viernes, 29 de junio de 2018

El poeta Rafael Alcides pasó a la eternidad


El poeta Rafael Alcides abandonó la vida el pasado 19 de junio. Había llegado a ella 85 años atrás, en el barrio de Barrancas –muy cercano al mío- a un paso de las primeras estribaciones de la Sierra Maestra. Aquel pequeño poblado del oriente cubano, partido al medio por una línea de concreto que hace vía a los viajeros entre Manzanillo y Bayamo, fue la antesala del ataque de Carlos Manuel de Céspedes a su ciudad natal, para convertirla, con el himno a su nombre hecho nacional, en la primera ciudad libre de Cuba.
  En el olor a mangos,  ­guayabas y ciruelas, frutas tan abundantes en Barrancas, combinado con la diversidad de la floresta y las aguas de un río, absorbió Alcides los primeros  motivos de su poesía. A su vera cursó los primeros grados, pero el barrio se le hizo pequeño para sus sueños de estudio y creación literaria y se fue a terminar el bachillerato, iniciado en Holguín, a la capital del país.
  La década de 1950, mientras en Cuba se producen los acontecimientos políticos trascendentes que culminaron en el triunfo insurreccional de 1959, Alcides está completando su formación y visión del mundo. Entre 1955 y 1961 transita por México, Estados Unidos, Argentina, Chile, Uruguay y Venezuela. Entre esos viajes, en Cuba es productor y director de programas de radio, a la vez que escribe poesía y prosa. Sin predilección por el terreno político, asiste a los primeros años de la Revolución con el entusiasmo que caracterizó a la mayor parte de su generación. Colabora en las instituciones culturales, especialmente con las más cercanas a su oficio de escritor. En 1965 obtiene mención en el Concurso Casa de las Américas con su novela Contracastro, aunque no es publicada.
  A fines de la década de 1960, aunque no está implicado en el llamado Caso Padilla, ni en otros del denominado Quinquenio Gris, cuando se llevó al extremo la interpretación del mensaje de Fidel Castro “Dentro de la Revolución todo; contra la Revolución, nada” y los comisarios políticos empezaron a buscar enemigos en cualquier verbo que pecara de ambigüedad ideológica,  el poeta prefirió alejarse de un entorno editorial que entonces no coincidía con la libertad de creación que animaba al artista. Él lo explicó con una frase: “La vida me ha enseñado que de repente el oleaje de los días te cambia el programa”.
  Hasta entonces, había publicado los libros de poesía Himnos de montaña (1961), Gitana (1962) y La pata de palo (1967).  A partir de entonces y hasta 1983, escribió copiosamente, pero dejó de publicar en Cuba, viviendo una especie de insilio, como a él le gustó llamar a esa marginación en la que se sintió flotar y que prefirió al discurso ­institucional complaciente.
 El escritor eligió, como apuntó Ernesto Santana en un artículo que le dedicó al saber su muerte, “un arte de vivir como poética”, pero en su credo íntimo frente al proceso político a cuya evolución asiste desde el prisma de su pensamiento crítico, ve con tristeza  “un país donde el porvenir ya pasó”.
 Con todo, cuando a fines de la década de 1980 baten aires renovadores envueltos en las palabras glásnost  o perestroika, regresa a las editoriales cubanas. Letras Cubanas le publicó en 1983 el libro de poemas Agradecido como un perro y lo reeditó en 1990. En 1989, aparecieron Y se mueren, y vuelven, y se mueren y, también de poesía, Noche en el recuerdo. Fue como un despertar y la nueva generación de poetas cubanos encontraron en él a un maestro, increíblemente dentro de ellos y desconocido.
 Pero el maestro, a pesar de publicaciones y premios, no resultó dócil al reclamo oficialista y siguió libre en sus versos. En un recital de poesía leyó:  “Todos los de acá/ somos exiliados. Todos. / Los que se fueron / y los que se quedaron./ Y no hay, no hay palabras en la lengua/  ni películas en el mundo/ para hacer la acusación: /millones de seres mutilados/ intercambiando besos, recuerdos y suspiros/ por encima del mar”.
 En la difícil década de 1990, Rafael Alcides se volvió a aislar, se volvió a insiliar. Rompió el silencio en 2009,  visitando España, donde publicó un libro, después de años sin entregar nada a editoriales. Regresó a Cuba, aunque su lenguaje, según confesó, “no era amable con el gobierno”.
 Después de aquel viaje a España, donde se admiró su obra, le publicaron otros libros  en aquel país: Libreta de viaje, 1962-2000, El anillo de Ciro, Un cuento de hadas que acaba mal y Memorias del porvenir. También vieron la luz los poemarios Conversaciones con Dios y GMT.
 A pesar de su lenguaje crítico frente a determinadas acciones gubernamentales, especialmente en torno a la llamada libertad de expresión, Alcides nunca quiso vivir en otra tierra que no fuera la suya. Allí escribió su hermosa poesía y su prosa, una obra que vivirá dentro y fuera de Cuba y crecerá, pues por encima de los vaivenes de la política, la legitimidad del arte la defiende.
    Las cenizas de su cuerpo, como quiso el poeta, se esparcen en el Barrancas donde nació, flotando entre el olor a mangos, guayabas y ciruelas, junto al rumor de la lluvia que entre los árboles canta el poema auténtico de su vida, mientras su espíritu se eleva en paz a la eternidad.

