miércoles, 30 de diciembre de 2015

La celebración del Año Nuevo

Por Gabriel Cartaya

Si hay una fecha que a todos impresiona, con mayor o menor grado de entusiasmo,  es la llegada de un nuevo año. Se abre un escalón inédito en la corriente de la vida, propicio para mirar al almanaque transitado y establecer las finalidades que deben quedar abiertas a partir del primero de enero. Es común que en las tarjetas de felicitación enviadas y recibidas, en las cartas, en el intercambio oral y en las redes digitales de nuestro tiempo, las felicitaciones se hinchen de múltiples deseos,  entre los que la salud, paz, prosperidad, amor, resultan preponderantes.
Hasta hoy, no existe un patrón universal que unifique la celebración del primero de enero como día de Año Nuevo para todos los pueblos y culturas, aun cuando a los cristianos occidentales nos parezca que al comer las 12 uvas a las 12 de la noche del 31 de diciembre el mundo entero está pendiente de los buenos deseos que anidamos.
Tampoco fue en las culturas occidentals donde comenzó la costumbre, pues 2000 años antes de Cristo ya en Babilonia (hoy Irak) practicaban esta celebración, aunque en una fecha que corresponde al mes de marzo, cuando nace la primavera y se plantan los cultivos para la siguiente cosecha.
En Europa, la celebración del 1.º de enero comienza en el 153 antes de Cristo, por un decreto del Senado Romano. El propósito de la ley no era atemperar el cambio de año a una exigencia agrícola o estacional, sino corregir un calendario que había alejado su sincronía con el sol y, de paso, atender a una exigencia civil: que cada Cónsul asumiera su cargo en esa fecha. El primer mes del año recibió su nombre en honor al primero  de sus dioses (Jano), al que  representaban con doble cara, una mirando al pasado (al año viejo) y otra al futuro (al año nuevo).
Al principio, la Iglesia Católica condenó este festejo, considerándolo pagano, pero pronto se adaptó a la práctica popular, interesada en la conversión de las masas, aunque le encontró una designación atemperada a su prédica al nombrarla “Fiesta de la Circuncisión de Cristo”, asumiendo que en esa fecha hubiera cumplido una semana de nacido.
Gregorio XIII
Pero entonces el calendario oficial era el Juliano, que no ­coincidía exactamente con nuestro primero de enero actual. En realidad, la verdadera celebración del Año Nuevo, exactamente como la celebramos hoy,  comenzó hace solamente 433 años, cuando se instauró el calendario gregoriano, al ser declarado por el papa Gregorio XIII como obligatorio para todos los países católicos. Ese día, se saltaron 10 días del almanaque, pues al 4 de octubre de 1582 le sucedió el día 15 de ese mes.
A partir de entonces, se fue abandonando el recibimiento del nuevo año el  21 de marzo y las naciones europeas incorporaron y llevaron a sus colonias la nueva fecha festiva, tal y como hoy la disfrutamos.
Sin embargo, no todas las culturas iban a asumir la disposición del Papa y continuaron con su propia visión calendaria, acorde a sus propias tradiciones culturales, religiosas e históricas. Por ejemplo, para los chinos el Año Nuevo comienza entre enero y febrero, con la primera luna nueva de acuario; mientras, para los musulmanes el año se inicia con el mes de Muharram, el cual se ajusta a una cronología lunar que puede coincidir con cualquier mes del añalejo gregoriano. Los judíos, por su parte, siguen un calendario hebreo que empieza en el mes de Tisri, con el Rosh Hashaná,  el que se corresponde con  nuestro septiembre u octubre.
También persisten diversas perspectivas para considerar la llegada de un nuevo año. Si nos basamos en el ciclo de las estaciones, la interpretación es astronómica o natural y el año comenzaría hacia el 20 o 21 de marzo,  con el equinoccio en el Norte y el otoño en el Sur, momento en que el sol toca el punto vernal y la rueda de las estaciones reinicia su rotación. Esa fecha, mirada desde la antigüedad, también se corresponde con el año astrológico, porque entre el 20 y el 21 de marzo el sol toca el cero grado de Aries (punto vernal), que es el primer signo del zodíaco y de ahí comienza a  avanzar sobre los signos restantes, determinando el ciclo mensual.
A mí, particularmente, me llama la atención el componente de factura astrológica que propone  considerar Año Nuevo el día del cumpleaños personal. En realidad, es a cada año de estar sobre la tierra que cada uno de nosotros llega a un Año Nuevo. Con ello, se multiplica la fiesta, pues mientras esperamos la celebración del primero de enero con todos los cristianos de este mundo, vamos festejando el cumpleaños de hijos, hermanos, padres, amigos y cuánta gente nos llame a brindar por el maravilloso día en que le fue abierta la luz del universo.

