sábado, 30 de diciembre de 2017

Juan Padrón, el ­creador de Elpidio Valdés, nos visita en Tampa

Por Gabriel Cartaya
  No a todos los cubanos les resulta familiar el nombre de Juan Padrón. Pero si dices Elpidio Valdés donde te oiga un hijo de la Mayor de las Antillas,  especialmente si ha vivido en ella en las últimos cuatro décadas, inmediatamente emerge la imagen del dibujo animado con el rostro del mambisito que protagonizó las más increíbles aventuras en la guerra por la independencia de Cuba. Porque, en este caso, como ocurre con un Sherlock Holmes más famoso que Arthur Conan Doyle, el protagonista de ficción se hizo más popular que su creador.
  En los últimos años, por los homenajes recibidos, entrevistas y reseñas aparecidas en diversas publicaciones, se ha hecho más familiar su nombre, aun cuando ha estado en los créditos de los cortos y películas que han desfilado  por las pantallas de cine y televisión por más de cuarenta años.


  El viernes de la semana pasada, cuando llegó a Tampa por primera vez, acompañado de su esposa Alberta y su hijo Ian –también cineasta– tuve el placer de acompañarle en un recorrido por los sitios históricos de Ybor City, donde se inició la organización de la gesta armada que él recreó con tanta sensibilidad y humor en su muñequito mambí. Por un momento, al verlo en la escalinata donde José Martí se tomó la fotografía rodeado de tabaqueros y de importantes figuras del independentismo cubano, creí ver en su rostro sonriente y bonachón al propio Elpidio, al término de una de sus increíbles proezas en la manigua cubana.
  Cuando me refiero a que el nombre de Elpidio se identifica con más prontitud que el de su autor, excluyo el mundo del arte y especialmente su ámbito cinematográfico, donde el nombre de Juan Padrón es sumamente conocido y respetado, no sólo en los límites de la Isla sino también en muchos países. A ese nivel de reconocimiento ha llegado por la excelencia de sus dibujos animados y su extensa obra como ilustrador,  historietista, guionista y director de cine.
Padrón nació en la provincia cubana de Matanzas,  en 1947, se graduó de Licenciatura en Historia del Arte en la Universidad de La Habana y, aunque ya había publicado sus primeros dibujos en diversas revistas y periódicos de la Isla, fue la creación de Elpidio Valdés ­­–aparece por primera vez en la revista Pionero, en 1970–, quien le  consagraría como el autor de uno de los personajes de ficción más queridos del pueblo cubano.
  Del papel, el simpático muñequito saltó a la pantalla, cuando a mediados de la década de 1970 Padrón se convierte en director de dibujos animados del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfico (ICAIC). El primer animado inspirado en el astuto mambí fue exhibido en 1974, al que Padrón llamó “Una aventura de Elpidio Valdés”. Desde entonces, no sé cuántas sagas fueron apareciendo –Clarín mambí, Elpidio Valdés encuentra a Palmiche, Elpidio Valdés y Palmiche contra los lanceros, y tantas– para deleite del espectador de todas las edades.
  En 1979, ya Elpidio ocupa la pantalla grande en un largometraje, para 70 minutos de entusiasmo. Pero el cineasta no se limita a su personaje más famoso. En 1985 dirige “Vampiros en La Habana”, en cuya ficción dos bandas de vampiros –Capa Nostra, en Estados Unidos, y Grupo Vampiro, en Europa– luchan por una fórmula que les inmunice del sol. Mereció diversos premios, en Cuba, Latinoamérica y Europa y estuvo elegido entre los mejores 30 filmes de animación por el Consejo Cultural del Instituto de Cine. A su vez, el inagotable creador de dibujos animados da vida a “Filminuto”, que surge en 1980. Poco después, a dúo con el dibujante argentino Joaquín Lavado (Quino), dieron a conocer la serie que denominaron “Quinoscopio”.
  Asimismo, Juan Padrón ha enriquecido el personaje de “Mafalda”, concebido por su amigo argentino. En la exposición “El mundo de Mafalda”, realizada en España en el V Centenario de la llegada de Colón a América, el genial cubano hacedor de historietas presentó un corto donde el Gran Almirante, al llegar a tierra americana, se encuentra con Mafalda.  El enorme éxito de aquella presentación motivó al rioplatense a llevar su personaje a la pantalla, logrando que la TV Autónoma de Cataluña y otras dos televisoras españolas se interesaran en el proyecto, para producir 104 cortos animados de Mafalda que contaron con la dirección de Juan Padrón y la música del pianista cubano José María Vitier.
  En la extensa creación artística de Juan Padrón, de excelencia reconocida por la crítica, hay muchas obras más, por las que ha merecido múltiples galardones, entre ellos el Premio Nacional de Cine de Cuba en 2008, ocho premios Coral del Festival de Cine Latinoamericano.

