sábado, 28 de febrero de 2015

Fernando Figueredo: el primer alcalde de West Tampa

Por Gabriel Cartaya

     Para los hispanos que vi­vieron en West Tampa a fi­nales del siglo XIX, debió ser común oír hablar, ver en una esquina, o conversar con un hombre hispano de unos 50 años, cuya aureola resplan­decía a su alrededor cuando en las calles se detenía a cada momento, para escuchar el latido que guardaba cada ha­bitante de la naciente plaza urbana. No era solo por la ga­llardía de su estampa criolla, la sapiencia del verbo o el ca­lor de su mano, sino también por el destello legendario que traía consigo. Era Fernan­do Figueredo Socarrás, cuyo nombre, a más de un siglo de distancia, viene cómodo a la memoria, cuando se piensa en los días fundacionales de unas calles adoquinadas que guardan tanta historia.
    West Tampa, conocida pri­mero como Pino City, fue una extensión inmediata hacia el oeste de Ybot City, al otro lado del puente, como efecto del vigor tabacalero alcanzado en los últimos años de la década de 1880. Ahí están todavía los edificios de ladrillos de fuego, orientados de este a oeste, que son vivos testigos del ardor y esperanzas con que nuestros abuelos construyeron la ciu­dad donde vivimos.
    En cuatro o cinco años se levantaron las casas de vi­vir, las fábricas, comercios, escuelas, iglesias, y West Tampa fue tomando el rostro propio que aún la distingue, con calles amplias, portales, aceras. Precozmente crecida, mereció gobierno propio y en junio de1895 tuvo elecciones para su primer Alcalde. En votación libre, sus habitantes decidieron que el cargo co­rrespondiera al bayamés Fer­nando Figueredo Socarrás. Quiso negarse con la explica­ción de que no armonizaba su labor por la independencia de Cuba, con un cargo político en un país que tenía relaciones diplomáticas con España. El Gobernador de la Florida, el demócrata Henry L. Mitchel, le respondió que su labor por la patria natal daba honra al Alcalde de West Tampa.
    ¿Quién era este cubano que recién llegado a West Tampa se convierte en su primer Alcalde? Es larga su historia y el más exigente es­fuerzo de síntesis no podría condensarla en un par de cuartillas. Nació en Cama­güey en 1846, pero por origen y primera formación es baya­més. Completa sus estudios preuniversitarios en La Ha­bana y matricula en la Es­cuela de Ingeniería de Troy, en una Universidad de Nueva York. Entre sus amigos de allí aparece curiosamente Teddy Roosevelt, quien lo llamaba “Figue”, en la confianza grata de la amistad. Está casi al gra­duarse en 1868, con 22 años, cuando el padre le escribe desde Bayamo diciéndole que Carlos Manuel de Céspedes se ha levantado en armas con­tra España. Ha comenzado la Guerra de Independencia de su país y no tiene que pensar­lo. Llega a Bayamo y se incor­pora a la lucha armada.
Debió ser grande el im­pacto que causó en los líderes de aquella epopeya, porque muy pron­to se convirtió en el Ayudante y Secreta­rio de Céspedes, pri­mer Presidente de la República en Armas. Desde entonces, es­tuvo en las princi­pales acciones de la Guerra de los Diez Años y termina como Secretario del Gene­ral Antonio Maceo. Su nombre aparece al lado del de Maceo en la honrosa Protes­ta de Baraguá, donde los cubanos se ne­garon a una paz sin independencia. Con la Paz del Zanjón, el Teniente Coronel Fernando Figueredo tuvo que salir a vivir en el exilio, prime­ro en Santo Domin­go, después en Cayo Hueso y finalmente en Tampa.
    Cuando Figueredo llega a Tampa, ya es ciudadano ame­ricano y ha participado en Cayo Hueso en la vida política de este país. En 1885 fue ele­gido a la Cámara de Represen­tantes por la Florida, siendo el primer cubano en alcanzar ese cargo electoral. También fue superintendente de escuelas por el condado de Monroe, al que correspondían los cayos del sur de la península.
     La fecha en que Fernando Fi­gueredo comienza a radicar en Tampa, corresponde al mes de abril de 1894. Para entonces Fer­nández O´Halloran, que radicaba en Cayo Hueso, ha adquirido la fábrica de tabacos que dos años antes había inaugurado del Pino en esta parte de la ciudad, siendo la primera de varias que en esa década propiciaban el nacimiento y primer esplendor de un nuevo pueblo tampeño.
Para impulsar en West Tampa la producción de puros con mano de obra segura, O´Halloran es seguido por decenas de familias cubanas, entre ellas la de Figue­redo, contratado como tenedor de libros para la firma del distingui­do industrial.