lunes, 25 de junio de 2018

Máximo Gómez, dominicano y cubano


  El pasado 17 de junio se cumplió el 113 aniversario de la muerte de Máximo Gómez, el hombre que por más tiempo, resultados y suerte, combatió por la independencia de Cuba y, probablemente, el que menos pidió a cambio de más de 30 años destinados a completar la gesta libertaria americana. Ningún cubano ocupó un cargo tan alto en las guerras que entre 1868 y 1898 se desarrollaron en la Isla para emanciparse de España, como el ocupado por el dominicano a quien se le distinguió y se le recuerda con un grado militar especial que solamente él ha ostentado: Generalísimo.
En los días difíciles que siguieron al alzamiento de La Demajagua, donde Carlos Manuel de Céspedes inició la  larga Guerra de los Diez Años, un campesino dominicano radicado a algunos kilómetros de Bayamo se presentó a las tropas insurgentes para alistarse. Iba a cumplir en esos días 32 años.
  Eran los primeros días de la guerra y una fuerte columna española se dirigía hacia Bayamo. Cuando apenas habían armas para detenerla, el joven dominicano propuso el uso del machete. Con un grupo de hombres se emboscó en Pinos de Baire y cayeron encima de la tropa española gritando “Viva Cuba Libre”, con tal sorpresa y atrevimiento que hicieron retroceder a la columna consternada. Enseguida Gómez fue ascendido a General y, al morir Donato Mármol en 1870, pasó al mando de la División de Oriente.
  Allí, sus discípulos en el arte de la guerra fueron Antonio y José Maceo, Flor Crombet, Guillermón Moncada y toda la legión de leones que protagonizó las hazañas más grandes en los rudos combates de la Guerra Grande. En aquellos años, Gómez estuvo al mando de  todas las tropas cubanas, en Oriente, Camagüey y Las Villas. Ningún líder ocupó una jerarquía más alta en el Ejército Libertador cubano que  aquel hijo de Baní, nacido el 18 de noviembre de 1836.
  Al terminar la guerra con el Pacto del Zanjón (1878), sale al destierro con la familia que fue creando en la guerra, al casarse con Bernarda Toro “Manana”.
El General que había librado las batallas más grandes de la guerra, salió en absoluta pobreza de Cuba. Vivió en Jamaica, Honduras, Costa Rica y, finalmente, se radicó en su país. En la década de 1880, participó en varios planes para reiniciar la guerra por la independencia de Cuba. Pero todos fracasaron, esencialmente por la falta de unidad, que vino a lograrse con la creación del Partido Revolucionario Cubano (PRC), fundado por José Martí en 1892.
  Martí sabía que atraer a los jefes militares a su proyecto político era la tarea más importante y difícil. En septiembre de 1892, decide visitar a Gómez en su propia casa. Viaja a Montecristi y va a saludarlo a su finca de trabajo, cerca de Montecristi. Lo invita a encabezar el ramo militar del PRC y le dice: “No tengo más remuneración que ofrecerle que el placer del sacrificio y la ingratitud probable de los hombres”.

