viernes, 30 de abril de 2021

Acerca del impacto del Covid-19 en la cultura

 La pandemia que estamos atravesando hace ya más de un año se refleja en todas las áreas del comportamiento humano, más allá de la crisis sanitaria global que ha provocado. Si al llegar las primeras noticias con la palabra coronavirus ésta no había estado en nuestro vocabulario, hoy no existe un hogar en el mundo donde no haya penetrado y desde los niños hasta los más ancianos la distinguen con una variedad de matices que indican preocupación, temor, resguardo, conocimiento, superstición o responsabilidad. En todos los casos, la voz se integra a la conversación en el idioma de cada pueblo, oyéndose Xīnguān bìngdú entre oriundos de China, ­­Mànshēng zhě  para  cuantiosos  árabes, Kōrōnābhā’irasa en quienes viven en Nepal, Koronawirus los polacos o coronavirus, como escribimos los que hablamos español, inglés, francés, alemán y otros idiomas, cada cual desde su escritura y pronunciación.

   Que la pandemia extendida en el vigésimo año del siglo XXI ha afectado la demografía mundial es una triste realidad, al aumentar significativamente los decesos en una franja de la población más longeva y perder con ella un reservorio de conocimiento. Cuando se menciona la cifra de más de tres millones de muertes, conmueve pensar que una gran parte de quienes han perdido la vida por este virus aún estarían al lado de su familia, transmitiendo a sus descendientes verdades ancestrales.

   Lo fácilmente visible del impacto que el coronavirus ha tenido sobre la cultura se relaciona con la pérdida temporal de espacios donde ella se manifiesta. El cierre de teatros, cines, museos, clubes sociales, estadios, festivales, ha afectado su disfrute. La interrupción momentánea de esos espacios no solamente ha privado a millones de personas de una riqueza espiritual que es parte de su modo de vida, sino, también, ha influido negativamente en el proceso de una producción artísticas cuya dinámica se estimula con su consumo. Habría que estudiar hasta dónde el cierre de escenarios donde se realiza el artista, sumado a marcas sicológicas devenidas del enclaustramiento, ha repercutido en el nacimiento de obras destinadas al mercado de la cultura. Ello, sin hablar de quienes han perdido su trabajo por el cierre temporal de las instalaciones donde se desempeñan, o, más dramático aún, de los que han muerto a consecuencia del Covid-19, como los cantantes mexicanos Armando Manzanero y Oscar Chávez, la actriz española Lucía Bosé, el actor canadiense Nick Cordero, por sólo citar algunos ejemplos.

   Asimismo, el cierre de las aulas, aunque sea por un trimestre, ha ejercido una particular conmoción sobre la cultura, no únicamente por el atraso en el aprendizaje que puede suponer esa necesaria medida, sino por los replanteamientos a que obliga, entre ellos las clases a distancia, sustituida la presencia física del maestro por su imagen en una pantalla de televisión. Probablemente el contenido de la lección sea bien transmitido y el estudiante logre aprobar su curso, pero sin la mirada, el gesto, la mano en el hombro, sin esa sensación de complicidad que entraña la trasmisión y aprehensión del conocimiento, el hecho cultural del lazo maestro-alumno queda incompleto.

   También, asistimos a efectos más sutiles que la pandemia provoca en la sociedad y que, a la postre, impactan las costumbres. Entre ellos, creo significativo un elemento atávico relacionado con el tránsito a la muerte y los ritos funerarios con que las diversas culturas lo acompañan. Si bien, hay notables diferencias culturales alrededor de este hecho, es universal el hábito de acompañar al familiar en sus últimos minutos de vida. No creo que ello sufra variación ­porque miles de personas ­hayan ­atravesado por el dolor de no abrazar a un ser amado en el minuto de su despedida final, pero podría influir en el ritual del velorio y el enterramiento, cuando cada vez más personas se inclinan por la cremación, sobrepasando los límites de la cultura heredada.

   Cuando transcurra un tiempo prudente, la Sociología y otras ciencias afines estudiarán la influencia que pudo tener la pandemia actual en determinadas transformaciones de las costumbres y cuyos primeros signos, apurados por la pandemia, comienzan a pugnar en la mentalidad que rodea la convivencia familiar, comunitaria, laboral, educativa, donde se sintetiza la cultura.