    Emiliano Salcines, que es ca­paz de oír en el tiempo el soplo trascendente del paso del hombre por la vida, me ha acompañado el pasado domingo a mirar en West Tampa la conservación de aquellos edificios, mostrándome con el índice y un caudal de pa­labras la presencia de tanta histo­ria viva. Miramos donde estuvo la casa de Fernando Figueredo, en su tiempo marcada como 404 Main Street y hoy, penosamente, un solar yermo con la yerba cre­cida; nos detuvimos a admirar el edificio construido hace algo más de ciento diez años, hoy biblioteca pública (en 2312 W Union St.), de cuyo interior salió el tabaco clan­destino destinado a Juan Gualber­to Gómez, que ocultaba la orden de alzamiento, en febrero de 1895, para que estallara la guerra por la independencia de Cuba.
    La casa de Fernando, en Cayo Hueso, había sido de visita obligatoria para José Martí, desde su primera lle­gada en diciembre de 1891. La felicidad de aquel hogar debió causar una honda im­presión en el Apóstol, quien le dice en una de sus prime­ras cartas: “El amor lo premió a usted y le da ese aire de rey con que publica sin querer la hermosura de su hogar”. Ya en Tampa Figueredo, Martí viene dos veces más a la ciu­dad y seguramente pudo visi­tarle, en la carrera de atar los últimos cabos para desatar la guerra. Su hijo Bernardo, to­davía mozalbete, le acompa­ñó mucho en esos días, entre Cayo Hueso y Tampa, e inclu­so hasta Nueva York. Lo que no podía entonces presentir el hombre iluminado es que, cuatro años después y a tres de su muerte en combate, su pobre madre, anciana y en­ferma, sería recibida en esta casita tampeña por su amigo Figueredo.
    El patricio bayamés sólo vivió alrededor de 4 años y medio en este pueblo y de ellos uno (1895-1896), como su primer alcalde, pero dejó una huella perdurable, como ocurre con los hombres pri­vilegiados de la historia. Cuando comienza la guerra en Cuba, el 24 de febrero de 1895, Fernando pide su lugar para tomar las armas, pero no es complacido, porque es en ese momento uno de los dirigentes más necesarios en el exterior.
    En septiembre de 1895 fue creado el Gobierno de la Re­pública en Armas y se nom­bró a Tomás Estrada Palma como su Delegado en el Exte­rior. Éste designó a Figueredo como su representan­te en Tampa. Es impresionante la labor que realizó entre 1895 y 1898. Se ha considera­do que asciende a 750 mil dólares la suma recaudada por sus manos en apoyo a la guerra.
Terminada la guerra en Cuba, en 1898, Figue­redo regresó a su patria, como mi­les de cubanos. Ocupó altos car­gos en Cuba desde llegar: en 1902 se crea la república y lo nombran Director Gene­ral de Comunicaciones y en 1912 asumió la presidencia de la Academia de Historia de Cuba.
Su libro, La Revolución de Yara, es hasta hoy una de las fuentes principales para el es­tudio de la guerra del 68. Mar­tí llegó a leer páginas inéditas de esta obra y quiso publicar­lo, según consta en su carta del 25 de febrero de 1894: “Me prometo publicarlo en dos tomos y hacer una edición dedicada a la revolución que programamos”. Finalmente, el libro fue publicado en 1902 y hasta hoy ha tenido varias ediciones.
    Murió a los 83 años, en La Habana, en 1929, rodeado de su familia, de hermanos masones y de muchos com­pañeros de hacer y escribir la historia. Tal vez más nunca volvió a caminar por las calles de West Tampa, pero debió llegarle, hasta el último día, el rumor de su crecimiento y seguramente una brisa cálida de gratitud, porque la segun­da generación tampeña escu­chaba de labios de sus mayo­res su propia historia: la de los fundadores de su ciudad.
Muchas generaciones han pasado, pero si el latido de aquellos hombres nos acom­paña en la obra actual, po­dremos contar con su aliento para hoy y para mañana.
    Si caminas por la acera iz­quierda de la calle Main, de Howard hacia Armenia, de­tente un instante frente a la hierba fresca de ese solar va­cío, donde tal vez escuches, en el ruido del tiempo, como una voz de padre. Es la sen­sación indescifrable de haber identificado la energía etérea que brota de los sitios sagra­dos: esta vez el lugar donde vivió Fernando Figueredo, el primer Alcalde.
Citas: José Martí. Epistolario en V tomos, preparado por Salvador García Pascual. Editorial de Cien­cias Sociales. La Habana, 1993.

