viernes, 24 de febrero de 2017

Tampa en el 24 de febrero cubano

  Por Gabriel Cartaya

Al amanecer el 24 de febrero de 1895, estalló en Cuba por tercera vez la Guerra de Independencia, como un esfuerzo supremo de liberar a la Isla de la dominación de España, después de casi cuatro siglos de coloniaje. Fue el tercer gran intento de obtener por medio de las armas la liberación del país, el primero de los cuales –el 10 de octubre de 1868–  desató una cruenta guerra que duró diez largos años. El segundo levantamiento, conocido como La Guerra Chiquita, que se extendió de 1879 a 1880, fue un intento inmediato de reiniciar la lucha interrumpida con la Paz del Zanjón, pero no pudo imponerse por estar latentes en ella las mismas causas que determinaron la firma de un pacto sin independencia.
      Los principales dirigentes de aquel proceso –devenidos héroes en el campo de batalla, como Máximo Gómez, Antonio Maceo, Calixto García y otros- encabezaron desde  el exterior diversos proyectos para el reinicio de la guerra en la década de 1880, pero ninguno logró vertebrar un movimiento que contara con la diversidad de factores que expresaban la incipiente nacionalidad cubana, a saber: vieja y nueva generación, civiles y militares, diversidad de componentes raciales, intereses de clases, ideologías y otros. Cuando en 1884 el joven Martí, viviendo en Nueva York, renuncia al plan de alzamiento que están dirigiendo Gómez y Maceo, le confiesa a los grandes guías, en una frase, la razón más honda de su fracaso: “Un pueblo no se funda, General, como se manda un  campamento”.
  Sólo cuando, ante tantos empeños frustrados por hacer  a Cuba un país libre, José Martí asume la dirección del movimiento revolucionario de su país, se encontró el camino en el que confluyeron los diversos y dispersos sectores del independentismo cubano. Ello condujo al estallido armado del 24 de febrero de 1895 y, con ello, a la guerra que puso término a la larga dominación de España sobre la Isla.
Soldados voluntarios entrenándose en Tampa para
ir a la guerra de independencia de Cuba
   La historia es larga y cargada de acontecimientos heroicos, pero esta vez sólo voy a detenerme en los momentos cruciales que permiten afirmar que fue Tampa el primer eslabón en hacer posible cumplir el sueño  de la independencia cubana.
  Durante la primera década de 1880, Nueva York fue el principal centro donde se concentraron miles de emigrados cubanos  –tanto trabajadores manuales como intelectuales– y donde la prédica revolucionaria encontró un foco de permanente actividad. José Martí, desde llegar en 1880, estuvo muy activo dentro de este movimiento, en el que llegó a ocupar altas responsabilidades. Sus discursos, como el de otros líderes, mantenía vivo el latido patriótico de sus coterráneos.
  Cayo Hueso fue también un temprano enclave de la emigración revolucionaria cubana, pero ni en estas dos plazas, ni en otras de Centroamérica y el Caribe donde se desplazaron cientos de cubanos, se había conseguido su unificación al iniciar la década de 1890.
  En los últimos años de aquella década nació Ybor City, extendida a West Tampa, lugares al que llegaron cientos de familias cubanas. La producción fabril del tabaco fue la atracción laboral, pero junto a las fábricas surgieron escuelas, teatros y una vida cultural donde confluyó, en las mismas calles y salas, una masa poblacional emigrada que siendo de distintas posiciones sociales, raciales, religiosas o culturales, les ­reunía el sentimiento común hacia la patria lejana. En ese marco afloró con fuerza su independentismo, cuya voz se reunió en los clubes, liceos y teatros.
