jueves, 23 de abril de 2015

A cincuenta años de la Marcha de Selma

Por Gabriel Cartaya



     El Presidente Barack Obama recordó el sábado pasado el 50 aniversario de la Marcha de Selma, ocurrida en marzo de 1965. Es justo, por todo lo que significó la chispa  encendida en Alabama, para que unos meses después se aprobara en Estados Unidos una ley que otorgó a la raza negra el derecho a votar en las ­elecciones de su país.
Después de abolida la esclavitud (1865), ese derecho tuvo que esperar todavía cien años, porque la constitución  tuvo la paradoja fundacional de crear una nación libre con mano de obra esclava, y después mantener la más violenta persecución y abuso sobre una de las razas que componen el espectro multiétnico estadounidense, y a la vez proclamarse como el epicentro de la libertad.
     La evidente sinceridad con que el Presidente habló sobre la Marcha de Selma en el
mismo lugar donde se produjo, está enriquecida porque a la comprensión intelectual del proceso histórico que ha determinado el crecimiento de la nación, se suma la orgullosa asunción de los orígenes compartidos con una raza cuyo nivel de marginación no está aún totalmente rebasado. 

     Al borde del mismo puente que atravesaron los manifestantes en 1965, el primer Presidente afroamericano de Estados Unidos llamó la atención sobre lo que consideró el “error común de sugerir que el racismo ha desaparecido, que el trabajo realizado por los hombres y mujeres de Selma ha terminado”. La expresión de Obama se corresponde con una realidad que él mismo está luchando por trasformar y que tiene hilos visibles de conexión con las presiones de oposición que experimenta en su ejercicio presidencial, alimentadas por intereses de partido, grupo o persona, puestos por encima de los requerimientos de la nación.
     Recordar los detalles de aquellas tres marchas pacíficas organizadas por Martin Luter King en marzo de 1965, cuando se propusieron salir de Selma, atravesar el puente Edmund Pettus y llegar a Montgomery -capital de Alabama-, para exigir el derecho de la raza negra  a ser partícipe activa de la nación, condenar la represión sanguinaria con que el poder reaccionó a la solicitud pacífica de la población negra y exaltar el valor de King y quienes le acompañaron, es un comportamiento  de  gratitud ciudadana. Pero volver a un acontecimiento –como hizo el Presidente Obama al llegar a Selma- orientando la memoria hacia la comprensión de lo que nos falta cambiar en el mundo de hoy, es pedirle a la historia una herramienta práctica para enfrentar el presente. Es tal vez el sentido con que el congresista John Lewis –participante heroico de aquellos acontecimientos- dijo en el acto del pasado sábado: “Barack Obama es lo que se esperaba al otro lado del puente de Selma”.
     Esas ideas acompañaron a Martin Luter King cuando la tercera marcha logró llegar a la capital del estado,  el 24 de marzo de 1965, al decir para siempre: “El arco del universo moral es largo, pero se inclina del lado de la justicia”. Cinco meses después, el Presidente Lyndon  Jhonson firmó la ley que abría el derecho al voto de los afroamericanos.
A muchos le parecía entonces que el anhelo de un grupo de personas, cruzando un puente para  exigir pacíficamente el fin de la discriminación racial, podría ser inútil. Sin embargo, de allí brotó un caudal indetenible que, a fuerza de sereno valor, no sólo consiguió las metas inmediatas que entonces se propuso dentro de Estados Unidos, sino que con su ejemplo  arrastró a millones de personas en el planeta  a luchar por vivir en un mundo mejor.

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