 

viernes, 23 de abril de 2021

Un viaje a Nueva York. El puente de Brooklyn (III)

 

   Si antes de caminar por el extenso puente que une a Manhattan con Brooklyn has leído las crónicas que José Martí le dedicara, el disfrute de su impresionante estructura se enriquece con la belleza de una descripción impresionista. Los dos relatos que en los días de su inauguración escribiera el periodista cubano –“El puente de Brooklyn”, La América, Nueva York, junio de 1883 y “Los ingenieros del puente de Brooklyn”, La Nación, Buenos Aires, 18 de agosto de 1883 (incluidas en el tomo 13 de sus Obras Completas)– figuran entre lo más elevado que se ha escrito acerca del proyecto de ingeniería más innovador y audaz de su tiempo. Y cuando rememoras que aquel ­hombre de pequeña estatura,  pobremente vestido para la crudeza del invierno neoyorquino, cruzaba el largo puente dos veces al día –cuando viviendo en Brooklyn trabajaba en Manhattan–, lo andas ahora como junto a él, como si te fuera contando a cada paso los detalles de su armazón, el alma de su engendramiento, el tejido oculto de cada pieza de su engranaje.

   El 24 de mayo de1883, Martí asistió a la inauguración  de aquel puente, junto a una  “muchedumbre premiosa, que lleva el paso de quien va a ver maravilla”. Y el entusiasmo ante la magnitud de aquella cimentación –ahora ante nuestros ojos–, lo expresó con algunas interrogantes: “Y ¿qué raíz ha podido asegurar a tierra esa gigante trabazón, pasmo de los ojos, y burla del aire? ¿qué aguja ha podido coser ordenadamente esos hilos de acero, de 15 1/4 pulgadas de diámetro, y en los extremos anudarlos? ¿quién tendió de torre a torre, sobre 1596 pies de anchura, el primer hilo, 5 mil hilos, 14 mil millas de hilo? ¿quién sacó el agua de sus dominios y cabalgó sobre el aire, y dio al hombre alas?”. Él mismo da las respuestas, detallando el volumen, cimentación, peso y seguridad de cada uno de sus componentes.

   Al adentrarnos en su recorrido, se siente la palabra del cronista decimonónico, advirtiéndonos que “debajo de nuestros pies, todo es tejido, red, blonda de acero: las barras de acero se entrelazan en el pavimento y las paredes que dividen sus cinco anchas vías, con gracia, ligereza y delgadez de hilos; ante nosotros se van levantando, como cortinaje de invisible tela surcada por luengas fajas blancas, las cuatro paredes tirantes que cuelgan de los cuatro cables corvos”.

   Estaba bien entrada la tarde del domingo, 21 de marzo, cuando llegamos a su primer extremo y vimos a decenas de personas, protegiéndose con mascarillas de la pandemia que nos acorrala, dispuestas a caminar por el histórico puente. Por uno de los bordes del carrill destinado a peatones, vemos a muchos jóvenes cruzar raudos en bicicletas, alguno con una goma al aire, desafiando el cielo, mientras otros se detienen en los bordillos a preservar el instante en una fotografía. Entre ellos, adivinamos la ­variedad de culturas que viven y visitan Nueva York, sintiéndose en la capital del mundo. Esa pluralidad humana, junto a la magnificencia de la obra, es muy visible en la descripción que nuestro incorpóreo narrador nos va contando: “(…) en sus cimientos, que muerden la roca en el fondo del río; en sus entrañas, que resguardan y amparan del tiempo y del desgaste moles inmensas, de una margen y otra, este puente colgante de Brooklyn, entre cuyas paredes altísimas de cuerdas de alambre, suspensas –como de diente de un mamut que hubiera podido de una hozada desquiciar un monte–, de cuatro cables luengos, paralelos y ciclópeos, se apiñan hoy como entre tajos vecinos del tope a lo hondo en el corazón de una montaña, hebreos de perfil agudo y ojos ávidos, irlandeses joviales, alemanes carnosos y recios, escoceses sonrosados y fornidos, húngaros bellos, negros lujosos, rusos de ojos que queman, noruegos de pelo rojo, japoneses elegantes, enjutos e indiferentes chinos”.

