viernes, 15 de diciembre de 2023

Diálogo con el autor de Bienaventurados los perseguidos

 Luis Enrique Alfonso Hernández es el autor de la novela Bienaventurados los perseguidos, publicada recientemente por Classic Subversive. Al leer esta extensa obra, me llamó la atención que el escritor iniciara el camino de las letras con un empeño de esa magnitud (casi 600 páginas), logrando mantener la estructura, coherencia, manejo de los protagonistas, los diálogos, nivel dramático, clímax y desenlace de una obra capaz de complacer las exigencias del lector.

Después, conociendo algunos datos de la biografía de Alfonso Hernández –cubano que actualmente vive en España–, tuve la impresión de que, en el personaje central (Leal) hay una especie de alter ego del autor, por lo que la entrevista que le propuse comienza interesándose en esta correspondencia.


¿Cuánto hay de testimonial en Bienaventurados los perseguidos?

Mucho, recreado literariamente, por supuesto.

¿Hay un motivo extraliterario que te compulsó a escribir Bienaventurados…?

Básicamente un motivo cubano. No sé si el dolor cubano está fuera o dentro de la Literatura, pero sé que está dentro de la nación adolorida.

Leal, protagonista central de tu novela, es un oficial de la Seguridad del Estado cubana que, estimado hasta por el Primer Secretario, pudo alcanzar y disfrutar de altos cargos en la nomenclatura de la Isla. Sin embargo, termina rompiendo con ese cuerpo y, finalmente, yéndose al exilio. ¿Qué factores de su experiencia y personalidad lo compulsan a esa actuación?

Leal no ocupa altos cargos, es simplemente un operativo de fila de la unidad más selecta en el ámbito más elitista del apparachik, que se codea con los altos cargos de la nomenclatura. Llega a ello por su espíritu aventurero y romanticismo juvenil. En la medida que conoce el intríngulis político de la cúpula de poder sufre un proceso que transita de la decepción, pasando por la repugnancia y repudio, hasta el desprecio y la indiferencia. Deja de creer en la retórica del colectivismo social para centrarse en su familia. No se va a un determinado sitio, se va de Cuba.

En un entorno donde la corrupción se agiganta con la crisis económica, la figura de Isabela representa una naturaleza moral, ética, bondadosa y jovial, profundamente humana, que no concuerda con el medio en que se desenvuelve. ¿Qué significado te propusiste dar a su figura?

Isabel representa la posibilidad de preservar el alma pura bajo cualquier circunstancia. Su historia es muy recurrente, la belleza, el amor y el bien hacer se tornan insoportables para los chapuceros que odian y, por tanto, en blanco de su acecho destructivo.

En un espacio donde se insiste en que la revolución es lo primero y que coadyuvó, incluso, a una fragmentación de las relaciones familiares, ¿hasta dónde tu acento en la familia se propuso contradecir los postulados indicados?

No sólo los postulados indicados por la supuesta revolución cubana, sino las tendencias woke globalitarias, que es sabido ambas tienen en común, en última instancia, una base filo marxista con diferentes grados de sutileza. El debilitamiento de la familia facilita el manejo de la sociedad como una masa desamparada por el grupo de poder, independientemente de la élite que lo ejerce o pretenda ejercer.

Vuelves más de una vez en la novela a 1989. ¿Qué significó para el narrador el fusilamiento del General Ochoa?

En consecuencia, con su generación, esos acontecimientos no significaron un momento culminante sino un punto de partida. Como el detonante que hizo prestar atención. La pérdida de la virginidad.

Creo que tú mismo correspondes a ese grupo de perseguidos bienaventurados en que se inscribe el protagonista de tu novela. ¿Tendrías algo que transmitir en ese sentido?