  Gómez aceptó. Cuando todo estuvo preparado para iniciar la guerra,  Martí sale otra vez hacia la casa de Gómez. Allí está cuando se produce el alzamiento del 24 de febrero y juntos se desesperan buscando una vía para llegar al oriente cubano. El 25 de marzo firman el Manifiesto de Montecristi y el 11 de abril desembarcan en Playitas de Cajobabo, cerca de Guantánamo.
Durante toda la guerra, entre 1895 y 1898, Gómez ocupó, por elección, el cargo de General en Jefe del Ejército Libertador, o Generalísimo, como le llamaron. Ocupando el cargo supremo, en cada batalla era un soldado más y nadie pudo apartarlo de los lugares de máximo peligro. Ese valor y ejemplo permanente,  junto a su capacidad táctica y estratégica de dirigir la guerra y hasta el azar de apartar las balas, lo convirtieron en el más grande de los soldados por la independencia de Cuba.
  Al terminarse la guerra en 1898 y tres años después elaborarse la Constitución con que nacería la República de Cuba –al término de la ocupación de Estados Unidos– a Gómez le propusieron la candidatura a la presidencia del país. Se negó rotundamente y apoyó la candidatura de Tomás Estrada Palma.
  En sus últimos años, Gómez pudo sentir la  admiración de la muchedumbre, que le aclamaba a cada paso.  Vivió en la Quinta de los Molinos y después en una casa de la concurrida calle Galiano. A principios de junio de 1905, hace su último recorrido por la Isla. Fue a Santiago de Cuba con su esposa y las hijas Clemencia y Margarita. En la ciudad oriental les esperaba Maxito, otro de sus hijos. Al lado de Manana, hijos y nietos, en las calles santiagueras recibió constantes muestras de admiración y cariño. Allí se le agudiza un dolor que venía sintiendo en la mano derecha –algunos dicen que de tanto saludar– y  regresa a La Habana.
  Se divulga la noticia de que el General está regresando enfermo de Santiago de Cuba. En las terminales el pueblo se desborda a saludarlo. Algunos oficiales amigos suben al tren para acompañarle, como hizo en Matanzas el general Emilio Núñez, uno de sus más grandes amigos. También lo hizo Domingo Mendes Capote, entonces presidente del Senado. El gobierno alquila una residencia en el Vedado para atenderle, en la esquina de la calle 5.ª y D, pero la fiebre persiste y el médico diagnostica un absceso hepático. Hacia mediados de junio está grave. Sabe que va a morir. “Se va tu amigo”, le dice a Emilio Nuñez.  El 17 de junio, se despide de su esposa y los hijos. Al atardecer llega el Presidente, a quien él, en mejores tiempos, decía Tomasito. Pero ya el Generalísimo está inconsciente. Familiares, generales, ministros y amigos están en silencio, cuando sale el doctor José Pareda y murmura el dolor: Ha muerto el General.  
  En medio del duelo nacional, el cadáver es trasladado al imponente edificio del Palacio de Gobierno, que un día fue de los Capitanes Generales. Allí se le rindieron los honores que recibe un Presidente de la República. Después, las banderas de Santo Domingo y Cuba cubrieron el féretro hasta el Cemenerio de Colón, en el sepelio más multitudinario, espontáneo y conmovedor que se haya visto en la Isla de Cuba.