viernes, 27 de febrero de 2015

La madre de José Martí vivió en West Tampa


  Por Gabriel Cartaya

  Es tan grande el influjo que ejercen los personajes privilegia­dos por la historia, que su expan­sión magnética margina el ámbito familiar que les corresponde, a pe­sar de su impronta en los orígenes, proyección y trascendencia de la figura elevada al rango icónico de lo glorioso.
Pienso en la madre de Martí, a cuya relación con su retoño ilumi­nado le dediqué hace unos años un pequeño libro –Luz al universo, Editorial Gente Nueva, La Haba­na, 2006—de cuyas páginas extrai­go un fragmento sobre la llegada a Tampa de Leonor Pérez, unos días antes del tercer aniversario de la muerte de Martí. Era 1898 y Leonor vivía en la pobreza, con 70 años de edad, cuando le escribe a Nueva York a Carmen Miyares, la amiga más probada de su hijo.
    Digo en mi libro: “Le contó su drama: la vista estaba tan nubla­da que apenas podía ver, había la esperanza de mejorar con una operación, pero no tenía recursos para hacerlo ‘pues mis hijas viven hoy muy reducidas y yo no puedo disponer de una habitación ni pue­do pagarla´. Tanta era la pena que no pudo contener el lamento: ‘no sé para qué Dios no me llevó a mí primero que a él’, y el pesar por­que los compañeros de su hijo no  se habían ocupado de darle ni ‘un triste pésame’. Fue una carta dicta­da con el corazón muy oprimido, como ella misma dice. De inme­diato Carmita le escribió a Tomás Estrada Palma – Delegado del Par­tido Revolucionario Cubano desde la muerte de Martí— y le anexó la carta recibida desde La Habana”.
    Estrada Palma, quien había sido designado como Agen­te General de la República de Cuba en Armas en el Exterior, atendió al llamado de Carmen y dispuso que fueran enviados 50 pesos oro a Doña Leonor, para que pagara el pasaje en la ruta La Habana-Cayo Hueso- Tampa. Por esas coincidencias indescifrables del destino, el dinero para el pasaje llegó a manos de Leonor el 25 de mar­zo de 1898, exactamente a los tres años de aquella conmovi­da despedida del hijo, cuando iba para la guerra, donde le preguntaba: “¿Y por qué nací yo de usted con un alma que ama el sacrificio?” La respues­ta la llevaba por dentro, cuan­do dos semanas después, el 9 de abril, sale del puerto de La Habana hacia el destino incierto del emigrante. Para jugar más con esas sincronías invisibles que teje la vida, ella desembarca en el puerto de Tampa un 11 de abril, cuando se cumplía el tercer aniversa­rio de la entrada de su hijo a la guerra.
    El viaje lo hizo en el Olivette, acompañada de su hija Leo­nor y del nieto Alfredo García Martí. Se le debe al historia­dor cubano Enrique Moreno Pla haber encontrado en la sección “Movimiento maríti­mo, del Diario de la Marina, los nombres de Leonor y sus dos acompañantes, en la lis­ta de pasajeros de aquel día. Describe Pla en un artículo dado a conocer por el Anuario Martiano No. 1, de 1969, que casi a la misma hora de salir el barco donde iba en silencio la familia de Martí, zarpó el Fern, donde viajaba Mr. Springer, vicecónsul de Estados Unidos en la capital cubana.
