jueves, 28 de marzo de 2019

Miguel Hernández, un poeta de todos los tiempos


Hace 77 años terminó la vida física del poeta Miguel Hernández, que al apagarse en una cárcel española el 28 de marzo de 1942, sólo había cumplido 31 años de edad. Con los pulmones deshechos se despidió “del sol y de los trigos”, como nos dijo en sus últimos versos, escritos en la pared de una cárcel de Alicante.
   Con tan pocos años, la intensidad de su vida y obra lo insertaron en la cúspide de las letras, aun cuando no se inscribe oficialmente en ninguna de las generaciones de escritores españoles con los que compartió parte de su tiempo. Conoció a los representantes del 1898 que, como Machado, llegaron a apreciar su poesía;  a los del (19)27, con quienes está generacionalmente cerca y llega a coincidir en su momento surrealista. Tal vez, por ello, Dámaso Alonso lo considera como el  “genial epígono” de esa generación;  otros prefieren ubicarlo en la que ha sido acuñada como del 36.
Retrato hecho en la cárcel a Miguel Hernández,
por el escritor y dramaturgo Buero Vallejo
  Pero Miguel desborda las clasificaciones literarias, para convertirse en un poeta de todos los tiempos. Su expresión lírica y natural no nació en un ambiente urbano rodeado de estudiantes universitarios e intelectuales, sino en los campos de Orihuela, Alicante, donde el tiempo de los primeros grados escolares tuvo que compartirlo con el cuidado de cabras, oprimido como el niño yuntero que después nos legó en un precioso poema. Fue el segundo hijo de una mujer enfermiza y un padre que aspiraba a ser Alcalde de Barrio. Cuando, en 1925, éste rechazó una beca propuesta por los Jesuitas para que Miguel siguiera estudios de bachillerato,  parecía que pastorear ovejas sería su único camino.
  Sin embargo, se impuso el autodidacta y el poeta. La asistencia a la biblioteca lo puso en contacto con San Juan de la Cruz, Gabriel Miró, Paul Verlaine, Virgilio, y los miembros del Siglo de Oro (Cervantes, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Garcilaso de la Vega, Luis de Góngora) y otros grandes exponentes de la literatura universal. Allí, comenzó a hacer amistad con otros jóvenes de inquietudes literarias, entre los que se destaca José Marín Gutiérrez, a quien conocemos por el seudónimo –Ramón Sijé– y especialmente por la Elegía con que Miguel se dolió de su muerte temprana –1935–,  y que tanto le gustó a Juan Ramón Jiménez.
  Cuentan sus biógrafos que en cuanto Miguel pudo reunir unas pesetas se compró una máquina de escribir portátil y se la echaba a la espalda para teclear versos mientras pastaban las ovejas. De allí salió el poema “Canto a Valencia”, donde sobresalen el paisaje mediterráneo y los habitantes de la costa levantina, con el que obtiene un premio concedido por la Sociedad Artística del Orfeón Ilicitano.
  El reconocimiento, aunque no tuvo acompañamiento monetario como él necesitaba, lo motivó a ir a Madrid, donde llegó por primera vez en diciembre de 1931, con 21 años de edad.  Aunque la estancia fue de corto tiempo, se relacionó con revistas como La Gaceta Literaria y, ­significativamente, con miembros de la Generación del 27. De esta experiencia nació su primer libro, Perito en lunas, que se publicó en 1933 y del que hizo lecturas en la Universidad de Cartagena, el Liceo de Alicante y otras instituciones.
  Cuando llega por segunda vez a Madrid, ya es un poeta conocido. Encuentra trabajo en las Misiones Pegagógicas y como redactor de una enciclopedia que preparaba José María de Cossío, de quien se hizo amigo. Allí conoció a Vicente Aleixandre, Pablo Neruda y  otros reconocidos poetas. Es la época de su relación con la pintora Maruja Mallo, la musa de muchos de sus sonetos incluidos en El rayo que no cesa.
