jueves, 25 de mayo de 2023

El dramático sepelio de José Martí

 El hondo dramatismo que acompañó a José Martí en su corta vida, le siguió persiguiendo en los primeros días de su muerte, hasta el instante en que, ocho días después, su cadáver encontró reposo en una tumba sencilla del cementerio Santa Efigenia, en Santiago de Cuba.

En las primeras horas de la tarde del 19 de mayo, cayó  en Dos Ríos de su caballo Baconao, cuando tres balas  alcanzaron su cuerpo. Dos de ellas fueron fatales: una le rompió el tórax y otra, entrando por la garganta, le cruzó la boca y salió por el labio superior. Por ello, resulta poco creíble la declaración del cubano Antonio Oliva de haberle rematado, esperando un premio del gobierno español. Más atendible es la afirmación que hicieron los capitanes españoles Fernando Iglesias y Antonio Serra, participantes en aquella fatídica escaramuza militar, al afirmar que el Apóstol cubano recibió los disparos encima de su montura, declaración publicada el 23 de mayo de 1895 por los periódicos La Discusión y El Diario de la Marina.

Fotografia tomada al cadáver de José Martí el 27 de mayo de 1895,
antes de su entierro en el cementerio Santa Efigenia, en Santiago de Cuba

Puede ser que Oliva, quien servía de práctico a la tropa del coronel José Jiménez Sandoval, fuera uno de los primeros en arribar a la tierra donde aún estaba caliente la sangre de Martí, junto al primer grupo de soldados que, al identificar el rostro del caído, comenzaron a recoger sus pertenencias. Entonces llegó el Coronel que comandaba la tropa y, ante la significación del hecho –el cadáver pertenecía a quien llamaban Presidente–, decidió salir a marcha forzada con aquel trofeo, antes de que las fuerzas cubanas intentaran recuperarlo.

Para ello, el primer paso fue amarrar el cadáver sobre un caballo, con las piernas a un lado y el rostro ensangrentado hacia el otro, para huir en la tarde ennegrecida de nubes, tanto de una posible embestida mambisa como del inminente aguacero. Ya de noche, después que la lluvia lavó las heridas abiertas en el cuerpo del mártir, llegó la tropa al poblado de Remanganaguas. Mientras los oficiales y soldados españoles dormían unas horas, protegidos por la debida guardia, el difunto continuó amarrado al caballo. En la mañana del día 20, antes de proseguir la marcha, le enterraron junto a un soldado español caído en el mismo combate, sin consideración alguna, en la tierra pelada.

Entonces, la tropa de Sandoval se dirigió a Santiago de Cuba e informó al alto mando todo lo acontecido. Sin embargo, el capitán general de la Isla, Arsenio Martínez Campos, quien se dirigió de inmediato a la capital oriental, no aprobó aquel entierro sin reunir todos los datos probatorios acerca de la muerte del principal líder político de los independentistas cubanos. Por ello, envió hasta Remanganaguas otra tropa, bajo el mando del coronel Manuel Michelena, acompañado del médico forense Pablo de Valencia y Forns, quien debía exhumar los restos de Martí. Se hizo el día 23 y el médico escribió un informe con todos los detalles de la fisonomía del Apóstol, emitiendo un dictamen profesional sobre su identidad y fallecimiento.

Para el traslado del cadáver hacia Santiago de Cuba, se pidió a un carpintero de la zona construir un ataúd de madera. Pude conocer los testimonios de ese hombre llamado Jaime Sánchez por su biznieto del mismo nombre, uno de mis amigos tempranamente fallecido. Este escribió un extenso artículo con todas las grabaciones que hizo a su antecesor, bajo el título “Yo extraje el cadáver de José Martí”. En una parte del testimonio, Sánchez declara: “Serían más o menos las cuatro de la tarde de ese día 23, y nunca podré olvidar aquellas imágenes, ni tampoco el mal olor de la carne putrefacta ya. Estábamos presentes el doctor Valencia, su ayudante y yo; extrajimos los cadáveres de Martí y el sargento enterrado en la misma fosa, estando el Apóstol al fondo. Tendimos el cadáver de Martí encima de unas tablas al aire libre. Gran impacto tuve al ver con mis propios ojos las heridas de balas con sangre coagulada en el pecho, las piernas y cuello”. Cuentan que una anciana se acercó al rostro extinto y exclamó: “Parece Cristo”.

El día 24, el ataúd con el cuerpo del Maestro –excepto el corazón y las vísceras que fueron devueltos a la primera tumba– fue amarrado a un mulo, en el que la tropa de Michelena inicia su traslado hacia Santiago de Cuba. La noche del 24 descansaron cerca de Palma Soriano y la del 25 en San Luis, desde donde continuaron el 26 en un convoy ferroviario fuertemente custodiado. Ese día, al oscurecer, llegaron a la capital oriental.  Durante la noche y con la mayor discreción, le trasladaron a la necrópolis de la ciudad y sobre una parihuela, en el centro de la capilla, depositaron sus restos mortales.