    Como esta embarcación sólo llegaba hasta Cayo Hueso, el diplomático siguió a Tampa en el Olivette. Esta circunstan­cia fortuita determinó que en el muelle de Tampa estuvieran Fernando Figueredo y otros cubanos, como parte de la de­legación tampeña que saluda­ría al político norteamericano. Alguien se acercó a Fernando con la nueva de que la madre de Martí estaba desembarcan­do. Al saludarla y saber que iba a procurar por conocidos en Ybor City, le brindó su casa de West Tampa y la llevó consigo. Bernardo, el hijo de Figueredo, contó después que a él y su hermano los mandaron a dor­mir en el desván, junto al so­brino de Martí, porque su habi­tación fue concedida a Leonor con su hija.
    A los pocos días, Figuere­do decidió alquilar una pe­queña casa cerca de la suya y asignarle una pensión de diez pesos semanales, para que pudiera cubrir sus gastos mí­nimos. Aquella casita estaba situada en la calle Chesnut, no. 380 en su tiempo. Allí vivió tres meses la madre de uno de los grandes americanos, de allí salieron dos de sus nietos para la guerra y fue tal vez el lugar donde mejor sintió la gratitud por haber traído al mundo al hijo que nos dio. Por ese lugar pasaron decenas de oficiales del Ejército Libertador Cubano, dirigentes del exterior, cubanos y cubanas que habían vibra­do de pasión patriótica con los discursos conmovedores de su hijo, a darle la mano, un abra­zo, o sólo verla de cerca, mur­murando gracias y bendiciones henchidas de verdad. Algunos, como el comandante Alfredo Lima, o el capitán Frank Agra­monte, fueron a regalarle un retrato dedicado, antes de salir a la manigua cubana dispues­tos a morir por su ideal.
Gualterio García, uno de los líderes del independentismo cubano en Tampa, le escribió a Gonzalo de Quesada: “Sabrás que tenemos en ésta a la ma­dre de nuestro querido Martí. Vive en West Tampa cerca de Fernando. La pobre está ciega, pero está rodeada del cariño que como madre de él se me­rece”.
    El tiempo que vivió la madre de Martí en West Tampa, co­rresponde a los meses finales de la Guerra de Independencia en Cuba, a la intervención de las tropas norteamericanas en el proceso que concluyó con el Protocolo de Paz firmado en agosto de 1898 y a la termina­ción de la dominación española en Cuba. Ese mismo mes, el día 28, se embarca hacia Cayo Hueso, donde estará hasta el 29 de octubre, día en que re­gresó, en el Mascotte, al puerto de La Habana.
Según los libros de contabi­lidad de la Agencia de Tampa, conservados en el Archivo Na­cional de Cuba, los gastos re­lacionados con la presencia de la madre de Martí en Tampa, ascienden únicamente a 273 pesos, distribuidos entre alqui­ler, algunos muebles y los diez semanales para mantenerse. El pasaje de regreso a Cuba, pa­rece ser que lo pagó ella de sus pequeños ahorros, pues no hay constancia de que alguien haya cubierto ese gasto.
    Cuánto sufrimiento y noble­za, en aquella madre. Cuando su único hijo varón era peque­ño, quiso apartarlo del ideal li­bertario que le costó la vida. La noche en que las calles de La Habana se llenaron de fuego, salió en la oscuridad a buscar­lo debajo de las balas, a sus 16 años. Unos meses despué lo hi­cieron prisionero y fue a recla­marle al Capitán General, por la injusticia que se cometía con apenas un niño. Después se re­signó, lo vio irse al exilio, una y otra vez. Perdió al esposo y casi todas las hijas murieron antes que ella. Fue a verlo a Nueva York en el año 1887 y lo acom­pañó unos meses. No lo vio más. Al llegar a sus manos la última carta del hijo, ya él es­taba dentro de la guerra, pero le alivió su ternura: “...conmi­go va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre”. Al mes siguien­te murió en combate. Ella calló su dolor y murió pobre, el 19 de junio de 1907, en La Habana.