  En este tiempo de su segunda estadía en Madrid, su poesía va tomando un contenido más social, más representativo de los pobres, acercándose al compromiso político que lo llevó a defender la República cuando fue atacada por las fuerzas militares aliadas a las corrientes fascistas que entonces se afirmaban en Alemania e Italia.
  Miguel Hernández comenzaba a insertarse en la vida cultural y poética de España al comenzar la trágica Guerra Civil. Cuando, en julio de 1936, se produce la agresión armada contra la República, él está en Orihuela y se alista inmediatamente entre sus defensores. A los pocos meses es comisario político del 5.° Regimiento y participa en los frentes por la defensa de Teruel, Andalucía y Extremadura.
A su vez, participa en eventos como el II Congreso Internacional de Escritores para la defensa de la Cultura, en 1937, al que asistieron Antonio Machado, Rafael Alberti, Nicolás Guillén, César Vallejo y tantos grandes intelectuales antifascistas.
  En medio de la guerra, viajó a Orihuela, a casarse con Josefina Manresa, con la que tuvo tres hijos, uno de los cuales murió en sus primeros meses. Los poemas a la esposa y los hijos, en medio de las grandes privaciones de la guerra, están entre lo más hermoso de la lírica de todos los tiempos en una circunstancia similar.  Leer “Canción del esposo soldado”, más allá del disfrute por la exquisitez de la rima, conmoverá siempre la sensibilidad.
  También en ese tiempo escribió Viento del pueblo, cuyo poema homónimo dedicó a la 6.ª división del Ejército Popular de la República.
  Pero la guerra la ganaron, en abril de 1939,  los que no estaban con el pueblo. Miguel  regresó a Orihuela, sabiendo del peligro que le acechaba.  Entonces se estaba imprimiendo en Valencia su libro El hombre acecha y ordenaron la destrucción de toda la edición. Sabiendo que estaban detrás de sus pasos por haber combatido en defensa de la República, trató de salir de España hacia Portugal. Pero no escogió un buen lugar y la policía de Salazar –alineada a Franco– lo detuvo, entregándolo a la Guardia Civil española.
  De su estancia en la cárcel, es ese poema intensamente desgarrador llamado “Nanas de la cebolla”, respuesta a una carta de la esposa en que le cuenta del hambre que ella y sus dos hijos padecían. Inesperadamente  y por gestiones de Pablo Neruda y otros intelectuales, lo liberan en septiembre de 1939 y regresa a Orihuela.  Pero muy pronto lo vuelven a apresar, lo juzgan en marzo de 1940 y lo condenan a muerte, pena que le es conmutada por 30 años de cárcel dada la enorme presión de intelectuales a su favor.
  El frío y el horror del presidio minaron sus pulmones. En 1941, lo trasladaron de una prisión de Toledo a un reformatorio en Alicante, donde compartió unos días la celda con Buero Vallejo. Allí la bronquitis se agravó con el tifus y finalmente con tuberculosis. El amanecer del 28 de marzo de 1942 se le paralizó el corazón y aunque sus grandes ojos permanecían abiertos, se supo que había muerto “con la cabeza muy alta” el poeta pastor que cantó “vientos del pueblo me llevan”, los mismos vientos del pueblo que lo dejan, lo perduran, en España y el mundo, donde hoy se le rinden continuos homenajes y –en gran medida gracias a Joan Manuel Serrat– se cantan sus versos de memoria.  


jueves, 14 de marzo de 2019

Herman Glogowski, el alcalde que invitó a José Martí a pasear por Tampa


En su libro José Martí. Cronología. 1853-1895, el investigador Ibrahím Hidalgo Paz apunta que el 18 de julio de 1892, “invitados por el alcalde de la ciudad, recorren importantes lugares de Tampa”, refiriéndose al momento en que José Martí, Carlos Roloff, Serafín Sánchez y José Dolores Poyo fueron convidados por la máxima autoridad política de la ciudad a conocer sus sitios más significativos.
  Desde esa referencia, he estado motivado por saber más acerca del político estadounidense que tuvo esa deferencia con tan distinguidos patriotas cubanos.  En aquel momento Carlos Roloff, Serafín Sánchez y José Dolores Poyo acompañaban a Martí, quien estaba regresando de Cayo Hueso y llegaba, por quinta vez, a la bahía tampeña.