viernes, 15 de junio de 2018

Ramón Fernández y el primer tabaco tampeño


La memoria conserva un sitio endeleble al embrujo de la primera vez, por mínima que haya sido su presencia en el curso de la vida. Si bien, el primer amor se lleva las palmas en la subjetividad de ese resguardo, también lo alcanza el primer maestro, la primera casa, el primer trabajo. El mito de Prometeo es eterno en la primera vez del fuego, como a  Louis Le Prince le corresponde ese lugar en la historia del cine o a Gagarin en la conquista del espacio.
     Cuando se habla del esplendor que alcanzó Tampa con la producción de tabacos, fomentando una industria que determinó su crecimiento  económico y demográfico en las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, recordamos a Vicente Martínez Ybor, a cuyo apellido debemos el nombre de uno de los espacios más acogedores de la ciudad. Es menos común hablar sobre Ignacio Haya, uno de los industriales que acompañó a Don Vicente desde las primeras visitas a Tampa y quien, junto a él, compró los primeros terrenos para iniciar la construcción de sus fábricas de tabaco y las casas donde iban a vivir.
  A la hora de construir, Haya optó por el edificio de madera,  mientras Martínez eligió el ladrillo. Ello, entre otras razones,  influyó en que su firma, compartida con Serafín Sánchez, fuera la primera en recibir la documentación legal del estado para empezar a producir. El 13 de abril de 1886 se recibió el primer tabaco salido de las manos de un fabricante radicado en Tampa. A quien le correspondió la dicha de torcerlo fue a Ramón Fernández, a cuya memoria se destinan estas líneas.
  El tabaquero tenía 42 años cuando puso en las manos del dueño el primer producto de una empresa que pronto llegaría a producir  miles de tabacos al día. Había nacido en enero de 1844 en el norte de la península ibérica, en un pueblo de Asturias llamado Avilés. Los pocos apuntes que se conservan sobré él, refieren que llegó a La Habana en 1865, como hacían tantos españoles de su tiempo que veían en el Nuevo Mundo una oportunidad casi encantada de riqueza. En un país donde la producción de tabacos era una de las ramas principales de la economía, adornada con el sello de ser los mejores del mundo, Ramón Fernández encontró inmediata ocupación.
  En 1871, cuando la guerra independentista en Cuba implicaba a todos los estratos de la sociedad, Fernández salió hacia Estados Unidos, ­radicándose en Nueva York. Allí conoció a Serafín Sánchez, quien compartía con Ignacio Haya la propiedad de la fábrica de tabacos “La Flor de Sánchez y Haya”. Al llegar con la experiencia adquirida en Cuba, no le fue difícil ser aceptado en la fábrica neoyorkina de sus paisanos.  En muy poco tiempo, su habilidad en el torcido y seriedad, le hicieron ganar  el respeto de los dueños  y compañeros, estableciéndose como uno de los operarios de confianza de esa firma.
  Cuando Haya visitó Cayo Hueso en 1885  y le oye decir a su amigo Martínez Ybor que está pensando en Tampa para trasladar su fábrica de tabacos, él también estaba considerando una relocalización de la suya en Nueva York. Se ponen de acuerdo y comparten ese proyecto, por lo que entran a Ybor City como sus insignesfundadores.
  Con ellos llega Fernández, uno de sus mejores operarios. Está registrada la fecha del 10 de marzo de 1886, como el día en que el asturiano de Avilés llega a Tampa por primera vez. Al mes siguiente está todo listo en la fábrica levantada en la 7.ª Avenida y la Calle 15 para empezar la producción. Ese día, los primeros torcedores se sientan en sus mesas, cuando ya escogedores y despalilladores han servido las tripas para empezar el torcido. Como ya indicamos, fue Ramón Fernández quien tuvo el privilegiado de entregar el primer ejemplar de La Flor de Sánchez y Haya, como símbolo del triunfo operado aquel martes de Pascua Florida.
  Ramón Fernández vino a Tampa con su esposa, a radicar en Ybor City definitivamente. Trabajó con Sánchez y Haya muchos años y en 1902 decidió ­inaugurar su propia fábrica, mereciendo la ayuda de los empresarios para los que tanto trabajó. A su firma la llamó “La Flor de Ramón Fernández”, tal vez para no despegarse de las dos primeras palabras con que vio brotar el primer tabaco de sus manos en esta ciudad.
  Con su firma, Fernández tuvo gran éxito por casi una década y su Flor entró al mercado con gran aprobación de los más distinguidos fumadores. En 1910, una larga huelga afectó financieramente a su empresa. En 1912 decidió clausurarla y al año siguiente vendió los derechos de su marca a Celestino Vega.
  El torcedor del primer tabaco en Tampa murió el 12 de septiembre de 1912, en su hogar de Ybor City. Es bueno que cuando se mencione la historia del tabaco en Tampa, recordando todo lo que significó en su historia, junto a las grandes figuras que lo potenciaron –Vicente Martínez Ybor, Ignacio Haya, Eduardo Manrara, Gabino Gutiérrez, Serafín Sánchez y tantos– se recuerde también al asturiano Ramón Fernández, no sólo por su protagonismo en “la primera vez” que un tabaco tampeño entró al mundo, sino como emblema de todos los que le acompañaron en una obra imperecedera que hizo florecer nuestra ciudad.