    Ojalá en la ciudad de Tampa  se presente una exposición personal suya y podamos contar con su presencia en una edición del Festival de Cine Gasparilla, que viene creciendo en esta ciudad. Quién sabe si a Juan Padrón se le ocurra que a la extensa lista de expediciones que salieron de Tampa para la Guerra de Independencia en Cuba se le sume una más, conducida victoriosamente por Elpidio Valdés.

jueves, 21 de diciembre de 2017

José Lorenzo Fuentes, uno de los grandes escritores cubanos, acaba de morir

  Allá, donde habitan José Lezama Lima, Guillermo Cabrera Infante y Alejo Carpentier, a esa constelación etérea de escritores cubanos del siglo XX, llega ahora José Lorenzo Fuentes, al despedirse del mundo en que habitó. Murió en Miami el pasado lunes, 18 de diciembre, con 89 años de edad, en paz con su espíritu elevado y creador.
     Conocí a José Lorenzo personalmente hace unos cinco años. Conversamos largamente, mientras compartíamos una cena y buen vino con mis amigos Ángel Velázquez y Ángel Lago, en la casa de mi hijo Ernesto. A pesar de tener entonces sus 84 años, lo recuerdo en toda su lucidez, contándonos anécdotas de su vida, de su amistad con Lezama, de su tiempo en la diáspora, de su obra literaria. Nosotros, calmando la facundia, callamos todo lo posible para oírlo a él,  conscientes del privilegio que nos regalaba su presencia. Entonces, yo estaba preparando el número 7 de la revista Surco Sur y le pedí unas páginas suyas. Me entregó el cuento “El hombre verde”, que vino a enriquecer la publicación.
José Lorenzo Fuentes conversa con Gabriel García Márquez
  Hoy, cuando en diversos sitios de Internet encuentro la noticia del fallecimiento de José Lorenzo Fuentes, aparto la página recién concluida para estas Líneas de la memoria, buscando los momentos más sobresalientes del periodista, ensayista y escritor,  para sumar este espacio al homenaje que merece quien fue considerado por Gabriel García Márquez como “un grande escritor de nuestro tiempo”,  por Cabrera Infante “un novelista considerable” y en quien Manuel Díaz Martínez  vio  “un autor de una insoslayable obra narrativa, en la que destaca su colección de cuentos Después de la gaviota, uno de los libros más célebres y valorados de la literatura cubana del siglo XX”.
  José Lorenzo comenzó a escribir donde nació, en la ciudad de Santa Clara, al centro de Cuba. Él ha contado que uno de sus primeros escritos lo enseñó al poeta Emilio Ballagas, quien le dijo: “Excelente, siga escribiendo”, motivo suficiente para  no dejar de escribir más nunca. Siendo muy joven llegó a La Habana y comenzó a colaborar con las revistas Carteles, Bohemia y otras relevantes publicaciones cubanas. Enseguida, en 1952, en uno de los más prestigiosos concursos literarios del país, en cuyo jurado estaban Fernando Ortiz, Juan Marinello y Jorge ­Mañach,  ganó el premio de cuento con “El lindero”.
  Así empezó la obra literaria de Fuentes, considerado  desde la década de 1950 por José Lezama Lima, Cabrera Infante, Lino Novás Calvo y los grandes escritores cubanos de ese tiempo, como una promesa de las letras cubanas. Desde esa época, comienza a desempeñarse en las dos variantes escriturales que le acompañarían toda la vida: el periodismo y la literatura.