El alcalde de marras era Herman Glogowski, cuyos méritos en la historia de la ciudad de Tampa son considerables, a tal punto que, una vez conocidos, se explica más fácilmente el gesto que tuvo hacia el grupo de líderes que entonces encabezaban el proyecto liberador con que debía culminar la independencia de Hispanoamérica.
Glogowski fue miembro del Partido Republicano y ocupó el puesto de Alcalde de Tampa cuatro veces (1886-1887, 1888-1889, 1890-1891 y 1892-1893). Cuando apreciamos los datos más relevantes de su biografía –especialmente la semblanza publicada por el profesor Mark I. Greenberg–, llama la atención la positiva integración de un inmigrante de origen judío en esta ciudad estadounidense.
Glogowski nació el 29 de abril de 1854 en la ciudad alemana de Wilhelmsbruck, en el seno de una familia judía, cultura en que fue educado. A los 15 años, en el marco de una creciente emigración de su etnia a Estados Unidos –se considera que entre 1830 y 1880 unos 200 mil judíos alemanes llegaron a esta nación– Glogowski se instala en Nueva York con parte de su familia.
Herman Glogowski
Desde allí, miles de judíos se desplazaban a ciudades estadounidenses donde pudieran encontrar empleo. A fines de la década de 1870, cuando en Florida se está produciendo una gran expansion económica, gracias a la entrada de los ferrocarriles, Glogowski se instala en Gainesville y encuentra trabajo en las tiendas de mercancías de G.W. Sparkman, llegando a dirigir una de ellas. Después creó su propio negocio, inscrito como Herman & Company. En la prensa de Gainesville de esa época, quedaron registradas opiniones sobre la seriedad y talento empresarial de aquel inmigrante, como un ejemplo del ascenso económico que desde esa época comenzaron a tener los judíos en Estados Unidos, muchos de los cuales se iniciaban como vendedores ambulantes y llegaban a convertirse en grandes comerciantes minoristas y mayoristas.
Glogowski, quien se había integrado a la masonería estadounidense sin dejar de profesar el judaísmo, también comenzó a postularse para cargos públicos en Gainesville. Así, a principios de la década de 1880, apreciamos que este hombre está triunfando en sus propios negocios, se inserta en la vida política de su comunidad. A su vez, construye su propia familia, desde que se casa, en 1882, con Bertha Brown, también judía.
Es el momento en que Henry Plant, cuyo poder financiero en la Companía de Ferrocarriles del Sur de Florida es notable. Plant tiene los ojos puestos en el desarrollo de la ciudad de Tampa, que ya en 1844 inaugura sus primeras líneas férreas. Esta promesa de crecimiento de una ciudad nueva atrajo a Glogowski, quien decide trasladarse con su familia y sumarse al primer impulso económico que se experimenta en la ancha bahía floridana, donde también Plant está abriendo un nuevo puerto.
Con la expansión poblacional que se está operando en Tampa en la década de 1880 y que se dispararía a partir de 1886 con el nacimiento de la industria del tabaco, es lógico que las tiendas minoristas y mayoristas encontraron fácil ubicación. Es la oportunidad que aprovecha el inmigrante judío, tal vez el primer gran comerciante de ropas de esta localidad.
Pero me voy a detener, en la brevedad de estas líneas, a su labor como Alcalde de Tampa, responsabilidad que estrena en 1886, año muy significativo para la ciudad. Es común oir hablar de lo que representó la industria del tabaco para el crecimiento y esplendor de este lugar a fines del siglo XIX y el papel jugado en ello por sus grandes representantes –Martínez Ybor, Haya, y tantos–, pero se menciona menos a los dirigentes políticos de la ciudad que favorecieron aquel triunfo.
