lunes, 28 de marzo de 2022

Walt Whitman desde Martí, a 135 años de su muerte

 El 26 de marzo de 1887 murió en Nueva Jersey, Estados Unidos, el poeta y ensayista Walt Whitman, uno de los intelectuales norteamericanos más grandes de todos los tiempos. Para rememorarlo en el 135.° aniversario de su desaparición física, elijo las palabras que sobre él escribiera el cubano José Martí, publicadas entonces en el periódico argentino La Nación.

En  el escrito, titulado  “El poeta Walt Whitman”, el poeta antillano da a conocer en Hispanoamérica la grandeza del autor de Hojas de hierba, quien algunos consideran muy cercano a la propia grandeza literaria del autor del Ismaelillo. Así lo aprecia la ensayista, filóloga y poeta cubana Diana María Ivizate González cuando afirma: “Por caminos estéticos y geográficos diferentes,  la creación martiana y whitmaniana convergen en un sentido trascendental del poema como una forma de reconstrucción humanista, donde individuo y sociedad son el centro de inspiración de sus grandes temas literarios” (Letralia, 17 de agosto, 2020). Pero, disfrutemos unos fragmentos de este escrito que dedicara Martí a Whitman:

Nueva York, abril 23 de 1887.

Señor Director de La Nación:

“Parecía un dios anoche, sentado en su sillón de terciopelo rojo, todo el cabello blanco, la barba sobre el pecho, la mano en un cayado”. Esto dice un diario de hoy del poeta Walt Whitman, anciano de setenta años, a quien los críticos profundos, que siempre son los menos, asignan puesto extraordinario en la literatura de su país y de su época. Sólo los libros sagrados de la antigüedad ofrecen una doctrina comparable por su profético lenguaje y robusta poesía, a la que en grandiosos y sacerdotales apotegmas emite, a manera de bocanadas de luz, este poeta viejo, cuyo libro pasmoso está prohibido.

¿Cómo no, si es un libro natural? Las universidades y latines han puesto a los hombres de manera que ya no se conocen; en vez de echarse unos en brazos de otros, atraídos por lo esencial y eterno, se apartan, piropeándose como placeras, por diferencias de meros accidentes como el pudín sobre la budinera, el hombre queda amoldado sobre el libro o maestro enérgico con que le puso en contacto el azar o la moda de su tiempo: las escuelas filosóficas, religiosas o literarias, encogullan a los hombres, como al lacayo la librea: los hombres se dejan marcar, como los caballos y los toros, y van por el mundo ostentando su hierro: de modo que cuando se ven delante del hombre desnudo, virginal, amoroso, sincero, potente; del hombre que camina, que ama, que pelea, que rema; del hombre que, sin dejarse cegar por la desdicha, lee la promesa de final ventura en el equilibrio y la gracia del mundo; cuando se ven frente al hombre padre, nervudo y angélico de Walt Whitman, huyen como de su propia conciencia, y se resisten a reconocer a esa humanidad fragante y superior el tipo verdadero de su especie, descolorida, encasacada, amuñecada.

Dice el diario que ayer, cuando ese otro viejo adorable, Gladstone, acababa de aleccionar a sus adversarios en el Parlamento sobre la justicia de conceder un gobierno propio a Irlanda, parecía él como mastín pujante, erguido sin rival entre la turba, y ellos a sus pies como un tropel de dogos. Así parece Whitman con su “persona natural”, con su “naturaleza sin freno en original energía”, con sus “miríadas de mancebos hermosos y gigantes”, con su creencia en que “el más breve retoño demuestra que en realidad no hay muerte”, con el recuento formidable de pueblos y razas en su “saludo al mundo”, con su determinación de “callar mientras los demás discuten, e ir a bañarse y a admirarse a sí mismo, conociendo la perfecta propiedad y armonía de las cosas”; así parece Whitman, “el que no dice estas poesías por un peso”, el que “está satisfecho, y ve, baila, canta y ríe”, el que “no tiene cátedra, ni filosofía, ni escuela”, cuando se le compara a esos poetas y filósofos canijos, filósofos de un detalle o de un solo aspecto, poetas de aguamiel, de patrón, de libro, figurines filosóficos o literarios.