No creo que en Cuba exista una persona que no haya sido perseguida por un vecino o colega de trabajo envidioso, el chivato que deposita su certidumbre en la creencia de que pertenece a algo superior, un burócrata que ejerce su pequeña cuota de poder o el apparachik llamado a garantizar la sumisión. Es cierto, y triste, que parte de la buenaventura a la que aspiran, me atrevo a decir que la mayoría de los cubanos, radica en la emigración o el exilio; sin embargo, creo que no basta. La gran buenaventura es resultado de la paz interior, durante mucho tiempo lo consideras un cliché, pero lo entiendes cuando lo consigues. Creo recordar que fue el genial Cabrera Infante quien avisó que los cubanos nacemos culpables.

 Me parece muy bien logrado el final que das a tu novela, donde también aciertas en el manejo de los personajes, el argumento y la trama.  ¿Te propusiste dejar al lector imaginar el fin del conflicto en el que se desarrolla la obra?

Gracias. Algo de eso hay, pero no fue un proceso tan imaginativo porque los bienaventurados, incluso los lectores extranjeros, asisten al único final posible, pese a que la novela solo cuenta una parte de la desgracia colectiva.

Te dedicas actualmente a la actividad comercial (como Leal), distante de la literatura. Sin embargo, te das a conocer como escritor con una extensa novela que considero muy bien lograda. ¿Cómo te enfrentaste al oficio de escribir?

Muchas gracias. Llego al exilio a construir otra vez desde cero, con más de cincuenta años, la fortaleza de una familia invencible y una historia que contar. Creía que haber escrito informes de trabajo, tesis o cartas y ser un lector empedernido sería suficiente, más el empeño; sin embargo, nada más comenzar te das cuenta de que por respeto a quien vaya a leerte, te merece un esfuerzo y estudio serio. Me inscribí en la Escuela Tinta Púrpura de la escritora y editora madrileña Covadonga Gonzales Pola. Además, el privilegio del arropamiento de Carmen Capdevila, Tony Gómez y Alberto Sicilia, genial equipo de ClassicSubversive Editions. Gracias a todos ellos tuve la oportunidad de descubrir semejante deleite.

Al terminar esta novela, ¿qué nuevos proyectos literarios tienes?

Otra novela. Leal e Isabela ya en libertad, testigos y cómplices de la deseada transición hacia la democracia en su amada isla, acechada por un extenso y enmarañado enjambre de corrupción, empresas fantasmas y testaferros al servicio de intereses privados de los principales personeros del viejo establishment en componenda con determinadas élites globalitarias. Donde otra vez, quien se sienta reflejado, seguramente será intencional. Pero el narrador no acusa, solo cuenta la repugnancia y el hastío.

viernes, 8 de diciembre de 2023

Cicerón murió por defender la República romana contra la dictadura

 La historia permanentemente nos enseña y, por muy antiguas que sean sus lecciones, siempre la actualidad encuentra asideros útiles en ellas. La frase “aguas pasadas no muelen molino”, no contradice la posibilidad de auxiliarnos en el pasado para entender el comportamiento político del tiempo en que vivimos.

Hay tal cúmulo de entrelazamientos entre los acontecimientos históricos más lejanos y los actuales que desoírlos es, cuando menos, imprudente. Uno de ellos lo relaciono con Marco Tulio Cicerón, asesinado  en Roma el 8 de diciembre del año 43 a.n.e. por su enérgica defensa al gobierno republicano establecido, frente a los intentos de imposición de una dictadura, la que finalmente se implantó con la creación de lo que fue el Imperio romano.

Busto de Cicerón, en bronce, en la Biblioteca Mazarine, París

El móvil para asesinar a uno de los más grandes pensadores de su tiempo encuentra en la historia, desde esos días hasta hoy, múltiples repeticiones, avisos y ángulos interpretativos. Llama la atención que uno de los pocos libros que José Martí incluyera en su mochila de campaña al salir para la guerra en Cuba fue una biografía de aquel senador romano. El 16 de abril de 1895,  confiesa en carta a María Mantilla que lleva consigo el libro Vida de Cicerón.

