viernes, 27 de febrero de 2015

La madre de José Martí vivió en West Tampa


  Por Gabriel Cartaya

  Es tan grande el influjo que ejercen los personajes privilegia­dos por la historia, que su expan­sión magnética margina el ámbito familiar que les corresponde, a pe­sar de su impronta en los orígenes, proyección y trascendencia de la figura elevada al rango icónico de lo glorioso.
Pienso en la madre de Martí, a cuya relación con su retoño ilumi­nado le dediqué hace unos años un pequeño libro –Luz al universo, Editorial Gente Nueva, La Haba­na, 2006—de cuyas páginas extrai­go un fragmento sobre la llegada a Tampa de Leonor Pérez, unos días antes del tercer aniversario de la muerte de Martí. Era 1898 y Leonor vivía en la pobreza, con 70 años de edad, cuando le escribe a Nueva York a Carmen Miyares, la amiga más probada de su hijo.
    Digo en mi libro: “Le contó su drama: la vista estaba tan nubla­da que apenas podía ver, había la esperanza de mejorar con una operación, pero no tenía recursos para hacerlo ‘pues mis hijas viven hoy muy reducidas y yo no puedo disponer de una habitación ni pue­do pagarla´. Tanta era la pena que no pudo contener el lamento: ‘no sé para qué Dios no me llevó a mí primero que a él’, y el pesar por­que los compañeros de su hijo no  se habían ocupado de darle ni ‘un triste pésame’. Fue una carta dicta­da con el corazón muy oprimido, como ella misma dice. De inme­diato Carmita le escribió a Tomás Estrada Palma – Delegado del Par­tido Revolucionario Cubano desde la muerte de Martí— y le anexó la carta recibida desde La Habana”.
    Estrada Palma, quien había sido designado como Agen­te General de la República de Cuba en Armas en el Exterior, atendió al llamado de Carmen y dispuso que fueran enviados 50 pesos oro a Doña Leonor, para que pagara el pasaje en la ruta La Habana-Cayo Hueso- Tampa. Por esas coincidencias indescifrables del destino, el dinero para el pasaje llegó a manos de Leonor el 25 de mar­zo de 1898, exactamente a los tres años de aquella conmovi­da despedida del hijo, cuando iba para la guerra, donde le preguntaba: “¿Y por qué nací yo de usted con un alma que ama el sacrificio?” La respues­ta la llevaba por dentro, cuan­do dos semanas después, el 9 de abril, sale del puerto de La Habana hacia el destino incierto del emigrante. Para jugar más con esas sincronías invisibles que teje la vida, ella desembarca en el puerto de Tampa un 11 de abril, cuando se cumplía el tercer aniversa­rio de la entrada de su hijo a la guerra.
    El viaje lo hizo en el Olivette, acompañada de su hija Leo­nor y del nieto Alfredo García Martí. Se le debe al historia­dor cubano Enrique Moreno Pla haber encontrado en la sección “Movimiento maríti­mo, del Diario de la Marina, los nombres de Leonor y sus dos acompañantes, en la lis­ta de pasajeros de aquel día. Describe Pla en un artículo dado a conocer por el Anuario Martiano No. 1, de 1969, que casi a la misma hora de salir el barco donde iba en silencio la familia de Martí, zarpó el Fern, donde viajaba Mr. Springer, vicecónsul de Estados Unidos en la capital cubana.
    Como esta embarcación sólo llegaba hasta Cayo Hueso, el diplomático siguió a Tampa en el Olivette. Esta circunstan­cia fortuita determinó que en el muelle de Tampa estuvieran Fernando Figueredo y otros cubanos, como parte de la de­legación tampeña que saluda­ría al político norteamericano. Alguien se acercó a Fernando con la nueva de que la madre de Martí estaba desembarcan­do. Al saludarla y saber que iba a procurar por conocidos en Ybor City, le brindó su casa de West Tampa y la llevó consigo. Bernardo, el hijo de Figueredo, contó después que a él y su hermano los mandaron a dor­mir en el desván, junto al so­brino de Martí, porque su habi­tación fue concedida a Leonor con su hija.
    A los pocos días, Figuere­do decidió alquilar una pe­queña casa cerca de la suya y asignarle una pensión de diez pesos semanales, para que pudiera cubrir sus gastos mí­nimos. Aquella casita estaba situada en la calle Chesnut, no. 380 en su tiempo. Allí vivió tres meses la madre de uno de los grandes americanos, de allí salieron dos de sus nietos para la guerra y fue tal vez el lugar donde mejor sintió la gratitud por haber traído al mundo al hijo que nos dio. Por ese lugar pasaron decenas de oficiales del Ejército Libertador Cubano, dirigentes del exterior, cubanos y cubanas que habían vibra­do de pasión patriótica con los discursos conmovedores de su hijo, a darle la mano, un abra­zo, o sólo verla de cerca, mur­murando gracias y bendiciones henchidas de verdad. Algunos, como el comandante Alfredo Lima, o el capitán Frank Agra­monte, fueron a regalarle un retrato dedicado, antes de salir a la manigua cubana dispues­tos a morir por su ideal.
Gualterio García, uno de los líderes del independentismo cubano en Tampa, le escribió a Gonzalo de Quesada: “Sabrás que tenemos en ésta a la ma­dre de nuestro querido Martí. Vive en West Tampa cerca de Fernando. La pobre está ciega, pero está rodeada del cariño que como madre de él se me­rece”.
    El tiempo que vivió la madre de Martí en West Tampa, co­rresponde a los meses finales de la Guerra de Independencia en Cuba, a la intervención de las tropas norteamericanas en el proceso que concluyó con el Protocolo de Paz firmado en agosto de 1898 y a la termina­ción de la dominación española en Cuba. Ese mismo mes, el día 28, se embarca hacia Cayo Hueso, donde estará hasta el 29 de octubre, día en que re­gresó, en el Mascotte, al puerto de La Habana.
Según los libros de contabi­lidad de la Agencia de Tampa, conservados en el Archivo Na­cional de Cuba, los gastos re­lacionados con la presencia de la madre de Martí en Tampa, ascienden únicamente a 273 pesos, distribuidos entre alqui­ler, algunos muebles y los diez semanales para mantenerse. El pasaje de regreso a Cuba, pa­rece ser que lo pagó ella de sus pequeños ahorros, pues no hay constancia de que alguien haya cubierto ese gasto.
    Cuánto sufrimiento y noble­za, en aquella madre. Cuando su único hijo varón era peque­ño, quiso apartarlo del ideal li­bertario que le costó la vida. La noche en que las calles de La Habana se llenaron de fuego, salió en la oscuridad a buscar­lo debajo de las balas, a sus 16 años. Unos meses despué lo hi­cieron prisionero y fue a recla­marle al Capitán General, por la injusticia que se cometía con apenas un niño. Después se re­signó, lo vio irse al exilio, una y otra vez. Perdió al esposo y casi todas las hijas murieron antes que ella. Fue a verlo a Nueva York en el año 1887 y lo acom­pañó unos meses. No lo vio más. Al llegar a sus manos la última carta del hijo, ya él es­taba dentro de la guerra, pero le alivió su ternura: “...conmi­go va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre”. Al mes siguien­te murió en combate. Ella calló su dolor y murió pobre, el 19 de junio de 1907, en La Habana.

1 comentario:

  1. No sabia que la madre del Apostol habia vivido en West Tampa. Gracias por tan importante informacio.

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