Hay que estudiarlo, porque si no es el poeta de mejor gusto, es el más intrépido, abarcador y desembarazado de su tiempo. En su casita de madera, que casi está al borde de la miseria, luce en una ventana, orlado de luto, el retrato de Víctor Hugo; Emerson, cuya lectura purifica y exalta, le echaba el brazo por el hombro y le llamó su amigo; Tennyson, que es de los que ven las raíces de las cosas, envía desde su silla de roble en Inglaterra, tiernísimos mensajes al “gran viejo”.

Robert Buchanan, el inglés de palabra briosa, “¿qué habéis de saber de letras –grita a los norteamericanos–, si estáis dejando correr, sin los honores eminentes que le corresponden, la vejez de vuestro colosal Walt Whitman?”. La verdad es que su poesía, aunque al principio causa asombro, deja en el alma, atormentada por el empequeñecimiento universal, una sensación deleitosa de convalescencia. Él se crea su gramática y su lógica: él lee en el ojo del buey y en la savia de la hoja: “Ese que limpia suciedades de vuestra casa, ese es mi hermano”. Su irregularidad aparente, que en el primer momento desconcierta, resulta luego ser, salvo breves instantes de portentoso extravío, aquel orden y composición sublimes con que se dibujan las cumbres sobre el horizonte.

En José Martí, Obras Completas, La Habana, 1975. Tomo 13, pp. 131-143.

viernes, 18 de marzo de 2022

Kiev se defiende con el heroísmo de Stalingrado

 Hace unas décadas, leímos mucha literatura acerca de la heroica resistencia del pueblo ruso a la invasión de la Alemania nazi, cuando enfrentó a las enormes tropas con las que Hitler se propuso expandir su dominación por toda Europa. Como sabemos, la esperanza del dictador alemán chocó con la decidida entereza de un pueblo que se unió en la defensa de su tierra.

En las páginas de Ellos se batieron por la patria, de Mijaíl Shólojov, en las novelas de Alexander Bek La carretera de Volokolamsk y Los hombres de Panfilov, como en tantas obras, encontramos admirables escenas de valor, abnegación, grandeza e inmenso sacrificio en aras de expulsar al invasor. En su libro Somos hombres soviéticos el corresponsal de guerra y escritor Boris Polevoi exaltó aquella epopeya y, con ello, la admiración a su país creció mucho en todo el mundo.

Particularmente emotiva resultó la lectura de la novela Días y noches, en la que Konstantín Símonov describe el drama real que vivieron los rusos durante la batalla de Stalingrado, ciudad que defendieron durante casi seis meses calle por calle, casa por casa, hasta aniquilar la poderosa maquinaria de guerra de los alemanes, lanzada con toda su ferocidad sobre la heroica ciudad. Es tal vez la batalla más sangrienta en la historia de la humanidad, donde alrededor de dos millones de personas de ambos bandos perecieron, entre ellos miles de civiles, por culpa de un hombre que, en su locura, se creía capaz de “asaltar los cielos”.

Este "Monumento a la Patria" en Kiev rinde homenaje a la
victoria de la Unión Soviética frente al fascismo, donde  rusos y
ucranianos combatieron juntos.

En Stalingrado, el arma insuperable con que contaron los soviéticos frente a los tanques, aviación y poderoso ejército alemán fue la profunda convicción de su pueblo de que era preferible morir que ser dominado por una potencia extranjera. Hace casi 80 años de aquellos hechos tan fielmente descritos por Símonov en Días y noches y aún se conservan vivos los sentimientos de admiración y gratitud hacia los defensores de una ciudad agredida. Asimismo, el conocimiento de aquellos terribles acontecimientos, provocará siempre el desprecio hacia el agresor, identificado esencialmente en el rostro malévolo de un demente que arrastró a un ejército con el fin de cumplir su obsesión de poder.

Hoy, cuando Kiev está asediada, nos cuesta creer que los agresores provengan del mismo lugar en que vivieron los “hombres soviéticos” que describió Boris Polevoi. Y, más triste todavía, que estén agrediendo a los hijos de quienes en la batalla de Stalingrado compartieron la trinchera.