   Si en el artículo para la revista La América Martí destacó las características del puente, en el destinado al periódico argentino La Nación centró su interés en los ingenieros que lo hicieron posible. Así, al caminar ahora sobre su perdurable superficie, sabemos de John y de ­Washington Roebling, padre e hijo, quienes diseñaron y guiaron cada detalle de esta magna creación. Si bien el escritor exalta la concepción estética del puente  –“Como crece un poema en la mente del bardo genioso, así creció este puente en la mente de Roebling”–, pone énfasis en el valor ético,  moral y servicial que caracterizó a sus edificadores, al informarnos que el padre  “murió de su obra, como mueren todos los espíritus sinceros”, y que el hijo fue también un valiente soldado durante la Guerra Civil: “Blandió el acero doblemente: en sable, sobre los enemigos; sobre los ríos, en puentes”.

   Cuando llegamos al final del pontón, comparto una frase del artículo martiano: “regocija lo inmenso”. Con ese alborozo, culminante de la jornada neoyorquina, nos sentamos a descansar en un pequeño parque donde comienza ­Brooklyn. Entonces, asocio involuntariamente la inmensidad del puente con una metáfora que extiende su significado; un puente donde se junten orillas no separadas por el agua, sino por la intransigencia de la política y la ideología; un puente humano de concordia y pluralidad, incluyente y respetuoso con el credo y expresión de todos, que es el primero de los derechos humanos.

viernes, 16 de abril de 2021

Un viaje a Nueva York (II)

   Cuando salimos del Museo de Arte Moderno, ya al anochecer, supimos que José y Ailicec nos escondían una sorpresa: habían reservado tickets para el mirador “Top of the Rock”, sin decirnos que nos esperaba un elevador en el que ascenderíamos 67 pisos en 42 segundos. Previamente, caminamos hasta el Rockefeller Center, un conjunto de 19 imponentes edificios que van de la calle 48 a la 51, entre la Quinta y la Sexta Avenida de Manhattan. Es un espacio arquitectónico atractivo, donde se enciende cada año el gigantesco Árbol de Navidad de La Gran Manzana, tiene una hermosa pista de patinaje sobre hielo, lujosas tiendas, decoraciones fulgurantes e infinitos encantos. Su edificación, de estilo deco, fue concebida por John D.  Rockefeller en 1930 y culminada por su hijo John Davison en 1939.  Ha sido considerado el proyecto de edificación privado más grande realizado en los tiempos modernos.

   Nuestra visita fue exclusivamente al “Top of the Rock”, en lo alto del rascacielos Comcast, entre las plantas 67 y 70. Antes de entrar al elevador, nos detuvimos ante la célebre fotografía conocida como “Almuerzo en lo alto de un rascacielos” (1932), en la que once obreros están sentados en una viga a más de 250 pies de altura, comiendo sándwiches y sonriendo plácidamente.  Al subir, una panorámica de 360 grados pone ante nuestros ojos la imagen mirífica de Nueva York. Desde la alucinante altura, parece posible tocar los rascacielos con los dedos, alcanzar el Empire State –considerado por muchos una de las Siete Maravillas del Mundo Moderno–, admirar el  nuevo World Trade Center –donde estuvieron las Torres Gemelas abatidas por el terrorismo–, llegar a ­Brooklyn o adivinar, más al suroeste,  el  monumento que exhibe La Liberté éclairant le monde.

Vista de Nueva York desde el Top of the Rock

   El domingo, 21 de marzo,  iniciamos el paseo en Wall Street, una calle del bajo Manhattan, entre Broadway y el East River. Aunque el nombre remite al pulmón financiero del mundo –la Bolsa de Valores de Nueva York– mi atracción al lugar se relaciona con José Martí, pues allí cerca –en Front Street 120– tuvo su oficina de trabajo durante muchos años y fue, seguramente, el lugar desde el que
 más escribió durante su vida.