jueves, 26 de febrero de 2015

El último cumpleaños de José Martí

Por Gabriel Cartaya 

El lunes, 28 de enero de 1895, fue el último cumplea­ños de José Martí. Ese día cumplió 42 años y casi cua­tro meses después murió en el combate de Dos Ríos, en el oriente cubano. Entonces es­taba al despedirse para siem­pre de la ciudad de Nueva York.
En las circunstancias que rodearon esa fecha, es eviden­te que no estaba para fiestas. Vivía sus últimos días neo­yorquinos envuelto en una absoluta clandestinidad. Dos semanas atrás habían sido detenidas en el puerto flori­dano de Fernandina las 3 em­barcaciones que, cargadas de hombres y armamentos, de­bieron salir para Cuba a reini­ciar la guerra.
            Ocurrido el desastre, Mar­tí tuvo que regresar a Nueva York y llevaba dos semanas en esta ciudad, sin poder acercarse a la casa de Car­men Miyares, donde tenía su cuarto. Sabía que la agencia de detectives Pinkerton pa­gaba muy bien a sus agentes para seguirle el rastro, pues a pesar de la vista gorda de las autoridades estadounidenses hacia la actividad de los pa­triotas cubanos, la evidencia de tantas armas en la malo­grada expedición, violaba los tratados de neutralidad esta­blecidos con España.
Cuando llegó a la estación de ferrocarril de Nueva York procedente de Jacksonville, a Martí le buscaron protección en la casa del Dr. Ramón Mi­randa, situada en el número 349 de la Calle 46 Oeste. Mi­randa era el suegro de Gonzalo de Quesada y también médico y amigo de Martí. En su ho­gar desarrolló una febril labor de reorganización del plan para el estallido de la gue­rra en Cuba y escribió múl­tiples cartas, enviadas a Tampa, Cayo Hueso, Costa Rica, a Cuba, a todos los lugares donde se extendía el Partido Revolucionario Cubano.
Pero la mayor ansiedad de esos días fue esperar la respuesta de Juan Gual­berto Gómez, informando sobre las condiciones en la isla para el estallido de la guerra, requisito impres­cindible para cursar la or­den de alzamiento.En esas circunstancias amaneció el 28 de enero de 1895. Pero Nueva York era el “amor de ciudad grande”, como él la llamara en un poema. Aquí había vivido los 15 años más fecundos de su vida, desde su onomástico número 27 en 1880, acabado de llegar, hasta este último, casi al partir. Aquí pronunció inflamados discur­sos y escribió letras brillantes, de las que habla en otra página el sensible martiano Leonardo Venta, con fina agudeza.
Nueva York es la ciudad donde ha traído a quienes más ama, a que le acompañen: a Carmen, su esposa, con el hijo, las tres veces que intentó estabilizar su matrimonio, has­ta perderla definitivamente en 1891; a su padre, durante un año con él; a su madre, en el invierno de 1887.
En este lugar fue Cónsul de Argentina, Uruguay y Pa­raguay, representando a los pueblos de Nuestra América –concepto suyo– en importan­tes eventos continentales. Es la ciudad donde ocupa la presi­dencia de la Sociedad Literaria Hispanoamericana.