No es relevante saber si realmente fueron 28 los hombres comandados por Panfilov o si todos murieron para detener a la poderosa maquinaria de guerra alemana cuando avanzaba hacia Moscú. He leído que una película sobre este hecho fue muy admirada por el actual presidente ruso. Sin embargo, si la defensa de Kiev produjera alguna analogía con Stalingrado, los hombres de Volodímir Oleksándrovich Zelenski serían los de Panfilov, los defensores de la ciudad serían el arquetipo de los héroes que salvaron a Stalingrado y, más allá de la idealización novelística, el eterno derecho de los hombres a ser libres volvería a explicar el comportamiento heroico de los ucranianos en esta guerra que de todos modos ganarán.

Sabemos que hay contradicciones entre dos países que hasta hace tres décadas estuvieron bajo la misma bandera soviética y ahora son independientes. Puede entenderse que Rusia tenga resquemores porque la nación vecina se sienta más atraída por la política de Europa occidental que por la suya. Y cuando digo Rusia, aludo a quien detenta el poder desde hace 20 años y ha modificado la constitución para mantenerlo mucho más tiempo, porque no se ha hecho un plebiscito para saber realmente qué piensa el pueblo ruso sobre la guerra en que están volviendo a morir hijos suyos.

Entonces, ¿no era preferible antes de lanzar los aviones y tanques sobre el país fronterizo encontrar una solución que asegure el derecho que cada quien tiene a decidir su destino? De haberse lanzado una agresión ucraniana sobre Rusia, se justificaría la respuesta con las armas. Pero no fue Ucrania quien arrebató a Rusia un pedazo de su país. Tampoco hay señales alarmantes de que la pretensión de Ucrania de ser parte de la Unión Europea –OTAN incluida– sea un primer paso para agredir a Rusia.

¿Quién es el atacante?, ¿quién es el agredido?, debemos preguntarnos a la hora de culpar a alguien por los miles de seres humanos que han muerto en Ucrania en apenas tres semanas de guerra. No basta con justificar el asalto como alternativa a la posibilidad de ser asaltado, como si se tratara de una bronca callejera en que el más guapo vocifera que el que da primero da dos veces. Es mucho más lo que está en juego y de la serenidad, responsabilidad y sabiduría de los estadistas depende el destino de la humanidad.

Publicado en La Gaceta, el 18 de marzo de 2022.

 

viernes, 11 de marzo de 2022

La guerra en Ucrania entre la verdad y la posverdad

 Mientas descubrimos si las noticias sobre la guerra de Ucrania pertenecen a la verdad o la posverdad, muchos seres humanos siguen muriendo bajo los fusiles, bombas y misiles en ese país. Entre los soldados que mueren hay invasores e invadidos, únicas categorías posibles para enmarcar cualquier guerra que se desarrolle entre dos países, según quien haya atravesado la frontera para combatir. Los soldados lo saben y, en el momento de disparar, unos lo hacen defendiendo su tierra, familia, herencia, cultura; y en el lado opuesto, algunos no entienden por qué combaten, o no se lo preguntan y, en el peor de los casos, no les importa.

La verdad es la guerra, pero ahora ha nacido el concepto de la posverdad, defendiendo que la realidad de un hecho se mide por la opinión y emoción que se suscita alrededor de él. Para la Real Academia Española, que ya ha evaluado el término, la posverdad o mentira emotiva es un neologismo que implica la distorsión deliberada de una realidad en la que priman las emociones y las creencias personales frente a los hechos objetivos, con el fin de crear y modelar la opinión pública e influir en las actitudes sociales. Desde esta perspectiva, la información que ofrecen las jerarquías contendientes en el campo de batalla se enfoca en lo que quieren hacer creer, más que en lo que ocurre. Si, de un lado, uno reclama el derecho a agredir sobre la base de estar defendiendo la soberanía nacional, justifica la barbarie de la guerra con la narrativa patriótica de salvaguardar el futuro de su nación. No dudo de que ese discurso que cada día están oyendo millones rusos, les compulse a defender la política emitida por su dirigente político y militar.

Donde el emisor de esa posverdad tiene el control de los medios de comunicación y, a su vez, puede encarcelar a quien le enfrente con un discurso diferente, es natural que haga repetir una y otra vez su versión de los hechos hasta convertirlos en verdad para la inmensa mayoría de los receptores.