   El día antes, mi amigo Orlando Sánchez Soto –uno de los grandes músicos del género jazz y virtuoso del saxofón, quien vive en Nueva York– me había dicho por teléfono que nos veríamos temprano al lado de la escultura de bronce llamada Toro de Wall Street, situada en el parque Bowling Green. Llegó vestido de negro, con una larga barba y un pequeño kipá sobre la cabeza. Sabía que en los últimos años se había convertido al judaísmo, por lo que advertí a mis acompañantes, con cierto orgullo, que estaríamos guiados por un rabino. Pero la gran sorpresa fue su esposa, finalmente la verdadera cicerone de esa espléndida mañana, pues conoce cada rincón histórico de aquel sitio inaugural de Manhattan. Ella, la periodista Carmen María Rodríguez, nos fue mostrando las calles por las que Martí caminó tantas veces para llegar a su oficina. Ya no existe el edificio con la numeración que conocemos, pero en la calle adoquinada se siente como el murmullo de su paso apremiante.

Con Orlando Sánchez y Carmen María
   A continuación, nos encaminamos hacia la esquina de Beaver St. y William St., donde está el restaurante Delmonicos desde hace casi doscientos años. En él, Martí almorzó, tomó más de una vez una copa de vino y nos dejó una crónica –escrita en 1881 al morir John Delmonico, su fundador– donde nos cuenta sobre célebres figuras que habían disfrutado de su distinción:

  “En Delmónico han comido Jenny Lind, la sueca maravillosa; Grant, que después de un banquete recibió a sus visitantes bajo un dosel; Dickens, a quien un vaso de brandy era preparación necesaria para una lectura pública (...) Luís Napoleón, antes de acicalarse con el manto de las abejas, comía allí; (…) y el hijo del zar, y célebres actores, y nobles ingleses, y cuanto en las tres décadas últimas ha llegado a Nueva York de notable y poderoso”.

   Después, llegamos a la Iglesia de la Trasfiguración, en Mott Street, número 25. Carmen, sorpresivamente, se detuvo en aquel sitio para mostrarnos la parroquia donde predicó el Padre Félix Varela. En torno al monumento que eterniza su memoria, hablamos sobre el tiempo neoyorquino del “hombre que nos enseñó a pensar”, como le calificara José de la Luz y Caballero.

 Memorial a Félix Varela en la Iglesia
de la Transfiguración, Manhattan, NY.

   También, nos acercamos al sitio en que George ­Washington fue declarado  primer presidente de la nación –el Federal Hall de Nueva York– y, contemplando la estatua que guarda esa memoria, recordamos unas palabras suyas de aquel 30 de abril de 1789: “(…) juro solemnemente que apoyaré y defenderé la Constitución de los Estados Unidos contra todos los enemigos, extranjeros y domésticos”.

Asimismo, nuestra afable guía nos muestra el edificio del Ayuntamiento, en City Hall Park, el más antiguo del país. Allí, nos confesó la razón para detenernos: “Aquí los cubanos velaron el cadáver de Francisco Vicente Aguilera”. Entonces dedicamos unas palabras al gran bayamés, el hombre más rico del oriente cubano cuando empezó la Guerra de los Diez Años. Fue vicepresidente de la República en Armas y Céspedes lo nombró su Lugarteniente en la región oriental. Murió pobre y con frío en Nueva York, a los 55 años de edad, pidiendo limosnas en las calles para hacer libre a su país. 

  De allí fuimos a un restaurante del célebre barrio chino, donde saboreamos algunas exquisiteces de su cocina, conversamos largamente y nos despedimos agradecidos, preparados para caminar, de un lado al otro, el puente que unió a Brooklyn con Nueva York.

viernes, 9 de abril de 2021

Un viaje a Nueva York (I)

 Cuando iba para el aeropuerto de Tampa a tomar el vuelo que me llevaría a Nueva York, junto a mi esposa, un hijo y una sobrina, mi último vástago comentó que no veríamos en el avión a nadie con 4 sombreros en la cabeza, aludiendo a los viajes que hacemos a Cuba, los únicos que me he permitido desde que radico en Estados Unidos. Mi respuesta fue silenciosa: Tampoco me esperan 4 cabezas en Nueva York. Sin embargo, desde la llegada a la Gran Manzana a plena luz de las diez de la mañana, abrigados del aire y de una temperatura a 40 grados, sentí que empezaba a cumplir un sueño de la  juventud derivado de la lectura de “Escenas norteamericanas”, aquellas extraordinarias crónicas en las que José Martí describió sus impresiones sobre la ciudad en que vivió casi 15 años.

