,   lo  más  triste, la muerte de tantas personas, con todo su dramatismo,  descolocó la vida que hemos construido alrededor de la familia y el entorno social.
     El golpe cobra una definición palpable y más honda cuando la desaparición  –de persona o lugar–  se produce alrededor nuestro, interrumpiendo una relación a la que hemos estado acostumbrados. En Ybor City ha ocurrido con el cierre del restaurante Tropicana, que a los 57 años de vida anuncia su imposibilidad de sobrevivir al coronavirus.
Ariel Quintela (a la izq., de pie) juntoa trabajadores de Tropicana
     El pasado miércoles sirvió su último almuerzo, como un sentido homenaje a sus trabajadores. La delicia del congrí, pechugas de pollo, picadillo y platanitos maduros fritos indica al olfato y el paladar de los presentes la salud con que perece un emblemático restaurante de la 7.ª Avenida de Ybor City. Alrededor de las mesas la mayor parte de sus trabajadores de los últimos años conversan, sonríen y buscan en el salón una palabra de optimismo con que aliviar la adversa realidad. Algunos, como Boby Caballero, acumulan más de treinta años en ese lugar y cuando a él se le invita a decir unas palabras, expresa con visible emoción que este restaurante ha significado para él familia, bienestar, seguridad, orgullo.
     El nombre Tropicana se incorporó al vocabulario de Ybor City desde 1963, cuando Frank Hipólito lo fundó. Dos años después lo compró Ángel Menéndez “BeBe” y lo trasladó a la acera del frente, que sería su destino. El nuevo dueño lo hizo famoso a base de exquisitos frijoles negros, papas rellenas, picadillo, ropa vieja, croquetas de jaiba y unos desayunos donde el café con leche y las tostadas con mantequilla se hicieron imprescindibles. Al extenderse el olor y la voz agradecida, quienes llegaban a Ybor City comenzaron a visitarle, quedando satisfechos de su servicio los más exigentes tampeños y huéspedes de la ciudad, como el alcalde Dick Greco o el presidente George Busch.
El emblemático restaurante Tropicana, en la 7.ª Ave. de Ybor City
     En la década de 1970, se hizo común la presencia de Roland Manteiga en Tropicana, cuando ya ostentaba la dirección del periódico La Gaceta. Periodista de fino tacto político, encontró en una mesa de Tropicana el lugar ideal para conversar un almuerzo con importantes figuras de la política estadounidense y mundial. La costumbre se impuso y hasta la actualidad existe allí la simbólica mesa, rodeada de fotografías que constituyen trozos de la historia de la ciudad. Ojalá y esa fuerza patrimonial se salve en el nuevo destino que tome ese edificio.
     La familia Menéndez fue dueña del restaurante Tropicana hasta 2016, cuando los inversionistas Jacob Buchman, Joe Capitano, Darryl Schaw y Ariel Quintela lo adquirieron como parte del proyecto de desarrollo de Ybor City. Pero no es el propósito de estas líneas adentrarse en la historia de este sitio, sino destacar el daño inesperado causado por el Covid-19 a la ciudad de Tampa, al interrumpir con sus efectos el funcionamiento de uno de sus restaurantes de valor patrimonial. Y, especialmente, agradecer a sus trabajadores por tantos años de excelente servicio a la ciudad y sus visitantes.
Su último gerente, Gio Peña, nos ha dicho que todo iba bien hasta la llegada de la pandemia. Esa verdad la siento en el rostro de los trabajadores que le rodean: Bobby Caballero, Debby Lozurdo (también con 35 años allí), Mónica Caballero, Susam Skurja, Margie  Smith, James Phylips, Lisa Reverón, Greisy  Arbona.
     El dolor por la pérdida del restaurante es visible en el almuerzo de despedida. Así lo expresó Patrick Manteiga, que en breves palabras recordó el significado de ese lugar para La Gaceta, Ybor City y Tampa. Así lo reconoció Ariel Quintela y finalmente Bobby Caballero, en cuyas palabras se pudo percibir un pesar semejante al que se experimenta cuando muere un ser querido. Porque eso se nos va con el cierre de Tropicana, un lugar querido.