Hospital de maternidad en Mariúpol, la verdad de un ataque. 
Mirando los hechos de la guerra en Ucrania, es verdad que las intenciones declaradas del gobierno ucranio de incorporar su país a la OTAN hicieron temer a Rusia por el peligro que supondría tener en una extensa frontera el poderío militar de la organización militar enemiga. Por otro lado, se les prometió que la alianza europea no se iba a extender a sus zonas limítrofes y, sin embargo, se fueron acercando con el ingreso a ella de países de Europa del este que antes pertenecieron a la URSS. Desde estos hechos reales, puede entenderse que Rusia tenga razones para oponerse al incumplimiento de la promesa occidental, lo que no justifica que haya desatado una guerra criminal (todas lo son) contra el país vecino.

Esa falta de justificación se cubre con la posverdad que acompaña la presentación de los hechos, ocultando la verdad que vemos en tantas imágenes de edificios civiles destruidos, de miles de personas huyendo bajo el fuego, de muertos civiles entre los que hay niños, mujeres, ancianos, así como hospitales y escuelas bombardeadas. Mientras, se divulga que el Presidente ucranio es nazi, se le acusa de genocidio en las regiones separatistas que ahora el Presidente ruso reconoce independientes, se niega que la población respalde su gobierno y esté haciendo una abnegada resistencia al invasor, se sobredimensiona el peligro enemigo sobre el país y en ningún caso se relaciona la campaña militar con la posible sed de reconquista del antiguo poder del imperio ruso.

En lo que dilucidamos cuanto hay de posverdad en los argumentos con que el país agresor justifica su acción bélica, o las declaraciones con que las potencias mundiales se posicionan ante el drama ucranio desde sus propios intereses geopolíticos y económicos, la inobjetable  verdad de la guerra está en el sufrimiento de  seres humanos que no son una amenaza para nadie y, en unos minutos pierden el hogar, la escuela, el centro de trabajo, el hospital, la vida.

Y si esa verdad que vemos con horror en un país como Ucrania, hoy con ciudades injustamente arrasadas, y el tono de amenaza nuclear que se ha permitido el líder ruso dejara de ser una “distorsión deliberada de la realidad”, entonces la humanidad, con todo el encanto material y espiritual que ha logrado en miles de años podría, al desaparecer, ser la última verdad.

viernes, 4 de marzo de 2022

En defensa de Ucrania

       Parecía increíble que en la tercera década del siglo XXI se desatara en Europa una guerra sanguinaria que remeda al estallido de la primera y segunda guerras mundiales, sufridas por la humanidad en el siglo XX. Todavía viven personas que padecieron el horror de las hordas fascistas extendidas por el viejo continente y, seguramente, al contar sus dramáticos recuerdos incluyen la frase tranquilizante: son cosas del pasado.

Aunque se venía advirtiendo que era real la amenaza rusa de invadir a Ucrania para derribar su legítimo gobierno e imponer el que satisfaga a sus intereses, muchos políticos en el mundo la subvaloraron y otros, por intereses propios, la atribuyeron a alarmismos ­occidentales mal intencionados. Sin embargo, con todo su poder, la maquinaria militar, ciega a las órdenes de Vladimir Putin, se lanzó sobre el país vecino el pasado 24 de febrero. Por mucho que el líder ruso afirmara que su interés se limitaba a las regiones ucranianas de Donetsk y Lugansk, donde un movimiento separatista llevaba años enfrentado al gobierno central ucraniano, no sólo se limitó a reconocerles la independencia, sino que movió a su ejército hasta esos lugares y desde ellos avanzó hacia Kiev, la capital, donde creyó triunfaría en pocas horas dada su superioridad militar.

Pero los ucranianos han reaccionado con el mismo valor que lo hicieron frente a las hordas fascistas, a las que se enfrentaron hermanados a los rusos cuando convivían bajo la bandera soviética. Los rusos, que fueron los hermanos de ayer, los agreden hoy como enemigos cumpliendo órdenes que no proceden de sus sentimientos y que, como militares, se sienten compulsados a cumplir. Los sentimientos del pueblo de Tolstoi, el alma rusa a que aludía Dostoievski, no acompaña a quienes empuñan un arma contra sus vecinos, a los que lanzan un misil contra una edificación civil, a los culpables de que hayan muerto numerosos inocentes, entre ellos niños, mujeres, ancianos, incluso enfermos cercanos a curarse en un hospital.