Los familiares y amigos de Martí no estuvieron presentes, pero sus restos fueron tratados con respeto por las autoridades españolas. El propio Sandoval dijo unas palabras de duelo y merece destacarse la actitud de los militares ibéricos Juan Salcedo, comandante general de Oriente, y  Jorge Garrich, gobernador militar de la plaza, quienes pagaron los gastos del entierro. Así, el 27 de mayo de 1895 encontró descanso, en el nicho 134 de la galería sur del cementerio Santa Efigenia, el cuerpo inánime del hombre que en el Liceo Cubano de Ybor City invitara a los cubanos a conquistar una patria “con todos y para el bien de todos”.

 

 

 

viernes, 19 de mayo de 2023

Con Tony Jannus, el primer vuelo de avión sobre la bahía de Tampa

 Si en cualquier calle de la bahía de Tampa se le preguntara a alguien por Tony Jannus, seguramente contestaría que no lo conoce. Pero si acudimos al ducho Google, cada vez más requerido, este nos ­informará que “fue uno de los primeros pilotos estadounidenses cuyas hazañas aéreas fueron ampliamente publicitadas en el período de aviación anterior a la Primera Guerra Mundial”. Con ello, ubicamos su oficio y época y, si seguimos leyendo, nos enteramos de las muchas hazañas que aquel pionero de la aviación realizó.

A la derecha, el piloto Antony Jannus y a su lado el exalcalde
 de Sain Petersburg, Abram C. Phiel. 

Sin embargo, la motivación para estas líneas viene de la implicación de la bahía de Tampa en la historia primigenia de la aviación,  medio de transporte que en un poco más de cien años, en un proceso  continuo de modernización, permite que millones de personas viajen cada día por el espacio aéreo, de ciudad en ciudad, de continente en continente.

Por eso recurrimos a los datos biográficos de Janus, porque a él correspondió, el  1.° de enero de 1914, transportar al primer pasajero aéreo de la historia. Se trataba de que Abram C. Pheil, exalcalde de Saint Petersburg, quien, mediante la adquisición  de un boleto exclusivo,  subió a un aeroplano  en su ciudad para sobrevolar 35 kilómetros de la ancha bahía y aterrizar feliz en una pista de Tampa.  A su lado, el piloto Tony Jannus sonrió, sabiendo que su nombre, como el del   pequeño hidroavión diseñado por Thomas Benoist y construido en Saint Louis, Missouri, entraban en la historia de la aviación. 

Antony H. Jannus

El 17 de diciembre de 1903, fue el primer vuelo tripulado, cuando los hermanos Wilbur y Orville Wright hicieron volar  un vehículo de motor que pesaba más que el aire. El 25 de julio de 1909, el piloto Louis Bleriot atravesó el Canal de la Mancha, pero el primer vuelo comercial del mundo correspondió al espacio que une a las dos hermosas ciudades de  la bahía de Tampa. El boleto privilegiado, donde solo cabía un pasajero, debió ser tan codiciado como el que obtuvo el acompañante de Jeff Bezos para viajar al espacio a bordo del Blue Origin. Es verdad que la subasta para el asiento disponible al lado del dueño de Amazón comenzó por 8 millones de dólares, mientras terminó en 400 la que ganó el alcalde petersburgués, aunque esos 4 dígitos eran entonces una millonada.

Aquel jueves, día de Año Nuevo, al aeródromo de Saint Petersburg acudió una multitud de más de tres mil personas que, entre vítores y aplausos, se emocionaron al ver elevarse a aquel pájaro de hierro que transportaba al prestigioso exalcalde,  a cuya posteridad sirvió más la epopeya aérea que la propia labor en la alcaldía que dirigió entre 1912 y 1913.

De los dos hombres implicados en la histórica acción, es bueno destacar que Antony Habersack Jannus fue un valioso pionero de la aviación procedente de Washington, D.C. En 1910, con 21 años y siendo mecánico de motores de barco, se entusiasmó al saber de los primeros aeroplanos. En 1911,  fue el primer piloto en volar el Lord Baltimore II, un avión anfibio construido en esa ciudad. Desde entonces, fue piloto de prueba del constructor Thomas W. Benoist, en St. Louis,  firma del avión que hizo el vuelo sobre la bahía de Tampa. Después de aquel suceso histórico, Jannus  comenzó a trabajar con el fabricante de hidroaviones Glenn Curtiss, quien lo llevó a Rusia a entrenar pilotos. Allí falleció, en 1916, al caer el avión del heroico estadounidense en las aguas del mar Negro.