Justamente, Glogowski era uno de los miembros de la Cámara de Comercio de Tampa cuando ésta ofreció sustanciosos incentivos a los primeros industriales del tabaco para que construyeran aquí sus fábricas. Pero la ciudad requería de dirigentes capaces de representar no sólo el crecimiento económico, sino también los intereses de una población que crecía por día. Los electores de agosto de 1886, encontraron esas cualidades en Glogowski y votaron por él, respondiendo a una alerta que publicó El Guardián de la ciudad:  “Lo que Tampa necesita es un conjunto de funcionarios emprendedores, intrépidos y progresistas; deben ser hombres de buen juicio, sin influencia y sin control por cualquier interés, excepto el del bienestar público“.
Desde esa perspectiva, las ordenanzas del nuevo Alcalde favorecieron las mejoras públicas de la ciudad, como los servicios de agua, sistema de alcantarillado, luz eléctrica, el Cuerpo de Bomberos, mejoramiento del sistema de salud pública, entre otros avances que debían corresponderse con el crecimiento económico y demográfico que se estaba operando. 
También fue significativa la actitud del gobierno de la ciudad, presidido por Glogowski,  para la construcción de muchas obras que hoy son parte importante de su patrimonio, como la edificación del hotel de Henry Plant, uno de los más lujosos de su tiempo y hoy perteneciente a la Universidad de Tampa. Las concesiones de impuestos y la construcción de un puente que la ciudad ayudó a costear para facilitar el acceso al flamante edificio, contribuyeron a hacer realidad una obra que atrajo a miles de visitantes. Fue el Alcalde quien, el 26 de julio de 1888, colocó la primera piedra de lo que sería el Hotel Tampa Bay.
Muchos detalles que encontramos sobre la obra de Glogowski se quedan fuera de esta crónica, pero es suficiente saber que fue reelecto cuatro veces, si bien no sucesivas ( él pidió no postularse al terminar un período en el cargo), para calibrar el peso de su labor económica, política y social en esta ciudad. Sus cuatro períodos al frente del gobierno, coinciden con los dos primeros quinquenios del fomento de la producción tabacalera, la modernización de la ciudad, su explosión demográfica y la conformación de una comunidad multiétnica que entraña un modelo de convivencia positiva entre las culturas que le dieron cimiento y la componen.
Cuando ya Herman Glogowski se retira de las altas responsabilidades políticas que contrajo con la ciudad a que dedicó sus mejores fuerzas, se entregó a trabajar en diferentes esferas de la vida económica y cultural de su entorno. Fue contador de algunas companías de tabacos, como la de Ellinger Company en West Tampa. También quedó registrada su actividad como coleccionista de aduanas en el Puerto, pero una de las gestiones sociales sobresalientes en las que se ocupó estuvo relacionada con la comunidad judía en este lugar.
Siendo miembro activo de un Templo Masónico, se ocupó de reunir a los judíos que habitaban en la ciudad y fundar una congregación donde se ­expresara su religión y se defendiera su cultura. Así, fundaron la Congregación Schaarai Zedek (Puerta de los Justos), para la que eligieron a Glogowski  Presidente. Durante su cargo, se construyó la primera sinagoga (1899), el cementerio judío y una escuela religiosa. Desde nuestro tiempo, puede verse a la figura de Herman Glogowski como un modelo de convivencia pacífica y productiva entre los miembros de diferentes comunidades étnicas. Desde su origen semita, se insertó en la sociedad estadounidense y trabajó para su progreso, llegando a ser el líder político de una comunidad multiétnica.
Aquel respetado ciudadano de Tampa murió a los 55 años, en una circunstancia trágica, inesperada y penosa. El 3 de diciembre de 1909 perdió la vida en un accidente automovilístico, mientras viajaba por Ybor City en uno de aquellos primeros carros de ­combustión interna.  La bandera del Ayuntamiento se puso a media asta y todo el pueblo de Tampa, conmovido, le rindió los honores que merecía. En la actualidad, un busto suyo le recuerda permanentemente en Tampa River Walk. 
Ese fue el Alcalde que un día, impresionado al ver la obra libertaria que un grupo de cubanos animaban en la ciudad bajo su gobierno, los invitó a pasear,  para mostrarles un ejemplo de edificación moderna en las calles de Tampa, pensando que podría serle útil en la vecina república que aspiraban a construir.