  Cuando uno de esos clubes, el Ignacio Agramonte, invitó a José Martí a venir a Tampa y éste llegó, el 26 de noviembre de 1891, sintió, y dijo: “Aquí todo está hecho”. Después del discurso que conocemos con el nombre “Con todos y para el bien de todos”, también todo estaba dicho. En él identificaron los hombres, las mujeres, los miembros de todas las razas y clases, los de mayor y menor cultura, el pueblo todo, la patria que anhelaban y no habían logrado explicarse. Por esa patria, por esa libertad y república definidas, estaban dispuestos a morir.
  Al ver a aquel conglomerado de cubanos que le siguieron al Liceo, que le oyeron en la fábricas de tabaco y que le saludaron en las calles de Ybor City y West Tampa, Martí escribió enseguida las “Resoluciones de Tampa”, para que fuera este el primer pueblo en aprobar la  página inicial del Partido Revolucionario Cubano (PRC), a través del cual todos iban a preparar el estallido de la guerra rápida  –hasta humana podría decirse, si pudiera serlo alguna–  para llegar a la patria que comenzó a ser el mejor símbolo del imaginario cubano.
  Fue titánica la obra iniciada en Tampa y extendida enseguida a Cayo Hueso (donde a los pocos días se firman las Bases y Estatutos del PRC), a Nueva York, a varias ciudades de Estados Unidos,  países del continente, a Cuba en estricta clandestinidad, y se construyen todos los amarres para que tres expediciones simultáneas, cargadas de hombres, armas, municiones y otros recursos y con los grandes líderes del mambisado al frente, desembarcaran en distintos puntos de la Isla y desataran la guerra necesaria y relampagueante que iluminara la libertad.
Pero todo se perdió en un instante casual, cuando fueron detenidas las embarcaciones que debían salir hacia el 12 de enero de 1895 del puerto de ­Fernandina, en Florida. Martí, que debía salir en uno de esos barcos, pudo burlar el  asedio a que estaba sometido. Se escondió en Nueva York dos semanas, en casa del Dr. Ramón Miranda. Allí se reunió, el 29 de enero, con los oficiales mambises Enrique Collazo y Mayía Rodríguez y decidieron que el alzamiento en Cuba debía producirse como estaba planificado, aunque ya no  coincidiría con la llegada de las tres expediciones y de los grandes jefes.
  La orden de alzamiento es enviada de inmediato a Tampa con Gonzalo de Quesada. Este se reúne con Fernando Figueredo y deciden esconder el documento clandestino en un tabaco que tuercen en la fábrica de O’ Halloran. Al día siguiente está en un bolsillo de Miguel Angel Duque de Estrada, quien lo entrega en La Habana a Juan Gualberto Gómez.  Con la orden en la mano, Juan Gualberto corre la voz a los líderes de las distintas regiones de Cuba.
  El 24 de febrero se cumple la orden y comienza la guerra, pero  la mayoría de los levantamientos fueron sofocados enseguida. El de Bayate, cerca de Manzanillo, guiado por el General Bartolomé Masó fue el más victorioso y encendió la guerra en Oriente, dando tiempo a que llegaran Maceo, Máximo Gómez  y el mismo Martí.
  En el momento de más ­ansiedad, cuando se perdió el proyecto de las expediciones en Fernandina, por el que las emigraciones habían reunido tanto dinero durante más de tres años, José Martí volvió a pensar en Tampa. Antes de salir para Santo Domingo a reunirse con Gómez y junto a él desembarcar en Cuba, le entregó a Gonzalo varias cartas para sus amigos de esta ciudad: a Ramón Rivero, Paulina y Ruperto Pedroso, Fernando Figueredo, escritas cuando se va a echar a la mar. A Rivero le dice: “Yo no puedo esperar, Cuba no puede”. A Figueredo: “Tallo en la roca y en la mar mi caballo nuevo”. Y a Paulina y Ruperto, las palabras desesperadas que tal vez más le conmovieron:  “Si es preciso, háganlo todo, den la casa”, porque él está “levantando la patria a manos puras”.  Cuánta grandeza en Tampa, en todos los que hicieron posible el 24 de febrero cubano y donde Paulina y Ruperto le habían confesado a su organizador que, si era necesario, empeñarían la casa de vivir para que Cuba fuera libre.  