Pero otras aguas, las de la bahía de Tampa, rinden homenaje al piloto que inauguró sobre ellas la aviación comercial. Existe una réplica de su avión en el Museo de Historia de Saint Petersburg y otra en un área del Aeropuerto Internacional de esa ciudad. Asimismo, se instauró desde 1964 el premio Tony Jannus Distinguished Aviation Society. Y en una amplia sala de conciertos al aire libre, muy cerca de donde ocurrió el célebre vuelo, las voces extendidas al espacio aeronáutico elevan el nombre de Jannus al concierto inmortal de la vida.

 

 


viernes, 12 de mayo de 2023

Feliz Día de las Madres

 Madre hay una en el mundo, dice la voz popular, sintetizando la sabiduría milenaria que guarda la memoria de la humanidad. Para cada uno, la mujer a quien debe la vida es la mejor madre del mundo, única vez que el calificativo se desviste de egolatría por la fuerza del corazón.

Múltiples refranes aluden a la madre como máxima expresión de la grandeza humana, hasta el extremo de concederle una exclusividad que relega al padre a un inmediato segundo plano. Uno de ellos se le atribuye a Lao Tse, considerado desde la antigüedad padre del pensamiento chino. Para el filósofo oriental “el padre y el hijo son dos. La madre y el hijo son uno”, remitiendo a la inseparabilidad del sentimiento que les enlaza.

Aunque en el acto de la procreación intervienen el hombre y la mujer –padre y madre–, la relevancia materna se aviva porque de su vientre venimos, a lo que se suma la ternura natural de la lactancia, el infinito amor de su mirada, el femenil arrullo y la sonrisa única al abrazar a la criatura que, como una diosa, ampara entre sus brazos. En ese gesto inigualable de los labios maternos debió pensar León Tolstoi para afirmar: “El niño reconoce a la Madre por la sonrisa”. Madre, así, con mayúscula, asumiendo el nombre propio que a cada hijo corresponde.

Juana Enedina López Quesada, mujer que,
 plena de amor, me trajo al mundo.

La gratitud hacia la madre alcanza a toda la existencia, no solo a la niñez en que es su primera protectora. A diferencia del reino animal, en que el instinto guía el cuidado del hijo hasta que puede valerse por sí mismo, en los seres humanos el celo materno nos acompaña mientras viva la mujer que nos trajo a la luz. Así lo sintió Abraham Lincoln, quien confesó: “Todo lo que soy, o espero ser, se lo debo a la angelical solicitud de mi madre”, mujer que falleció mucho antes de él convertirse en presidente de Estados Unidos.

El cariño hacia la madre hace exclusivo el concepto de hermosura. “Mi madre fue la mujer más bella que conocí”, escribió Jacinto Benavente, el dramaturgo y poeta español que obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1922. En la evaluación, nunca desmedida, no intercede el color de la piel, los rasgos del semblante u otros atributos de la fisonomía, sino esa mirada desde el corazón que siempre ofrece el más fiel e imperecedero amor. Por ello, cada persona lleva su propia verdad cuando repite la frase de Benavente.

Yo tengo muchas formas de recordar a mi madre, la mujer más hermosa del mundo. Hay diversos gestos suyos que con frecuencia ocupan mi mente, entre ellos su acento único al achicar mi nombre, o su risa para celebrarme cualquier ocurrencia. Pero hay una frase suya, siempre en diminutivo, que constantemente viene a mi memoria, arropada en su rostro bondadoso. Es una expresión asociada a los alimentos, fuera en el desayuno, el almuerzo, la comida o una simple merienda. Ella siempre se detenía un momento a mi lado –o ante mis tres hermanos, claro– para inquirir “¿otro poquito?”.

Cuando éramos muy pequeños no nos percatábamos de que ese “otro poquito” disminuía excesivamente su propia ración de alimento, como no entendíamos que prefiriera un ala del pollo y, en casos extremos, hasta una patica. Después, cuando crecimos y no podía engañarnos, inventó lo de estar muy llena o, incluso, que le hacía daño algún comestible que, inmediatamente, nos miraba ingerir con delicia. ¿Quién sabe cuántas veces se privó de alimentos que le gustaban para que los hijos pudieran disfrutarlos? ¡Cómo no decir, entonces, que fue la mejor madre del mundo!

Cuando somos hombres, no siempre hablamos bastante de nuestra madre. A veces hablamos más de una novia, de una mujer que amamos, o de una hija. Pero mi amigo Leonardo Venta me habla más de su madre que de ninguna otra mujer.  Por eso quiero recordar, con su permiso, una anécdota que me relatara conmovido. Llevaba muchos años sin verla cuando logró traerla de visita a Estados Unidos. Fueron unos días como de fiesta, mirándola y mimándola como a una novia. El día en que ella regresó a Cuba, iba vestida como una princesa cuando él la miró perderse en el aeropuerto, sin atinar a mantener en las manos el enorme equipaje con los regalos que llevaba a la familia. El hijo, sin poder acompañarla al rebasar el espacio exclusivo de los viajeros, o guiarla, o besarla otra vez, se quedó solo, infinitamente solo, y, mirándola por última vez, volvió a llorar.