Mas de dos mil civiles muertos y  destrucción  de edificaciones 
en Ucrania por la guerra desatada por Rusia.

La historia política de Ucrania es larga y compleja. Su primera organización política, conocida como la Rus de Kiev, compuesta por diversas tribus de eslavos orientales, llegó a ser el estado más fuerte de Europa entre los siglos IX y XIII y Kiev la ciudad más poblada. En el último siglo citado fue invadida por los mogoles y casi destruida.   Centurias más tarde fue dominada por el imperio ruso, causando grandes daños a su cultura al prohibirse la lengua ucraniana y su literatura.  

En medio de la Primera Guerra Mundial y la Revolución de febrero de 1917 en Rusia, se produjeron grandes cambios territoriales en Ucrania, que desde ocupar parte de lo que hoy es Bielorrusia y la Federación Rusa, quedó reducida a la que en 1921 se nombra República Socialista Soviética de Ucrania. En la época soviética sufrió limpiezas étnicas, al igual que otras repúblicas de la URSS. Se considera que  en la década de 1930 murieron más de 4 millones de ucranianos. Ello provocó un fuerte movimiento nacionalista, especialmente entre 1942 y 1956, cuando el Ejército Insurgente Ucraniano (UPA), intentó, sin éxito, independizarse de la URSS. 

En 1991, con la desaparición de la Unión Soviética, Ucrania se convirtió en un Estado independiente y se orientó hacia una economía de mercado y un gobierno democrático. En el siglo XXI su economía ha crecido. En la actualidad es una república gobernada bajo un sistema mixto semipresidencial y semiparlamentario, con separación de poderes en ejecutivo, legislativo y judicial. El presidente es elegido por voto popular para un mandato de cinco años y es el jefe de estado.  

Con la desintegración de la Unión Soviética en 1991, muchas de las repúblicas que antes la componían se fueron acercando a Occidente y algunas de ellas han ingresado a la OTAN, lo que podría también hacer Ucrania. Ello, naturalmente, preocupa al liderazgo ruso, que ve con recelo un poderío militar que pudiera contener la vocación autocrática e imperial de su férreo Mandatario.

A pesar del lenguaje político, diplomático incluso, con que se viene advirtiendo la escalada de los intereses rusos en el este de Europa, no se esperaba que Putin lanzara una maquinaria de guerra tan poderosa sobre un país que militarmente no alcanza ni una décima parte de su fuerza. Tampoco era previsible el lenguaje con que acompaña la agresión, declarando su intención de remover a un presidente electo por su pueblo, llamando a las fuerzas armadas de un país ajeno a levantarse contra su gobierno y, finalmente, ante una resistencia inesperada, llegar a amenazar con su poderío atómico al universo, si se planta frente a él.

Casi todos los líderes mundiales, artistas, intelectuales, deportistas, se han pronunciado contra el agresor. Por primera vez, Europa se ha unido para sancionar al país que salvajemente ha atacado a su vecino. En estos días, he leído muchas noticias y comentarios sobre la guerra que ha desencadenado Putin. Entre ellos, hay un artículo titulado “La guerra de Putin contra mí y contra ti”,  escrito por  Mircea Cărtărescu y publicado por ABC, del que tomo dos breves afirmaciones: “Ante la estúpida y sangrienta agresión a Ucrania por parte de la Rusia de Putin, Europa se parece hoy a la multitud de ciudades griegas del mundo antiguo que sólo la invasión del colosal ejército persa unió y dotó de la conciencia de su unidad en valores e ideales, de la idea de formar un único mundo”.

 Ante la amenaza del autócrata ruso de activar el poderío nuclear, comenta el escritor rumano: “Un solo hombre, perdido en sus alucinaciones, puede destruir hoy definitivamente el amor, la creatividad, la compasión, la solidaridad, la felicidad, la contemplación, la sonrisa, la maternidad, la curiosidad, la inteligencia y muchos otros aspectos de la maravillosa criatura humana. La guerra de Putin no es ahora contra Ucrania, sino contra cada uno de nosotros”.