Carlos Ripoll, investigador de la obra martiana y seguidor de sus huellas en la moderna urbe, ha dicho: “No tuvo la ciu­dad de Nueva York en el siglo XIX cronista más ilustre y hon­rado que José Martí. Ni quizás toda la nación americana. Y hasta puede afirmarse que nin­gún extranjero dio nunca, en idioma alguno, una visión tan amplia y acertada como la que ofreció Martí”.Vicente Echerri, otro espe­cialista en el Apóstol cubano ha escrito: “Martí es el más neoyorquino de todos los pró­ceres de América y de todos los grandes escritores de habla hispana. Él fue también el gran cronista de esta ciudad”.
Restaurante Delmónico, donde Martí fue a comer
el día de su último cumpleaños.
El 28 de enero de 1895 había renunciado a todas las visiones de la ciudad crecien­te, a sus letras, responsabili­dades y afectos, ocultándose en la casa amiga hasta el mo­mento de partir. Pero no pudo renunciar a la tentación de una última mirada a las calles neo­yorkinas, cuando sus amigos le pidieron que, con toda discre­ción, les acompañara esa no­che de cumpleaños al Restau­rante Delmónico, en la Quinta Avenida y la Calle 26. 
Ellos sabían, presentían tal vez, que no volverían a tenerlo a su lado y quisieron sentarse a una buena mesa para de­searle felicidades y distraerlo un poco de las profundas pre­ocupaciones con que había su­frido las últimas dos semanas. En un lugar muy reservado del restaurante, le estuvieron protegiendo de cualquier cu­rioso, dos amigos al frente y uno a cada lado suyo, dicha que correspondió al Dr. Ra­món Luis Miranda, su sobrino Luis Rodolfo, su cuñado Gus­tavo Govín y su yerno Gonzalo de Quesada, de manera que la confianza se redujo a ese pequeño grupo familiar. Segu­ramente una botella de buen Chianti, tan del gusto del ho­menajeado, fue abierta para pronunciar un brindis silen­cioso por el gran hombre que estaba al despedirse.
Al día siguiente firmó, junto a Enrique Collazo y Mayía Rodríguez, la Or­den de Alzamiento. Gon­zalo de Quesada viajaría el sábado ulterior para Tampa, a ocultar el do­cumento en el tabaco que saldrá para Cuba.
Quién sabe si aquel refugio fue violado una vez más y si en alguna de esas últimas noches neo­yorkinas caminó hasta la Calle 57 Oeste, buscando el número 424. Allí podría abrazar a Carmen y sus hijas, dando a las niñas un beso paternal y prometien­do a la mujer que se cuidaría para volver a verla. Y una vez más mirar su cuarto, sus li­bros, sus papeles, sus escasas prendas de los últimos años. Pero el instinto no ha sido nunca una fuente probatoria, por muy humano que resulte preguntarle. De todos modos, es atractivo relacionar esta po­sibilidad con la carta que tres días después, desde el mar, hace a María Mantilla, apun­tando un “dolor de tu último beso”, que da la sensación de una despedida reciente.
Lo cierto es que la última no­che de Nueva York estuvo has­ta la madrugada escribiendo todas las cartas que saldrían –con fecha 30 de enero– hacia los destinatarios de su con­fianza. Entre ellas, claro, están las cartas para sus amigos de Tampa: Paulina Pedroso, Ra­món Rivero, Fernando Figuere­do. En la mañana helada de ese día, un coche cerrado lo espe­raba en la esquina de la calle. Gonzalo lo acompañó hasta el muelle, lo abrazó y lo vio subir resuelto al vapor Athos, donde lo esperaban Collazo, Mayía Rodríguez y Manuel Mantilla, quienes lo acompañarían hasta Santo Domingo.



