viernes, 28 de mayo de 2021

Ángel de la Guardia Bello, el último compañero de José Martí

El pasado 19 de mayo, realizamos un hermoso acto de recordación a José Martí en el 126 aniversario de su caída en combate. Nos reunimos en el mismo lugar donde él pronunció muchos discursos, aunque los únicos conservados fueron “Con todos y para el bien de todos” y “Los Pinos Nuevos”. Hablaron Emiliano Salcines, Ariel Quintela, Kenya Dworkin y otros; escuchamos versos de Martí en la voz de la cantante Alina Izquierdo, en una atmósfera de alegría porque celebramos la palabra y la vida ejemplar de Martí, no el accidente de la muerte que para él era vía, no término.

Estas líneas no son, sin embargo, para exaltar nuestro acto, sino para recordar a la única persona que  fue testigo de aquel trágico instante en que cayó del caballo el poeta-soldado en quien mejor se correspondieron la palabra y la acción, con el valor de morir cuando se ha llamado al combate. A su lado, a otro jinete le derriban el caballo, pero logra salir debajo de la balacera a comunicar la tragedia y buscar ayuda para, vivo o muerto, rescatar a quien ya era el Héroe de Dos Ríos.

Ángel de la Guardia Bello

Aquel joven, de 20 años, era Ángel de la Guardia Bello, como si el destino hubiera querido aliviar con el aura de ese nombre el instante postrero del Apóstol. Para ambos era el primer combate y la casualidad puso al lado de Martí a aquel bizoño soldado que escuchó, entre el ruido de los cascos de la caballería, al hombre convocándole con voz emocionada: ¡Joven, vamos a la carga!

Lo sabemos, porque él mismo lo contó, pues no hubo otro testigo para la última frase que Martí expresara a alguien. A Ángel le quedaron dos años, tres meses y dos días para recordarlo. Es el tiempo que sobrevivió, pues el valiente soldado –ya con el grado de Comandante a los 22 años–, murió heroicamente en la toma de Victoria de las Tunas, el 30 de agosto de 1897. Pero lo dejó anotado en un diario incompleto guardado en archivos de esa ciudad y en una carta a su esposa que, fatalmente, no logró conservarse.

Ángel de la Guardia nació el 16 de febrero de 1875 en Jiguaní, provincia del oriente cubano. Su padre eran maestro, camino que él siguió, graduándose de esa noble profesión en la Escuela Elemental Completa para Varones de Manzanillo, ciudad donde empezó a ejercer unos meses antes de reiniciarse la Guerra de Independencia, en febrero de 1895. Inmediatamente después del levantamiento armado, el maestro dejó el aula y se incorporó al Ejército Libertador, a las órdenes del general Bartolomé Masó.

Cuando José Martí y Máximo Gómez llegaron a Dos Ríos, el 12 de mayo de 1895, esperaron en el campamento por la llegada del general manzanillero, quien arriba en la noche del día 18. Entre los soldados de caballería que le acompañaban iba Ángel de la Guardia, quien al día siguiente escuchó los discursos de Masó y Gómez y, con mayor emoción, el de aquel hombre que nunca había visto y a quien señalaban como Presidente. A los pocos minutos, cuando avisaron que se acercaba una columna española y Gómez dio la orden de salir a enfrentarla, lo vio montar con agilidad en su caballo y correr por la sabana hasta llegar al río crecido y atravesarlo. Un instante después, lo oyó llamarle, sin pronunciar su nombre que no llegó a saber, para que le acompañara al combate. Le habría gustado decirle que él era Ángel de la Guardia y que era un honor combatir a su lado. Quién sabe con qué hermosas palabras lo habría anotado en su Diario el sensible escritor.      

Pero la muerte lo impidió y no pudo conocerlo mejor. La guerra continuó y Ángel siguió combatiendo, ganando la experiencia que no tenía en Dos Ríos. Pasó a la tropa del general Antonio Maceo, combatió valerosamente en Peralejo, acompañó a Maceo en toda la invasión hasta occidente, donde le consideraron “el Capitán más valiente de la brigada oriental”. Por su arrojo en una de las últimas acciones de aquella campaña –la batalla de Paso Real de San Diego en Pinar del Río–, le otorgaron el grado de comandante.  Al regresar a Oriente, se incorporó a la tropa de Calixto García. Al frente de un regimiento, estuvo en la primera línea de fuego en la encarnizada batalla por la toma de Victoria de las Tunas. Allí murió heroicamente, con sólo 22 años. Aquel 30 de agosto de 1897, muy cerca de él combatía un jovencito de 18 años que en esa batalla ganó el ascenso a Capitán. Se llamaba José Francisco Martí Zayas-Bazán y era el único hijo del hombre a quien él vio morir en la tragedia de Dos Ríos.