Con aquel libro, adquirido en Cabo Haitiano, llega a la Isla el  11 de abril de 1895, junto a Máximo Gómez y otros cuatro compañeros. ¿Por qué, en tan apretado equipaje, junto a la hamaca, algunos proyectiles, medicinas y un mapa de Cuba, Martí lleva a la guerra una biografía de Cicerón y no un libro sobre táctica militar? La elección debió relacionarse, inobjetablemente, con la preocupación más grande que tenía el líder cubano en el marco de una guerra de la que él fue su genial organizador: defender desde el inicio el carácter democrático que debía asegurar el establecimiento de una república libre,  frente a  líderes militares que pudieran ponerla en peligro por ambición de poder, favorecidos desde la gloria de los triunfos militares. 

El marco en que se produce la muerte de Cicerón implicaba esa misma  contradicción. Los líderes militares, triunfadores en las grandes campañas que extendieron el poderío romano, pugnaban por suplantar una República donde los tribunos, senadores y otros representantes eran electos, por el poder unipersonal concentrado en un dictador militar.  La rivalidad entre unos y otros afloró en el asesinato de Julio César (44 a.c., quien subordinó al Senado y toda la autoridad a su mando. Cicerón era senador y su crítica a César y a su sucesor, Marco Antonio, cuando se daban los primeros pasos por sustituir a la república por el imperio, determinó que fuera una de las víctimas de la purga que persiguió a los defensores de la democracia romana, con todas las contradicciones y debilidades que poseía en el marco de una sociedad esclavista.

El historiador Plutarco nos cuenta el último momento del gran orador, filósofo y político romano: 

“Llevándose, como era su costumbre, la mano izquierda a su mentón, miró fijamente a sus verdugos, sucio del polvo, con el cabello desgreñado y el rostro desencajado por la angustia, de modo que la mayoría se cubrió el rostro en el momento en que Herenio lo degollaba (…) Tenía 64 años. Por orden de Antonio le cortaron la cabeza y las manos con las que había escrito las Filípicas. Una cabeza y unas manos que Antonio ordenó exponer como trofeos, para que todo el mundo en Roma pudiera contemplarlos, sobre el Rostra, la misma tribuna de los oradores desde la que pocos meses antes Cicerón había sido aclamado por la multitud”.

Finalmente, elijo unas palabras de Stefan Zweig sobre Cicerón, porque el escritor pacifista austríaco es también un digno ejemplo de la defensa de la democracia frente al poder de los autócratas. El autor de Fouché seleccionó a Cicerón para el inicio de su obra Momentos estelares de la humanidad, donde dice sobre él:

“Ninguna acusación formulada por el grandioso orador desde esa tribuna contra la brutalidad, contra el delirio de poder, contra la ilegalidad, habla de modo tan elocuente en contra de la eterna injusticia de la violencia como esa cabeza muda de un hombre asesinado. Receloso, el pueblo se aglomera en torno a la profanada Rostra. Abatido, avergonzado, vuelve a apartarse. Nadie se atreve –¡Es una dictadura!– a expresar una sola réplica, pero un espasmo les oprime el corazón. Y, consternados, bajan los ojos ante esa trágica alegoría de su República crucificada”.

Cuánto enseña ese ejemplo, ocurrido hace 2066 años, a estos tiempos en que, en medio de una democracia considerada una de las más avanzadas del mundo, se escuchan discursos populistas que arrastran tras una imagen “salvadora” –arrogantemente cesariana–, la política de una nación civilizada. 

viernes, 1 de diciembre de 2023

Ha llegado diciembre

 Ha llegado diciembre en un abrir y cerrar de ojos, como se dice. ¿Es que las transformaciones impuestas por la revolución tecnológica más acelerada de la historia nos hacen percibir el paso del tiempo a mayor velocidad, o es que con el avance de la edad quisiéramos que los años nos duraran un poco más? A casi todos los adultos nos parece que en los lejanos años de la infancia entre una Navidad y otra discurría un tiempo enorme. Aquellos trescientos sesenta y cinco días que debíamos esperar para la próxima llegada de los Reyes Magos contenían tanta vida que el regreso del regalo navideño se alargaba en  el  tiempo, una magia que   ha desaparecido con los regalos al alcance de la mano, sin adornos seductores, en cada día del año.