Talento Hispano-Gabriel Cartaya / MiraTV Tampa

Liceo Cubano de Ybor City: el lugar del discurso


Por Gabriel Cartaya

En los últimos días, varias personas me han preguntado por el lugar donde José Martí pronunció el brillante discurso “Con todos y para el bien de todos”, el 26 de noviembre de 1891, en su primera visita a Tampa.  Generalmente, quienes interrogan  especifican haber recibido una información imprecisa y no siempre coincidente.
    Casi todos los que visitan a Ybor City, especialmente los cubanos, quieren conocer los lugares que se relacionan con la presencia  de José Martí en ella. Al detenerse frente al Círculo Cubano, en la esquina de Palm Avenue y la calle 14 (República de Cuba), algunos, al contemplar el busto del Apóstol,  identifican el sitio como el lugar donde se produjo la impactante disertación.
    La historicidad de la famosa escalinata de hierro procede de la fotografía donde  José Martí aparece rodeado de muchos pobladores de Ybor City. Seguramente, desde este lugar habló varias veces, en sus múltiples visitas a la fábrica de Martínez Ybor, pero lamentablemente no se conservan esos discursos. Si contamos con los textos “Con todos y para el bien de todos” y “Los Pinos Nuevos”, es gracias a la trascripción taquigráfica realizada por Francisco María González, quien vino de Cayo Hueso para ese propósito.
En realidad, los dos discursos fueron  pronunciados en El Liceo Cubano: el 26 de  noviembre, invitado por el Club Ignacio Agramonte, y el 27, en el acto que organizó la Liga Patriótica Cubana por el 20 aniversario del fusilamiento de los estudiantes de Medicina. Es una afirmación conocida y creo que la confusión se produce cuando se  identifica al Liceo con el Círculo Cubano. El vínculo mental entre los dos lugares fue enriquecido con una anécdota: según han contado testigos, estando Martí rodeado de muchos compatriotas en el Liceo Cubano, abrió los brazos y dijo: Esto no es un liceo, esto es un círculo, un círculo de cubanos.
Liceo Cubano de Ybor City
En realidad, desde el nacimiento de Ybor City en 1886, comenzaron a aparecer distintas organizaciones de cubanos, esencialmente de motivación patriótica. En 1890, los dirigentes más visibles en la comunidad, guiados por Ramón Rivero, convocaron a crear un espacio al que pudieran asistir las diversas agrupaciones. Así nació el Liceo Cubano, que quedó constituído en marzo de ese año, bajo la presidencia de Gonzalo Pérez de Guzmán.
    El local que albergó al Liceo Cubano fue el edificio de madera que Martínez Ybor había donado a los trabajadores. Fue la primera edificación que mandó a levantar el industrial y que utilizó para almacenamiento y despalillado del tabaco, mientras inauguraba la fábrica de ladrillos de la calle 14. Al Liceo se integraron varias agrupaciones de cubanos, atraídos por la idea de contribuir a la independencia de Cuba.
Es a este lugar, situado en la 7.ª  Avenida, entre las calles 12 y 13, donde llega José Martí la noche del 26 de noviembre de 1895, a decirle a un público impresionado: “Yo quiero que la ley primera de la república sea el culto de cada cubano a la dignidad plena del hombre”. Por primera vez un líder explicaba para qué era la guerra y la razón de la independencia, nunca un fin en sí mismas, sino un medio para fundar una república democrática, “con todos y para el bien de todos”.
¿Qué pasó después con el Liceo y por qué se identifica con el Círculo Cubano? Realmente este organismo desapareció al terminar la Guerra de Independencia. Después de proclamarse la paz, Tomás Estrada Palma, como Delegado del Partido Revolucionario Cubano, llamó a la disolución de los órganos representantivos del independentismo cubano. “Los Clubs, los Cuerpos de Consejo y las Agencias en el exterior, ya no tienen razón de ser”, dice una parte del comunicado que hizo llegar a todos los lugares.
Curiosamente, es en Tampa donde se hace más resistencia a la orden de disolver esas organizaciones. La Delegación de esta ciudad hace constar en un acta que “mientras no sea constituida la República forjada en la mente del Apóstol José Martí, los que fueron afiliados del Partido no podrían entregarse al descanso”.
Pronto se extrañó a aquellos clubes, a las reuniones públicas, a espacios de recreo social y ayuda mutua, y comenzaron a crearse nuevamente. Pero entonces prevalecieron, penosamente, determinadas normas y leyes que afloraban en la sociedad del entorno, en un espacio impactado por la mentalidad racial del Sur de los Estados Unidos, donde los afroamericanos vivían separados de los blancos y creaban sus  propias asociaciones. La historiadora y profesorea universitaria Maura Barrios, en su ensayo “José Martí se topa con Jim Crow: cubanos en el sur”, ha valorado este fenómeno con mucha agudeza.
En aquellas circunstancias se empiezan a crear asociaciones que de alguna manera copian los modelos raciales que le rodean. Así, el 10 de octubre de 1899 se funda el Club Nacional Cubano, en la calle 14, destinado a miembros de la raza blanca. Allí nombraron a Pepillo Rivero como su primer Presidente. Tres años más tarde, con la presidencia de Eladio Paula, comienza a llamarse Círculo Cubano. Es el lugar donde sigue hoy, aunque el edificio actual fue construido en 1917, para sustituir al que fue destruido por un incendio.
A su vez, comienzan a producirse reuniones entre cubanos de la raza negra, quienes deciden crear en 1900 una asociación, a la que llamaron “Librepensadores de Maceo”.   José Isabel Ramos fue el primer Presidente y Ruperto Pedroso una de las figuras que más influyó en su fundación. Más tarde comenzaron a nombrarla “Librepensadores de Martí y Maceo”, una paradoja evidente porque se juntan bajo la imagen de un hombre que procede de la raza blanca y otro de la raza negra, ambos defensores de la igualdad racial. Más tarde el nombre fue derivando al que ocupa en nuestro tiempo -Sociedad Martí Maceo-, y por suerte, hoy sin miramientos al color de la piel.
Curiosamente, el edificio  original de la 7.ª Avenida, donde estuvo el Liceo Cubano, también despareció por la voracidad de las llamas. Y aunque recordar las palabras luminosas de Martí frente a la escalinata de la Calle 14, o donde estuvo la casa de Paulina Pedroso en la 8.ª Avenida,  es enteramente legítimo, sería bueno que una placa conmemorativa fuera situada en el edificio actual de la 7.ª Avenida, para que los pinos nuevos de todos los tiempos puedan leer, en “Con todos y para el bien de todos”, el ideal de patria que por más de un siglo llevamos dentro.