  Al detenerme en el Parque Central ante la escultura ecuestre de Martí, recordé las palabras suyas al acercarse en Caracas a la estatua de Bolívar en 1880. También sentí “que se movía, como un padre cuando se le acerca un hijo”. Mirar la efigie de ambos próceres de la independencia americana, muy cerca el uno del otro en el Parque Central de Nueva York, desborda el capital simbólico que guarda el culto a su grandeza histórica, extendiendo el alcance de su significado hispanoamericano a la grandeza continental.

   Cumplido el ritual sagrado, empezamos el recorrido neoyorquino por los grandes tesoros del arte universal que muestra la ciudad, visitando el Museo Metropolitano y el Museo de Arte Moderno, ambos impresionantes por el valor de las obras que exponen. Detenerse, en el primero, en la sala consagrada a la cultura helenística, egipcia, medieval o moderna, es admirar en un instante la síntesis de dos milenios de riqueza estética. Frente a un autoretrato de Rembrand, el de Vincent van Gogh con sombrero de paja, una pintura del Greco, el “Jardín  de Sainte-Adresse” de Monet, la imagen de Gertrude Stein pintada por Picasso, se conmueve el espíritu. 

Y cuando los ojos no se han recuperado del constante asombro frente a la belleza de las obras de arte acabadas de contemplar, entramos al MOMA (Museo de Arte Moderno) y buscamos, ansiosos, “La noche estrellada” de Van Gogh. Pero antes de llegar a ella, en el quinto piso, nos detuvimos con emoción a admirar obras de los mexicanos David Alfaro Siqueiros y Frida Khalo, de los franceses Paul Cezanne,  Marcel Duchamp, Marc Chagal, Paul Gauguin. Asimismo, nos demoramos contemplando “Las señoritas de Avignon”, de 1907, donde Pablo Picasso llevó al lienzo el tema controversial de un prostíbulo y con esa pintura abríó el camino del cubismo.

Pablo Picasso. Las señoritas de Avignon, 1907.

 Finalmente, llegamos a una de las obras más bellas de Van Gogh, “La Noche estrellada”, tal vez la más depurada del posimpresionismo. Me detengo en el círculo amarillo que aparece en su esquina superior derecha, al recordar a algunos críticos que siguen preguntándose si alude al sol o al planeta Venus, lo que será siempre un misterio. Acerco la cámara más allá de lo permitido para una fotografía de un fragmento de la obra, me regañan y me aparto a seguirla mirando, hasta que me llaman mis acompañantes, que ya están en la sala siguiente, deslumbrados con el colorido de una composición del ruso Vasily Kandisky, uno de los precursores del arte abstracto y respetado, también, como crítico de arte. 

   La primera noche en Nueva York la dedicamos a caminar por la famosa calle Broadway, en Manhattan, deteniéndonos en el lugar que se entrecruza con la 7.ª Ave. y que algunos han llamado “centro del universo”, otros “encrucijada del mundo” y los más admirados han llegado a creerle “el corazón del mundo”. Realmente,  es impresionante esa intersección comercial, con los famosos teatros de Broadway cercanos, sus altos edificios pletóricos de luz y con gigantescas pantallas sujetas en sus paredes exteriores, desde donde desfilan incesantemente hermosas imágenes con anuncios, canciones, instrumentos musicales y rostros sonrientes que convocan a disfrutar el paseo por uno de los sitios más espectaculares del mundo.

   Cenamos en un restaurante alrededor de Times Square, del que salimos en una media noche iluminada, a caminar otra vez por Broadway, entre los elevados edificios que, imponentes, simbolizan la dimensión de tanta riqueza. Y en medio de la gran opulencia, vemos a una anciana escuálida salir de unos cartones que ha acomodado, a manera de choza, en medio de la calle concurrida. Nos acercamos y mi esposa le tiende un bocadito que conservó del restaurante. Ella alarga la mano, lo toma y vuelve a desaparecer debajo de su triste techo de cartón. Entre tanta luz, seguramente no logró vernos. A ella tampoco la ven, no saben su nombre, ni desde cuándo tiene hambre, los que caminan fascinados por el exuberante Times Square.