Es que ya estamos en el diciembre del Calendario Gregoriano, el duodécimo mes del año y que, aunque está entre los más largos por contar con 31 días, es tan dinámico como las fiestas y luces que le ­engalanan. Su nombre nace del latín decembris, una derivación de la voz decem, que significaba diez. La razón es que en la medición del tiempo de la antigua Roma, que empezaba en marzo,   diciembre era el décimo mes. A aquel calendario de diez meses, Numa Pompilio  (753-674 a. C.), siendo el segundo rey de Roma, le agregó enero y febrero. Siglos después, en el año 46 a.C., el emperador Julio César introdujo el Calendario Juliano, también dividido en 12 períodos, empezando en marzo. Vino a ser el Gregoriano, originado en España y aprobado por el papa Gregorio XIII en 1582, el que convirtió a diciembre en el mes número 12, último del año.

Al establecerse el Calendario Gregoriano se perdieron diez días, pues se decretó que 
el día siguiente al jueves, 4 de octubre (jueves), sería viernes 15 de octubre de 1582. 

Sin embargo, la palabra diciembre, como la conocemos hoy, no viene a aparecer en el Diccionario de la Lengua Española hasta 1732, cuando el llamado Diccionario de Autoridades –antecesor inmediato de la RAE– lo incluye como “duodécimo mes del año, que tiene 31 días”.

Después de esta breve disquisición, retomamos el motivo de elegir diciembre para estas líneas, que es ver la ciudad engalanada desde el Thanksgiving, con todo el resplandor de sus luces multicolores iluminando sus diversas calles, avenidas, portales, parques, lugares públicos y privados. Es como si el último mes del año modificara no solo el entorno en que vivimos, sino también la mentalidad con que admiramos la naturaleza y la creación humana, enriquecida con una espiritualidad que se expande a lo conocido y lo ignoto, con la esperanza de que el engalanamiento del espacio contribuya a nuestro embellecimiento interior.

Como todo es nacimiento y fin, el año también lo es, por lo que diciembre asume la vejez y terminación del tiempo encerrado en doce meses, por lo que su espera, y despedida para el reinicio de un nuevo ciclo, se asume como cumplimiento y compromiso: lo alcanzado en los últimos doce meses y lo que nos proponemos para el año siguiente. En su asunción, se refleja la diversidad humana en los distintos componentes de la personalidad. Si para el poeta peruano César Vallejo, –cuyo pesimismo llega al verso “diciembre con sus 31 pieles rotas”–, hay un desencanto en cada día de un mes que debió serle doloroso y frío, en Francisco de Quevedo hay un hálito de optimismo pletórico de alegorías cuando escribe: “Cuando llega diciembre y las lluvias abundan/ ellas con las acacias tornan a florecer”. Mientras,  en  la poetisa   colombiana Meira Delmar (1922-2009) hay una alegre nostalgia al “ver llegar las golondrinas/ que con diciembre regresaban”.

Diciembre es un nombre que aparece en títulos de poemas, novelas, filmes, pinturas y en múltiples expresiones de la realización humana, no solo por ser el que contiene la fecha de devoción espiritual más extendida en la civilización cristiana –la Navidad–, seguida del Año Nuevo, enlazando los días festivos más intensos, sino también por la enorme implicación simbólica que atesora.  Por ello, en la sabiduría sintetizada en los refranes también nos encontramos con sus letras, desde su doble percepción, como vemos en el refrán italiano: “Dicembre, dà freddo al corpo ma gioia al cuore (Diciembre da frío al cuerpo, pero regocijo al corazón”).