viernes, 8 de junio de 2018

Yanko Maceda cumple su sueño en Ybor City


En Ybor City vino a cumplirse el sueño americano, o, con más exactitud, el sueño humano de Yanko Maceda. De niño, en un barrio periférico de ciudad de La Habana (El Cotorro), su madre, con la ilusión y romanticismo de los verdaderos artistas –pin-tora al fin– le susurró al oído una frase que guarda en su memoria: Puedes ser lo que sueñes. Entonces empezaron a disparase los sueños de Yanko, alimentados con lecturas al alcance de la mano –el padre era profesor de Español–, con tanta intensidad que alcanzó a imaginar su nombre al frente de descubrimientos tan asombrosos como el de construir un puente que juntara  su barrio habanero con la luna.
    Estos recuerdos afloraron en una amplia ­charla que sostuve con Yanko,  el ­sábado  pasado, en el lugar donde ha venido a cumplir su ilusión: la esquina de 7.ª Avenida y la Calle 16, en Ybor City, distinguida con el nombre Tabanero, donde se tuercen a mano y se fuman los excelentes tabacos en cuyo elegante anillo se lee su apellido, con tanto brillo como el del invento onírico infantil. 
  En la palabra Tabanero es fácil adivinar las raíces de su morfología léxica y el perfil identitario de su autor. Tabaco y habanero se funden en un concepto cultural que identifica a su dueño. Cuando él cuenta que en la niñez lo llevaban a visitar familiares de Pinar del Río y que el olor de las vegas de ­tabaco más famosas del mundo se le impregó en la memoria, se puede entender la pasión con que habla del momento en que descubrió la esquina de la Calle Séptima, donde ha hecho crecer un negocio tan espectacular.