  Su primera novela, Viento de enero –Premio Nacional de Novela, en 1967–, recibió una favorable opinión de Lezama Lima, quien advirtió: “Ahora la novela se vuelve americana porque todo concurre a dos líneas trazadas en un esclarecimiento universal. Y en esa línea está trabajada y lograda la novela Viento de Enero”. Después de otras obras, en 1968 aparece su emblemático libro Después de la gaviota, un clásico imprescindible de la cuentística nacional, que llamó la atención a Jorge Edwards  por su “fantasía auténtica y manejo del lenguaje”.
  Inmerso en las profundas transformaciones que se produjeron en Cuba  con la Revolución de 1959, José Lorenzo es un participante activo de ellas, como lo fueron la gran mayoría de los intelectuales. En una entrevista que concedió a la revista Otro lunes, él sintetizó este proceso: “Mi vida ha estado sembrada de acontecimientos complejos y a veces contradictorios, propios de una persona de índole aventurera. Como la gran mayoría de los jóvenes de mi generación, aunque sin militar en ningún partido político, estuve guiado por las ideas revolucionarias, participé junto al Che en la batalla de Santa Clara y durante casi dos años me desempeñé como periodista personal de Fidel Castro, pero también sufrí el presidio político y finalmente tuve que salir al exilio”.
  Así, en pocas líneas, asistimos al profundo drama que acompañó a  diversos escritores y artistas que no se sumaron incondicionalmente al proyecto ideológico de la Revolución Cubana y que tuvo en el llamado Caso Padilla, en 1971, un momento definitorio de la intelectualidad internacional con la Revolución Cubana.
  Heberto Padilla escribió sobre el autor que acaba de morir en Miami: “José Lorenzo Fuentes ocupa un lugar de excepción en la literatura cubana. Siento por su obra una gran admiración”. A la larga, uno y otro fueron condenados por asumir una posición ideológica y política discordante con la directriz impuesta por la dirección revolucionaria y se vieron obligados a abandonar el país propio, sin desamor a él.
  José Lorenzo Fuentes escribió varios libros, entre los que se destacan:   El sol, ese enemigo, 1963; Viento de enero, 1967; La piedra de María Ramos, 1986; Brígida pudo soñar, 1987; Los ojos del papel, 1990;  Las vidas de Arelys, 2011; El cementerio de las botellas, 2012; Hierba nocturna, 2014 y Mandala, 2015. En el año 2009 publicó el libro Cinco grandes, con las entrevistas que hizo a Julio Cortázar, Cundo Bermúdez, Gabriel García Márquez, Alfonso Grosso y Wifredo Lam.
  En los últimos años, Fuentes escribió mucho sobre temas relacionados con la parasicología, la alquimia y el misticismo. Con una fuerte influencia del budismo, publicó el libro Meditación, que ha sido traducido al inglés, ruso, checo, portugués e hindú.
  Le vejez le alcanzó, y le venció, fuera de Cuba. Con todo, nunca olvidó a su patria. Cuando  los periodistas  Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco le preguntaron, ¿cómo consuela la tristeza que impone la lejanía?, respondió: “Durante años he combatido la nostalgia con la esperanza repetida de que algún día se me haga posible regresar a mi país”.
  Ya no regresará físicamente, pero el espíritu de José Lorenzo Fuentes tendrá un lugar en Santa Clara, en la Isla toda, y cada vez que alguien lea uno de sus cuentos, novelas o crónicas –y seguramente el número de lectores irá creciendo al reencontrarse con la legítima cubanía del autor– le llamará a su lado, el lado humano que está más allá de cualquier temporalidad ideológica de factura política.