viernes, 10 de febrero de 2017

Unas preguntas al Gobernador de Florida

Por Gabriel Cartaya

Me gustaría preguntarle al gobernador de Florida, Rick  Scott, si alguna vez ha hecho una declaración sobre el comportamiento de los derechos humanos en México, en Centroamérica o en otro país que no sea Cuba. Sería bueno saber cuál fue su ­reacción cuando supo que en Iguala habían  desaparecido 43 estudiantes, posiblemente asesinados; o cuando, casi diariamente, aparecen noticias relacionadas con brutales crímenes en el vecino país, conectados con los carteles de la droga y en los que con alguna frecuencia aparecen agentes gubernamentales implicados.
  Sería interesante investigar la reacción de Rick Scott ante los miles de niños hambrientos en Centroamérica y de jóvenes que se acercan a la frontera de Estados Unidos huyendo de la violencia, el crimen, la falta de oportunidades y la impotencia (o indiferencia) de sus gobiernos ante su desesperación. Me gustaría saber si alguna vez propuso el recorte de fondos estatales para algún tipo de negocio que implicara a alguno de los gobiernos de esos países, con el argumento incontestable de que a la vista de todos están las múltiples cifras diarias de las víctimas del derecho a la salud, a la educación, a la vida.
       Desconozco si el gobernador Scott  alguna vez ha  expresado que no pondrá sus pies al sur del Río Bravo mientras aparezcan mujeres maltratadas, golpedas hasta la saciedad, incluso asesinadas en las calles –como el caso de Ciudad Juárez, que hirió hace pocos años la sensibilidad universal–  y donde estructuras de gobierno, a veces, han estado más atentas al  enriquecimiento personal que a extirpar el maltrato de género que cuesta la tranquilidad y hasta la vida de tantas personas inocentes.
   Ahora, el gobernador de Florida ha dicho que no habrá fondos del presupuesto estatal para algún tipo de negocios que involucre a la isla de Cuba, preocupado por la  violación de los derechos humanos en ese país. Estaba una delegación cubana en territorio floridano, para suscribir acuerdos relacionados con la colaboración portuaria, cuando Scott, refiriéndose a los fondos que este año facilitará el Estado a ese destino económico,  hizo público que “el dinero no puede ser asignado a proyectos de infraestructura que resulten en la expansión del comercio con la dictadura cubana, a causa de sus continuas violaciones de los derechos humanos”. Casi con las plumas listas para firmar acuerdos con los visitantes cubanos, autoridades de los puertos de Palm Beach y Everglades, se apresuraron a guardar en sus gavetas los papeles de entendimiento.
   Además de confesar que no transitará calles cubanas mientras no se cumplan todos los derechos humanos, parece que Scott tampoco pisará una tierra donde esté ausente una verdadera  democracia, por lo que imagino viajará poco. Así se desprende de las palabras que a Martí Noticias dijo Jeri Bustamante, secretaria de prensa de la gobernación, al preguntársele si Scott atendería una invitación informal que sugirió una visitante cubana. “Hasta que haya libertad y democracia en Cuba el gobernador Scott no prevé trabajar con la dictadura castrista”, dijo Bustamante.
   ¿Se ha preguntado Scott a quién afecta más la interrupción de una posible apertura de negocios y relaciones ­amplias entre Florida y Cuba? ¿Ha preguntado el Gobernador a los cientos de miles de cubanos que viven en su Estado –miles de ellos electores– si prefieren acercarse o alejarse a su familiares que viven en la Isla? ¿Ha pensado el Sr. Scott en el pueblo de Cuba, el pueblo de a pie que ha sufrido carencias económicas que no es capaz de calibrar quien vive lejos de ellas, en uno y otro lugar? Ese pueblo que, a pesar de sus limitaciones democráticas y necesidad de mayores libertades expresivas e inclusivas, no ve en sus noticieros nacionales –por muy parcializados que sean– las cifras de asesinatos que recoge diariamente la television mexicana. Los datos oficiales del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP)  arrojan que, de enero a noviembre de 2016, se produjeron 18 mil 915 casos de homicidio dolosos, once de los cuales correspondieron a asesinatos de periodistas. ¿Ha pedido el gobernador ­Scott que se retire algún tipo de colaboración con el Gobierno de algún estado mexicano? ¿O no pertenece a la categoría de los derechos humanos asegurar a todos los niños que los padres retornen vivos al hogar?
   Se sabe que el  Gobernador de la Florida aspira en 2018 a obtener un asiento de Senador en el Capitolio de Washington y que toda campaña electoral requiere de grandes sumas de dinero. Los cubanos que en Florida más pueden aportar, en téminos monetarios, se desgajaron del país de origen hace más de medio siglo y allí apenas tienen familiares y amigos. Pero la mayoría de la población cubana emigrada en esta maravillosa península –la de más peso en el verdadero sentido democrático–  quiere olvidar las tensiones que sólo han beneficiado a políticos cuyo lenguaje de amenazas, odios y venganzas, ha contribuido a mantener el poder adquirido y, de paso,  lanzar las culpas a la otra orilla, mientras el pueblo ha asistido a la fractura creciente de la familia y los sueños.
   Ojalá y Rick Scott –seguramente un hombre bueno, familiar y jovial– pueda  un día pasearse  por las calles de La Habana, mirar a su gente en su día a día, a las mujeres sonrientes, a los hombres extendiendo la mano, y por encima de los presupuestos a que obliga el compromiso político, responder a sí mismo estas complicadas interrogantes a las que no  creo sea insensible.