  Me cuenta que a principios de la década de 1990, cuando en Cuba la crisis económica fue más aguda, apenas entrando en la adolescencia, se fue con sus padres a vivir a Miami y radicó allí alrededor de diez años. En 2003 llegó a Tampa, donde tentó a la suerte abriendo un pequeño restaurante, para comprobar enseguida que por bien que se sirvieran las carnes, aquel no era el destino que le estaba esperando. Entonces, intensificó sus paseos por la  avenida más concurrida de Ybor City y el olor a tabaco operó como un profundo llamado. Empezó a  detenerse en cada esquina donde alguien torcía un puro para atraer a los visitantes.
Junto a ello, fue descubriendo la historia de la ciudad, admirando el fulgor de cuando fue la capital del mundo de la fabricación manual de tabacos. Pensó en Martínez Ybor y en la ausencia de un verdadero heredero del Príncipe de Gales, pues el acento de los fabricantes aislados –así me comentó– se concentraba en ofrecer al turista un posible souvenir, más que en la exigencia de un experto fumador.
  La idea de fabricar manualmente un verdadero puro cobró fuerza en Maceda y descubrió que ese era el  aviso de su sueño. Con el propósito claro, la ausencia financiera no lo arredró. Aunque empezó a torcer los primeros tabacos en cuanto lugar le abrió una puerta, se obesionó con la esquina donde ahora reina. Le propuso cien ­veces al dueño alquilar  ese lugar y la respuesta, una y otra vez, fue negativa. Aunque el propietario, ante la insistencia semanal, llegó a pedirle que no lo molestara más, no logró desanimarlo. A los cuatro meses le arrendó el lugar y hoy ambos están satisfechos de aquella decisión.
  Ahora Tabanero contiene la mejor producción manual de tabacos de la ciudad y al entrar al lugar, la primera impresión parece revivir la gloria de Ybor City un siglo atrás. Algunos hombres y mujeres, jóvenes, muestran su habilidad en el torcido de tabacos, cuyo olor, al atraer al visitante, nunca le decepciona. La legitimidad de los puros, expuestos en las vitrinas, donde se identifica la diversidad de tipos (Robusto, Big Dandy, Toro, Churchill), se corresponde con la calidad de las hojas que vienen de Nicaragua, Ecuador y Honduras y con la  perfección del acabado con que salen al consumidor.
En la amena conversación con Maceda siento la amplitud de su obra, que no se limita a fabricar y vender tabacos para hacer su negocio floreciente. El joven empresario, fundador de Tabanero en el 2010, tiene la clara visión del compromiso histórico y cultural que envuelve a su empresa, afincada en las raíces de Ybor City. Desde esa sensibilidad, promueve una especie de escuela donde acariciar, encender, paladear y seguir la espiral del humo se   convierten en una obra de arte. Para disfrutarlo a este nivel estético, Maceda ofrece, in situ, algunas clases en determinados atardeceres del mes, donde el aprendizaje deriva en refinada expansión.
  Al fondo de la sala donde laboran los operarios, hay un espacio cómodo, aunque pequeño, donde los visitantes pueden sentarse a fumar, tomar una copa de vino o una taza de café y conversar. No hay una pantalla de televisión que contamine el embrujo y la música se oye a bajo volumen. Allí he conversado con Yanko, prefiriendo la charla  espontánea a un cuestionario preconcebido de entrevista, para la que, de todos modos, tendremos otras páginas.
  Al final, algunas ideas se incorporaron a la capacidad eterna de soñar. Le comento que el próximo 7 de septiembre se celebra el segundo centenario del natalicio de Vicente Martínez Ybor y que sería excelente contar con una vitola que le rinda homenaje.  Quién sabe si pudiera inaugurarse un Nuevo Príncipe de Gales, o un Príncipe de Ybor, o simplemente un sello con la imagen y el nombre de Martínez Ybor. También recordamos la labor especial del lector de tabaquería y el impacto de su figura en el cuidado de la tradición.
  Finalmente, comento que el lugar sería genial para una cita literaria y de cuánto contribuyen los escritores y los artistas a preservar la memoria de la obra humana. Entonces, con asombrosa sagacidad, Yanko capta la insinuación y brinda el espacio donde podríamos reunirnos el último jueves de cada mes. Allí, donde el aroma del buen tabaco y el café se juntan paradisíacamente, reencontraríamos las palabras de la eterna realización humana, donde se cumple el adagio que la pintora cubana transmitió a su hijo: Puedes ser lo que sueñes.