 

 

 

 

viernes, 21 de mayo de 2021

Del Liceo Cubano a la Casa Socarrás

 

   Cuando una tarde del lejano 1885 Vicente Martínez Ybor se paró en una explanada enmarañada al este del poblado de Tampa, sabía que había llegado al lugar donde levantaría su fábrica de tabacos. Y aunque entonces no imaginara que allí estaba al nacer una ciudad que lo honraría con su nombre, le dijo a su amigo Gabino Gutiérrez que enterrara un poste para señalar donde iba la primera construcción y que, caminando hacia el poniente, fuera marcando la calle que hoy es la 7.ª Avenida de Ybor City.

   Más de un siglo y cuarto después, el constructor Ariel Quintela se detuvo en la misma esquina en que lo hiciera el emprendedor valenciano y con similar voluntad y optimismo se dijo que en aquel viejo inmueble que sustituyó a la construcción original, abandonado y ruinoso, renacería una hermosa edificación que llevaría por nombre Casa Socarrás.

Liceo Cubano en Ybor City, donde José Martí dijo los discursos
Con todos y para el bien de todos  y Los Pinos Nuevos

   Entre uno y otro hecho, ¡cuánta historia acumulada! Aquel caserón de madera, al que llegaron las primeras ramas de tabaco de la isla de Cuba en 1886, dos años después se convirtió en el Liceo Cubano. El venerable industrial, al inaugurar su potente edificio de ladrillos donde radicaría El Príncipe de Gales, pensó que los trabajadores de su fábrica de tabacos necesitaban un lugar donde reunirse, distraerse y soñar. Entonces les ofreció aquella casa de madera de dos pisos, que ellos convirtieron en teatro, sala de juegos, lugar de reuniones y, finalmente, en el Liceo Cubano que significó, como ellos decían, un Templo de la Patria.

   Aquel Liceo, en la esquina de la 7.ª Avenida y la Calle 13, se transformó en el centro donde, desde Tampa, los cubanos de la ciudad se unieron en el ideal de una patria libre. Allí, los miembros de la Liga Patriótica Cubana, el Club Ignacio Agramonte y otros, recibieron a José Martí y de sus labios oyeron los discursos “Con todos y para el bien de todos”, “Los Pinos Nuevos” y muchos más que, lamentablemente, no se conservaron. Allí aprobaron las Bases del Partido Revolucionario Cubano y entregaron todas sus fuerzas, talento y entusiasmo en aras de fundar en Cuba una república libre, democrática y justa. Entre ellos, los nombres de Néstor y Eligio Carbonell, Ramón Rivero, Juan Arnao, Carolina Rodríguez, Paulina Pedroso, Esteban Candau, Cornelio Brito, Bruno Roig, Joaquín Granados, y muchos más, emergen en la grandiosa constelación de abanderados hacia un mundo mejor.

   Cuando uno se detiene en esa esquina y mira hacia los cuatro puntos cardinales, piensa en aquel español que, con 67 años, miró a los matorrales arenosos donde pululaban insectos y reptiles y convirtió en realidad el sueño de crear allí un pueblo nuevo. Y, consciente de que un asentamiento humano está incompleto sin un espacio para el arte y la cultura donde se nutre el espíritu, propició a la naciente población la creación de su primer teatro, que fue también escuela.

Casa Socarrás, en el lugar donde estuvo El Liceo Cubano

   Ahora, volviendo la vista hacia los cuatro lados, miramos la ciudad que renace de décadas de abandono. Vemos recién inaugurada la Casa Socarrás, con iluminadas oficinas detrás del amplio portal y confortables apartamentos; oímos, muy cerca, a los constructores afanados en la culminación de la Casa Pedroso, otro edificio revivido y nombrado así en honor al matrimonio que brindó amorosa cobija al Apóstol desterrado. Y, muy cerca, el movimiento de tierra para un edificio nuevo que se llamará José Martí. Seguramente, entre estos bellos edificios, renovados o nuevos, surgirá un espacio donde se cuide la historia y se fomente el arte, la cultura, el espíritu. Ese fue el legado de Martínez Ybor y es lo que legaremos al futuro.