viernes, 15 de diciembre de 2017

Elizabeth Dortch Barnard


   Hoy, es común que en cualquiera de las más de 40 mil oficinas de correos que existen en Estados Unidos,   seas recibido por una mujer. Pero cuando, a principios del siglo XX, la joven Elizabeth Dorth Barnard  se presentó a  la dirección del Departamento de Correos de Tampa a solicitar trabajo, la respuesta del ejecutivo que la atendió fue tajante: allí no había ocupación para mujeres.
  En una época en que no era posible el voto de la mujer para elegir a los gobernantes, el mismo hecho de aspirar a la última posición de aquel departamento era un atrevimiento. Pero Elizabeth era una mujer tan atrevida como insistente y en 1907 logró que la admitieran para un puesto de taquígrafa. Tenía entonces 26 años, dos hijos y, siendo tan joven, ya cargaba con el infortunio de la viudez.    
Aunque nació en Bradenton, se mudó a Tampa al contraer matrimonio con Ulysses Barnard, en 1899, noticia que apareció en el Manatee River Journal, el 28 de  septiembre de ese año: “El sábado 23, al mediodía, el reverendo IS Patterson ofició la boda del Sr. UG Barnard y la señorita Lizzie Dortch, quienes  se unieron en matrimonio (…) sus numerosos amigos les desean mucha felicidad en su nueva relación en la vida. Ellos abordaron el barco a vapor en Manatee, y están pasando el resto de la luna de miel en Tampa. El Sr. Barnard es el segundo oficial en el barco de vapor de Plant Line Olivette, que necesitará una residencia en Port Tampa City”¹.

  Es muy probable que Lizzie ­­­–como llamaban a Elizabeth–  oyera mencionar en aquellos días el nombre de  Mabel ­Williams. Recién había culminado la guerra en Cuba y en su último capítulo el puerto de Tampa –y el Olivette en que trabajaba su esposo– habían desempeñado un rol de primer nivel en los viajes de ida y vuelta de los soldados que participaron en ella. Seguramente la Oficina de Correos de Port Tampa nunca estuvo tan activa como en aquellos días e, increíblemente, una mujer, Mabel, estuvo a la vanguardia de los servicios prestados al país por ese departamento. Probablemente ese recuerdo  impulsó a Lizzie a insistir en aquel empleo, aunque le reiteraran que era para varones.
De hecho, los orígenes y siglos de existencia de esa noble profesión estuvieron en manos de los hombres. Tal vez en los inicios, mucho más en los pies, pues había que correr largas distancias para llevar el mensaje, de hablado a escrito, a las distancias menos imaginadas. De allí surgió la voz correo, derivada del acto de correr a cumplir una misión en la que, muchas veces, iba la vida. De los pies humanos pasó a los equinos, a los famosos caballos de posta, pero al entrar Elizabeth en la profesión ya las cartas viajaban en trenes o barcos, a decenas de kilómetros por hora.
  En las primeras décadas del siglo XX, cuando resultaba difícil para una mujer acceder a un puesto laboral que a principios del siglo XX estaba en manos de  los hombres, es admirable apreciar como Lizzie pudo convertirse  en directora del Departamento de Correos de Tampa, no sólo a pesar de su condición femenina, sino también compitiendo con eficaces ejecutivos que debían ambicionar esa posición federal, con el agregado atractivo de ser bien pagada. Se ha mencionado que durante el tiempo en que ocupó ese cargo, Elizabeth fue la mujer mejor remunerada en el sistema de correos de toda la nación.
Durante diez años, ella  se mantuvo en esa ocupación, en el marco de un crecimiento dinámico de ese sector, animado con el auge que estuvo experimentando en ese tiempo la ciudad. Ella recibió el departamento con 19 carteros y lo entregó con un total de 113,  con 16 nuevas oficinas postales creadas en ese tiempo.
  No fue el azar quien determinó la inserción del nombre de Elizabeth Barnard en la historia de Tampa. Fue su fortaleza de ánimo, capacidad de sacrificio, perseverancia,  carácter y talento, quienes le permitieron salir airosa ante el deber primario de criar sola a sus hijos y desempeñar un cargo de primera importancia en la comunidad. Horas de estudio y trabajo, como cuando asistía al Tampa Business College, días de continuo esfuerzo en  el aprendizaje  y la enseñanza, hicieron de ella una mujer adelantada a su tiempo y un ejemplo para todas las generaciones siguientes,  para nuestro tiempo y el por venir.
  No hay mucha información relacionada con su actividad posterior a 1933, año en que termina su liderazgo en el sistema de correos de Tampa. Vivió hasta los 79 años y valdría la pena buscar testimonios de su labor hasta 1960, cuando murió en la ciudad de Jacksonville. De todos modos, el ejemplo que nos lega en su papel de primera mujer al frente del Departamento de Correos de Tampa, es suficiente para que su busto en bronce haya sido incluido entre quienes, desde ese altar patrimonial, transmiten a quienes pasean por Tampa River Walk – y desde ellos a todos– el espíritu de los que hacen crecer el entorno en que viven.
  Citas:

  1. https://www.findagrave.com/memorial/26039404.
Publicado en La Gaceta, 15 de diciembre, 2017

viernes, 8 de diciembre de 2017

Frank Scozzari Adamo

  En la entrada a Tampa desde  su ancha bahía, donde el estuario del río Hillsborough se abre como una avenida natural, el panorama se ha ido enriqueciendo con efigies talladas que representan a las personalidades que más han contribuido a su crecimiento material y espiritual. 
  A ello ha contribuido, junto a la administración de la ciudad,  la organización sin fines de lucro “Amigos de Riverwalk”, en alusión al sendero peatonal que se extiende en ese bello lugar, como un extenso paseo que, además de admirar el imponente horizonte, rinde honor a diversas figuras esculpidas en bronce para integrarse al entorno como ejemplos permanentes.
Frank Scozzari Adamo
    Así, en el Paseo Tampa’s Riverwalk, 30 esculturas informan al visitante sobre  los héroes venerados de la ciudad. A la imagen de Henry B. Plant, Vicente Martínez Ybor y otros, se suman ahora seis nuevos rostros, develados el pasado 1.° de diciembre frente al Centro de Convenciones, en un acto breve y emotivo, en que el Alcalde  de la ciudad, Bob Buckhorn, junto a  Steve  A. Anderson, presidente de Friends of the Riverwalk, develaron el busto en bronce de Frank Adamo,  Elizabeth D. Barnard, Ossian B. Hart,  Victoriano Manteiga, Benjamin Mays y  Stephen M. Sparkman, quienes expresan, como destacó el Alcalde en su breve discurso, no sólo la grandeza de su obra, sino también la diversidad étnica y cultural que caracteriza la fisonomía tampeña.
  Como es imposible en una reseña resumir las seis biografías,  prefiero dedicar a cada uno de ellos el espacio de esta columna,  aun cuando este compromiso no sea de aparición continua. Para ello, la primera de las seis glosas se fija en Francisco (Frank) Scozzari Adamo.
  Adamo fue uno de los primeros hijos italianos de Ybor City, pues nace en enero de 1893, de ascendencia siciliana, cuando diversos correligionarios de su padre comienzan a integrarse al poblado recién fundado. Como hijo de Giuseppe Scozzari y María Leto, lo razonable es que fueran esos sus apellidos, pero en algún momento incorporó el que vino a tomar notoriedad.
  Como era común en el barrio de Ybor City, compuesto esencialmente por familias de emigrantes pobres,  la mayor parte de los nacidos aquí a fines del siglo XIX comenzaron a trabajar casi niños. Así lo hizo Frank y en edad escolar consumía una parte de su tiempo laborando en fábricas de tabaco. Pero vino al mundo con la gracia de la inteligencia y la voluntad. A los 17 años viajó  Chicago y allí, trabajando y estudiando a la vez, culmina la enseñanza secundaria y matricula en el prestigioso Rush Medical Institute, donde obtiene el diploma de médico, en 1919, a los nueve años de salir de Tampa. Entonces regresó, con orgullo y disposición de servicio, a la ciudad que lo vio nacer.
  Enseguida, el joven médico  sobresalió y en 1932 lo nombran Director del Centro Asturiano. Cinco años después es Director Médico del condado de Hillsborough y más adelante lo eligen a la presidencia de la Asociación Médica de este lugar.