viernes, 1 de junio de 2018

El Ballet Nacional de Cuba en Tampa

Por Gabriel Cartaya


  El miércoles de la semana pasada, 23 de mayo, tuvimos la maravillosa oportunidad de disfrutar, en el Straz Center de Tampa, de una exquisita presentación del Ballet Nacional de Cuba, esa compañía emblemática que Alicia Alonso ha hecho internacionalmente famosa y, con ella, ha dado luz a la Perla de las Antillas.
Estas breves palabras no proponen un juicio crítico alrededor de la puesta en escena de “Giselle” –oficio en el que contamos con la agudeza, amplio conocimiento y sensibilidad de Leonardo Venta–, es únicamente la opinión de uno más de los cientos de espectadores que aplaudimos con el corazón a las muchachas y muchachos que ejecutaron a la perfección esa genial obra romántica, cuyo contenido procede de la mitología germánica y que, desde 1841 (interpretada por la italiana Carlotta Grisi), viene conmoviendo a los espectadores de todo el mundo.
  Cuando Sadaise Arencibia iluminó el escenario en el primer acto, interpretando a la figura enamorada de Giselle, un superlativo me dictó la primera opinión: bellísima. Al adjetivo impresionista se fueron sumando, en cada aparición suya, los calificativos maravillosa, espectacular, genial, espléndida, angelical, etérea, y  otros de similar naturaleza. Asimismo, los atributos de Sadaise se ­extendieron a sus compañeras de actuación, que en cada movimiento dieron muestras de excelencia.
Sadaise Arencibia junto a su partenaire Raúl Abreu
  Tuve la suerte de tener cerca a Leonardo Venta, quien me ayudó a identificar a los personajes: Albrecht, el duque de Silesia, fielmente interpretado por Raúl Abreu, cuya pasión por Giselle (una campesina) choca con los celos del cazador Hilarión (Ernesto Díaz). Todo el galanteo de la bella Giselle con Lois (personaje tras el que se esconde el Duque) desata el drama que avanza por todo el primer acto, entre los magníficos bailes del grupo que representan a los amigos de la protagonista, hasta la terminación del primer acto, cuando cae muerta la joven enamorada.
  El segundo acto es verdaderamente mágico. Toda la coreografía de las willis (fantasmas que proceden de doncellas que murieron sin casarse y vagan por los bosques alumbradas por la luna) apoya la aparición de Giselle que sale de la tumba, mientras sus dos enamorados coinciden en el lugar y asisten a las apariciones del espectro idolatrado. Hilarión, que pedía venganza, huye de las willis, mientras Albrecht, que aclama perdón por el daño ocasionado, es atraído por los espectros, que le hacen bailar hasta morir.  Pero el amor de Giselle es tan inmenso que lo salva, queriendo que llegue hasta el amanecer, pues a la salida de la luz del sol, los fantasman desaparecen. El quiere retenerla, pero el destino se cierra y ella vuelve a la tumba.
  Al final, las cortinas se abren y cierran unas cinco veces. El público aplaude estremecedoramente, consciente de que ha asistido a una extraordinaria obra de arte, magistralmente interpretada por una de las compañías de ballet más famosas del mundo, para orgullo de Alicia y de Cuba.
Al inicio de la presentación de “Giselle” se agradeció a quienes hicieron posible que en la ciudad de Tampa pudiéramos disfrutar de esta obra. En primer lugar, al dueño del teatro, David A. Straz Jr., quien en un viaje a la Isla conoció personalmente a Alicia e invitó a la compañía a visitarnos; a Albert A. Fox, el que durante años ha sido un persistente defensor de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos; a la agrupación danzaria cubana por su visita y a todos los asistentes.
Junto a Viengsay Valdés y Leonardo Venta
  Al terminarse la emotiva función, un grupo de asistentes al teatro fuimos invitados a compartir un delicioso buffet y bar abierto con los visitantes de lujo. En un espacio agradable, tenuemente iluminado, pude saludar a Al Fox, David Straz, Ariel Quintela, Vicente Amor, Diana Arufe y otros conocidos. En todos ellos oí la misma impresión: “Ha sido una presentación fabulosa”. Por suerte, pude conocer y conversar brevemente con Giselle, mejor dicho, Sadaise, a quien expresé el impacto que nos causó a todos. También con Viengsay Valdés, hoy considerada una de las mejores bailarinas del mundo, quien interpretó a Giselle y la Kitri de “Don Quijote” recientemente en Chicago y lo hará en Washington en los próximos días. Una noche de mucha suerte, sin dudas.
  Al día siguiente, el urbanista Ariel Quintela –quien encabeza el más imponente esfuerzo de renovación de Ybor City en la actualidad– invitó a los artistas cubanos a un almuerzo en el restaurante Tropicana. Estoy entre los amigos de Ariel que fueron convocados a asistir, lo que me permitió ser testigo del ambiente de cubanía que se respiró en las dos horas que estuvimos allí. Antes de mover los cubiertos, Diana Arufe hizo una emotiva presentación del convite, agradeciendo la presencia de los bailarines.
  Después habló Quintela, conmovido al sentir, así lo dijo, el ambiente de unidad que se respira con estos encuentros, donde el arte, la cultura, como la misma restauración arquitectónica que él representa, nos hacen más fuertes para edificar el presente y dejarle un futuro mejor a nuestros hijos. Al decir la palabra final, miró hacia su pequeña hija, de unos nueve años. Ella, con una sonrisa, pareció decirle: “Gracias, papá”.
  Gracias, decimos todos,  a quienes hicieron posible la felicidad que vivimos en torno a los magníficos artistas del Ballet Nacional de Cuba. Y gracias, desde Tampa, a la genial Alicia Alonso, gloria cubana y universal.