lunes, 8 de junio de 2020

El destino inesperado de George Floyd


Cuando en la tarde del 25 de mayo, George Floyd conversaba con dos amigos en el interior de un auto estacionado en las cercanías de la tienda Cup Foods, en Minneapolis, no podía presentir que estaba viviendo los últimos minutos de su vida, interrumpida por un policía a los 46 años. El guardián, Derek Chauvin, tampoco habría sido capaz de imaginar que su llegada al lugar, ante la llamada a cumplir una misión rutinaria, desencadenaría el final de su profesión y libertad. Uno y otro, sin actos excepcionales que los hubieran dado a conocer más allá de su entorno familiar y laboral cotidiano, se precipitaron sin premeditación hacia un acto que provocó la conmoción social más profunda vivida en la nación estadounidense en las últimas décadas.
     La concurrencia de la casualidad hizo que esa tarde Mike Abumayyaleh no asistiera  a la tienda de su propiedad y quien atendiera a Floyd al llegar a comprar unos cigarrillos fuera un joven desconocido. Al dudar de la legitimidad del billete, quiso que el cliente le devolviera el producto y al no ser complacido llamó a la policía.  En los minutos siguientes se produjo la detención rutinaria,  hasta la inutilización del presunto actor de un hecho delictivo. Ya esposado, boca abajo en el cemento, sin ningún peligro para los defensores del orden, qué pasaría por la mente del oficial Chauvin durante los más de 8 minutos que le mantuvo una rodilla sobre el cuello, aun cuando escuchaba a la víctima desesperada clamando por su necesidad de respirar.
     Todo se hace más inexplicable cuando sabemos que los dos hombres debían conocerse, pues habían coincidido en el mismo lugar de trabajo durante algunos años; el ahora expolicía cuidando del orden en el exterior de un restaurante, mientras el ya difunto cumplía una función similar en su interior. Debieron verse muchas veces, aunque sólo Chauvin puede saber ahora si alguna vez intercambiaron una palabra, un saludo, una sonrisa. Si hubo un mínimo roce, una mala mirada, un gesto antipático que el agente policial guardara en la memoria a la hora de mantener el zapato en su cuello, tal vez no lo sabremos nunca. Pero el hecho de que fuera un hombre blanco quien cometiera un injustificable crimen contra un descendiente de africanos –cuando se han acumulado tantos actos de abuso sobre los seres humanos de piel negra– desató el torbellino de protestas que se extendieron inmediatamente por decenas de ciudades estadounidenses y que, lamentablemente, exceden en muchos casos el propósito reivindicador que las legitima.
     Protestar ante una injusticia es no sólo un derecho de los seres humanos, sino una obligación. “En la mejilla ha de sentir todo hombre verdadero el golpe que reciba cualquier mejilla de hombre”, expresó José Martí en Tampa el 27 de noviembre de 1891 y esas palabras siguen siendo útiles mientras alguien se crea con derecho a interrumpir la respiración de uno de sus semejantes, mucho más grave si el más mínimo móvil racial se aloja en su mentalidad.
Martin Luther King, la figura más emblemática en la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos, optó por la lucha pacífica y sin odios como única vía de conquistar un mundo donde la justicia incluyera a todos los seres humanos, más allá de sus credos o el color de su piel. “Lo que se obtiene con violencia, solamente se puede mantener con violencia”, dijo una vez.  No pedía renunciar a las acciones de protestas, que él encabezó al frente de multitudes. Apelaba a la fuerza moral que imprime a este método de lucha realizarlo sin agredir a otros en sus personas o propiedad.
     Lamentablemente, en las protestas desarrolladas esta vez –justas en tanto enfrentan una conducta policial excesiva y de probable motivación racial– se han realizado actos injustificables de vandalismo, atropellos y ofensas, de tan grave magnitud como el hecho policial que se está condenando. El golpe que haya recibido un agente profesional en el resguardo del orden –sea de origen estadounidense, hispano, afroamericano a asiático– es tan injusto como el trato recibido por Floyd, especialmente si fue dirigido a uno de los policías que no alberga prejuicios raciales.
     Pudo ser casual que fuera Chauvin quien llegó al lugar cuando la policía fue convocada, como pudo concurrir el azar en las decisiones que tomó ­Floyd la tarde del 25 de mayo; pero no es el acaso quien ­determinó el amplio movimiento de protesta  extendido a todos los estados de la nación. Aunque la población afroamericana ha alcanzado enormes logros en el país y su estatus no es comparable con el que enfrentó hasta la década de 1960, hay profundas grietas en el sistema marcadas de racismo, marginación y desconfianza. Muchos ejemplos de maltrato policial hacia personas de piel negra se han venido acumulando en los últimos años y, penosamente, en la actual administración del país se han exacerbado, junto a un mayor rechazo a otras minorías, como la hispana.  El lenguaje de la violencia provoca siempre su incremento y es lo que hemos estado viendo en los últimos días, cuando el discurso del Mandatario ha acudido a ella en sus mensajes, en vez de proclamar una conciliación comprometida con la justicia.
     Ahora, cuando no hemos salido de una pandemia que ha provocado más de cien mil muertes en Estados Unidos, tropezamos con este clima de violencia racial y social ­reactivado con el crimen cometido en Minneapolis. A la enrarecida atmósfera social se suma la política, que en un año de elecciones presidenciales cada partido culpa a su oponente de las fisuras sistémicas en que ambos participan. Para los republicanos no sólo es culpa de los demócratas que en las protestas ocurran actos vandálicos, sino también que un coronavirus haya matado tanta gente. Y claro, para estos es culpa de aquellos. Es triste que en un país civilizado, vanguardia del mundo liberal, institucional y moderno, quepan líderes cuya actitud no coincida con los verdaderos intereses de todos los componentes de la nación.