  Sin embargo, sus ascensos y reconocimientos más publicados se relacionan con sus acciones  en el campo militar. Se inscribió voluntariamente en las Reservas del Ejército desde 1923. En 1940, cuando había comenzado la Segunda Guerra Mundial,  Adamo es llamado a las filas militares con el grado de Teniente Coronel. Cuando, en diciembre de 1941, a las pocas horas del ataque japonés a Pearl Harbor, Estados Unidos entra en la guerra, el médico tampeño  ya está en Filipinas, junto a las primeras tropas antifascistas de la nación.
  Las fuerzas japonesas invadieron a Filipinas el 25 de diciembre de 1941, cuando Adamo trabajaba en el Hospital General Stemberg, en Manila. Sobrevivió a los bombardeos  y pudo sumarse a los sobrevivientes que fueron evacuados a Bataan, perteneciente al grupo de islas denominadas Luzón.  Fueron días de constantes ataques japoneses, con cientos de víctimas diariamente, donde los médicos llegaron a hacer transfusiones con su propia sangre, en un hospital internado en el bosque. En abril de 1942 volvieron a ser evacuados a dispensarios subterráneos, donde nuestro médico siguió salvando vidas. Hay muchos testimonios sobre su participación en aquellas circunstancias y siempre se le señala como un ejemplo de valor y entrega a su misión. Uno de ellos aparece en las Memorias de William N. Donovan –también médico estadounidense,  radicado en aquel lugar con el grado de Capitán– quien refiere algunas anécdotas sobre las excepcionales cualidades profesionales y humanas de nuestro héroe.
  A Adamo le correspondió trabajar, en los años más cruentos de la guerra, en aquella isla filipina de Luzón, donde iban a parar cientos  de prisioneros de guerra, a quienes había que tratar no sólo las heridas de guerra, sino también la profunda desnutrición y epidemias como la malaria y el beriberi. El tampeño recordaría que en aquellos días su peso corporal bajó hasta las 95 libras.
  Cuando, a finales de 1944, la aviación estadounidense comenzó a apoderarse de aquel espacio asiático, la desnutrición amenazaba con aniquilar a los pacientes del Dr. Adamo y, seguramente, a él mismo. En febrero de 1945, las fuerzas japonesas se retiran del territorio filipino y, faltando solo unos pocos meses para la rendición de Alemania y Japón,  el audaz hijo de Ybor City había cumplido ejemplarmente su misión de médico estadounidense en campaña, ganando la hora ansiada del regreso. Durante todo aquel tiempo, la esposa de Frank, los hijos y el resto de la familia, apenas habían tenido noticias suyas. Por ello, la felicidad en todos se hizo indescriptible cuando, el 27 de abril de 1945,  entra triunfal a Tampa el médico soldado, luciendo sus condecoraciones militares, entre ellas la Legión del Mérito.
   Terminada la guerra, con las historias que recordaría toda su vida, el Dr. Adamo se reintegró a su profesión, a su familia, a su ciudad. Para el Hospital del Centro Asturiano fue su “médico más popular”, según una encuesta de 1960. Estuvo trabajando hasta los 80 años. Murió en 1988, muy cerca del lugar donde, 95 años antes, llegó a la vida. Y a escasa distancia, también, de donde comienza esa enorme vía que se extiende hasta Brandon, repitiendo, en cada intersección, el nombre que legó a la posteridad: Adamo. Ahora, junto a los otros bustos de bronce, en el Centro de Convenciones de Tampa, el ilustre tampeño de ascendencia italiana sigue entre nosotros.

  Nota. La fuente principal utilizada es la biografía publicada por “Friends of the River Walk”, en:  https://thetampariverwalk.com/francisco-frank-scozzari-adamo/
Publicado en La Geceta, 8 de diciembre, 2017.