José Martí: la fotografía de Tampa

Por Gabriel Cartaya


Miles de veces se ha publicado la fotografía donde aparece José Martí entre un grupo de emigrados cubanos, en Ybor City, Tampa. Cada vez que un artículo, ensayo o libro ha requerido una imagen que ilustre el paso del héroe americano por esta ciudad, o incluso su tiempo en Estados Unidos, se ha acudido a ella. Si el tema se ha concentrado en su simpatía por los obreros, por las fuerzas trabajadoras, se ha incluído este retrato y generalmente al pie se ha indicado que el Apóstol está rodeado de tabaqueros.
Y siempre que se habla de los vínculos históricos entre Tampa y Cuba, la página más emotiva, la dedicada a exhaltar las visitas y los discursos del líder apasionante, está recreada con ese grupo que se detuvo en la escalinata de la fábrica de tabacos de Martínez Ybor, a tomar un daguerrotipo para la historia Hoy la escalinata se ha multiplicado en miles de fotografías, pues más de cinco generaciones, al visitar el lugar, han querido rendir homenaje al instante que la hizo famosa, oprimiendo el obturador de su cámara para dejar constancia de su paso por el lugar. Pero el objetivo de este breve comentario es ofrecer algunas precisiones que puedan ampliar el conocimiento que tenemos sobre la histórica fotografía y a su vez invitar a que, si alguien tiene un nuevo detalle, nos lo haga saber.
¿Y dónde mejor que en Tampa para asomarse a la totalidad de esa imagen? ¿Quién sabe si en ella está presente el ­bisabuelo, o tatarabuelo, de alguien que aún vive  entre nosotros? Lamentablemente, en el momento de la primera impresión, no se consignaron los nombres de todos los presentes y sólo conocemos el que corresponde a figuras muy destacadas.  
Después de Martí, que posa de pie, en el centro, en el último escalón, la figura que más sobresale es la del General espirituano Serafín Sánchez, el tercero a la derecha del Apóstol y cuya elegante personalidad se destaca en el entorno. Al parecer, el que está a la izquierda de Serafín es José Dolores Poyo y entre éste y Martí, un paso hacia atrás, el joven Eligio Carbonell, quienes constituían una especie de Presidencia de la ­reunión, por los cargos que ocupaban en la dirección del recién creado Partido Revolucionario Cubano. También existe referencia documentada sobre la presencia de Esteban Candau en la fotografía, pero no conozco otra imagen suya que ayude a la identificación. Candau era Presidente de la Liga Patriótica Cubana y ocupó diversos cargos en la vertebración del Partido, entro otros el de Presidente del Club “Cubanos Independientes”. Lo que sí me llama la atención es que no esté en la fotografía el General Carlos Roloff, quien estuvo acompañando a Martí en esos días.
La referencia más antigua que conozco sobre esta fotografía corresponde a la revista “Cuba y América”, Volumen IV, núm. 87, La Habana, 1900. Esa publicación  nos ofrece tres detalles importantes: menciona los cuatro nombres citados y nos  informa que el fotógrafo fue el cubano José María Aguirre. Creí que podría tratarse del general del mismo nombre, quien murió en la guerra en 1896, pero todo parece indicar que que estaba en Cuba en ese tiempo. Un tercer dato ofrecido por la publicación de 1900 es la fecha del retrato, ubicándolo en 1893, información que se repite en todas las fuentes consultadas.
Sin embargo, opino que corresponde a 1892, basándome en el siguiente argumento. He mirado detenidamente todas las visitas que hizo Martí a Tampa en 1893, los días que se detuvo en ella, los recorridos en la ciudad y las salidas a Cayo Hueso, Ocala, Jacksonville. En ninguna de ellas le está acompañando Serafín Sánchez, quien vive desde el año anterior en Cayo Hueso, después de abandonar el largo exilio en Dominicana y haber pasado unos días en Nueva York.
Sin embargo, en julio de 1892 sí están juntos en Ybor City los cinco hombres que se identifican en la fotografía: José Martí, Serafín Sánchez, José Dolores Poyo, Eligio Carbonell y Esteban Candau. El 16 de julio llegan al puerto de Tampa, procedentes del Cayo, Martí, Serafín, Roloff y Dolores Poyo. Fueron cinco días de mucho fervor y utilidad.  El 17, por el día, visitan varios clubes y por la noche Martí pronunció un discurso en el Liceo Cubano.  Al día siguiente, el Alcalde Herman Glogowski les invita a recorrer lugares significativos de la ciudad. El 19 y 20 continúan visitando fábricas, clubes revolucionarios, cuerpos de consejo, uniendo voluntades. El 21, a las cinco de la mañana, Martí sigue para Ocala, acompañado por Serafín, Roloff y Poyo. En alguno de esos cinco días, durante una visita a la fábrica de Martínez Ybor, José María Aguirre debió tomar el retrato que se hizo inmortal.
La fotografía que nos ocupa también fue utilizada para un acercamiento a la estatura física de Martí, mediante un estudio comparativo entre los escalones de hierro y su ubicación, concluyendo que medía aproximadamente 167.5 centímetros (5.49 pies, 65.94 pulgadas), con un rango de error estimado entre 5 y 10 milímetros.
Es común que los visitantes al lugar pregunten si esa  escalinata de hierro es la original. Indagando sobre ello y alertado por un comentario que hace un tiempo me hizo Emiliano Salcines, encuentro la siguiente información: Según el documento oficial FL-270, del “Historic American Buildings Survey”, de 1973, la superficie de los escalones fue trasladada a Cuba después de la Guerra de Independencia. Y en el libro A Guide to Historic Tampa, Steve Rajtar afirma que el pequeño techo y las columnas originales también fueron llevadas a la isla. Pero la escalera de hierro es la misma que iluminó la fotografía tampeña del Apóstol.                        A veces nos preguntamos por qué es tan escasa la iconografía martiana, que sólo alcanza a 42 fotografías conocidas. Creo que es una prueba más de su humildad. Una anécdota de la tradición oral así lo refleja. Cuando en Cayo Hueso, en 1894,  Antonio J. Estévez le hizo el retrato donde aparece al lado de su amigo Fermín Valdés Domínguez, le sugirió al líder que no dejara de tomarse fotografías cuando llegara a Cuba. La respuesta de José Martí fue impresionante: “Allá no vamos a retratarnos, sino a morir”.