La primera Navidad de los españoles en América

Por Gabriel Cartaya


Como todos sabemos, el 12 de octubre de 1492 llegó Cristóbal Colón al continente que habría de llamarse América. La fecha del 16 de enero de 1493, día en que el bravo Almirante echa a la alta mar las dos naves sobrevivientes –había perdido la “Santa María”– para regresar a España, es menos citada. Si ahora la llamamos a colación es únicamente para observar que la  Navidad de aquel año encontró a un grupo de españoles brindando, por primera vez, en una playa insólita del Nuevo Mundo.
Recordemos que después de avistar tierra en Guanahani (Bahamas), el navegante siguió al frente de las tres embarcaciones en que comenzaron a “descubrir” las márgenes frondosas del Caribe, pobladas de hombres y mujeres de piel aceituna y pelo lacio, a los que llamaron indios por creer que habían alcanzado los reinos de la India.
Entre el asombro y la ambición de oro, exhaltada al observar el desperdicio de tan rico metal por los nativos, llegaron a las islas mayores. El 28 de octubre se encontraron con la tierra “más hermosa que ojos humanos hubieran visto” y la llamaron Juana, nombre que nunca pudo sustituir a Cuba, como le llamaban sus taínos.
El 6 de diciembre nombraron “La Española” a la isla que hoy comparten Santo Domingo y Haití (entonces Quisqueya, madre de todas las tierras,  para sus dueños originales). El Día de Nochebuena, bordeando la ínsula, encayó la Santa María en un banco de arena. Gracias a las canoas con que los nativos le auxiliaron, pudo salvarse la tripulación. Al día siguiente y gracias al regreso de los navegantes de “La Pinta”  –se había  separado de las otras dos naves en las costas de Cuba, bajo el mando de  Martín Alonso Pinzón–  todos los hombres de Colón estaban juntos en la costa norte del actual Haití, entre la desembocadura del río Guárico y la Punta de Picolet.
Aquel 25 de diciembre de 1492, en aquella desolada franja americana, deslumbrados con la naturaleza radiante del Caribe, impresionados con aquellos hombres que pasaban frente a su vista vestidos con taparrabos y aquellas “indias” paradisíacas casi desnudas, sin saber dónde estaban ni qué sorpresas les esperaban a tantos miles de leguas de sus hogares, aquellos hombres brindaron por la Navidad. Quién sabe si en las despensas del Almirante quedaba una botella de ron cerrero, o si los taínos más avanzados le ofrecieron alguna jícara de jugos fermentados, pero seguramente levantaron algún jarro para brindar por las cosas que más necesitaban en aquel desamparo: que Dios les acompañara, que todos los Santos les cuidaran y, de paso, que las esposas, los hijos, la familia y vecinos, nunca les olvidaran.
En aquel ambiente de heroica investidura, para que los sueños de gloria y fortuna alimentados en Navidad fueran dejando una prueba material, al Almirante se le ocurrió construir la primera fortificación europea en el nuevo continente. Dicho y hecho. Mandó a sus hombres a rescatar toda la madera de la nave encallada y a lomos de canoa juntó todo el material que se necesitaba para emprender una obra de ingeniería civil. En los días siguientes aquellas decenas de marineros, junto a los nativos que seguían a su cacique Guacanagari, edificaron un fuerte que no pudo recibir mejor nombre que el de “Fuerte de la Navidad”.
Una vez asentados en aquella fortificación registrada en lengua castellana, Colón creyó que era la hora de regresar a España, a dar cuenta a sus Majestades, los Reyes Católicos Fernando e Isabel, que gracias a él, el Almirante de la Mar Océana Cristóbal Colón Fontanarossa, sus reinos habían sido extendidos más allá de todo lo conocido por hombre alguno de la tierra. Pero en el informe no podía faltar la noticia de que las nuevas tierras de Su Majestad estaban bien guardadas, pues allá dejó, en el “Fuerte de la Navidad”, a 39 guardianes españoles, mientras él retornara al mundo descubierto con el dictámen de la Corona: (...)que vos el dicho Cristóbal Colon, dempues que hayades descobierto e ganado las dichas islas e Tierra-firme en la dicha Mar Océana, o qualesquier dellas, que seades nuestro Almirante de las dichas islas e Tierra-firme que ansi descobriéredes e ganáredes, e seades Nuestro Almirante e Virrey e Gobernador en ellas”.
Las Navidades del año siguiente, 1493, encontrarían al Almirante otra vez en La Española. Para entonces ya la penetración europea en América estaba marcada por la violencia. Habían muerto algunos cristianos en el enfrentamiento con los aborígenes y le acababan de incendiar su prístina fortificación de madera. En esos días estaba dando los primeros pasos para fundar otro asentamiento más al este, al que llamaría “La Isabela” en consideración a la atrevida Reina. A más de 6 mil kilómetros de su casa y con tan incierto futuro, no creo que las segunda Navidad, lejos de lo suyo,  fueran muy felices para Cristóbal Colón y su cohorte.