miércoles, 30 de diciembre de 2015

La primera Navidad de los españoles en América

Por Gabriel Cartaya


Como todos sabemos, el 12 de octubre de 1492 llegó Cristóbal Colón al continente que habría de llamarse América. La fecha del 16 de enero de 1493, día en que el bravo Almirante echa a la alta mar las dos naves sobrevivientes –había perdido la “Santa María”– para regresar a España, es menos citada. Si ahora la llamamos a colación es únicamente para observar que la  Navidad de aquel año encontró a un grupo de españoles brindando, por primera vez, en una playa insólita del Nuevo Mundo.
Recordemos que después de avistar tierra en Guanahani (Bahamas), el navegante siguió al frente de las tres embarcaciones en que comenzaron a “descubrir” las márgenes frondosas del Caribe, pobladas de hombres y mujeres de piel aceituna y pelo lacio, a los que llamaron indios por creer que habían alcanzado los reinos de la India.
Entre el asombro y la ambición de oro, exhaltada al observar el desperdicio de tan rico metal por los nativos, llegaron a las islas mayores. El 28 de octubre se encontraron con la tierra “más hermosa que ojos humanos hubieran visto” y la llamaron Juana, nombre que nunca pudo sustituir a Cuba, como le llamaban sus taínos.
El 6 de diciembre nombraron “La Española” a la isla que hoy comparten Santo Domingo y Haití (entonces Quisqueya, madre de todas las tierras,  para sus dueños originales). El Día de Nochebuena, bordeando la ínsula, encayó la Santa María en un banco de arena. Gracias a las canoas con que los nativos le auxiliaron, pudo salvarse la tripulación. Al día siguiente y gracias al regreso de los navegantes de “La Pinta”  –se había  separado de las otras dos naves en las costas de Cuba, bajo el mando de  Martín Alonso Pinzón–  todos los hombres de Colón estaban juntos en la costa norte del actual Haití, entre la desembocadura del río Guárico y la Punta de Picolet.
Aquel 25 de diciembre de 1492, en aquella desolada franja americana, deslumbrados con la naturaleza radiante del Caribe, impresionados con aquellos hombres que pasaban frente a su vista vestidos con taparrabos y aquellas “indias” paradisíacas casi desnudas, sin saber dónde estaban ni qué sorpresas les esperaban a tantos miles de leguas de sus hogares, aquellos hombres brindaron por la Navidad. Quién sabe si en las despensas del Almirante quedaba una botella de ron cerrero, o si los taínos más avanzados le ofrecieron alguna jícara de jugos fermentados, pero seguramente levantaron algún jarro para brindar por las cosas que más necesitaban en aquel desamparo: que Dios les acompañara, que todos los Santos les cuidaran y, de paso, que las esposas, los hijos, la familia y vecinos, nunca les olvidaran.
En aquel ambiente de heroica investidura, para que los sueños de gloria y fortuna alimentados en Navidad fueran dejando una prueba material, al Almirante se le ocurrió construir la primera fortificación europea en el nuevo continente. Dicho y hecho. Mandó a sus hombres a rescatar toda la madera de la nave encallada y a lomos de canoa juntó todo el material que se necesitaba para emprender una obra de ingeniería civil. En los días siguientes aquellas decenas de marineros, junto a los nativos que seguían a su cacique Guacanagari, edificaron un fuerte que no pudo recibir mejor nombre que el de “Fuerte de la Navidad”.
Una vez asentados en aquella fortificación registrada en lengua castellana, Colón creyó que era la hora de regresar a España, a dar cuenta a sus Majestades, los Reyes Católicos Fernando e Isabel, que gracias a él, el Almirante de la Mar Océana Cristóbal Colón Fontanarossa, sus reinos habían sido extendidos más allá de todo lo conocido por hombre alguno de la tierra. Pero en el informe no podía faltar la noticia de que las nuevas tierras de Su Majestad estaban bien guardadas, pues allá dejó, en el “Fuerte de la Navidad”, a 39 guardianes españoles, mientras él retornara al mundo descubierto con el dictámen de la Corona: (...)que vos el dicho Cristóbal Colon, dempues que hayades descobierto e ganado las dichas islas e Tierra-firme en la dicha Mar Océana, o qualesquier dellas, que seades nuestro Almirante de las dichas islas e Tierra-firme que ansi descobriéredes e ganáredes, e seades Nuestro Almirante e Virrey e Gobernador en ellas”.
Las Navidades del año siguiente, 1493, encontrarían al Almirante otra vez en La Española. Para entonces ya la penetración europea en América estaba marcada por la violencia. Habían muerto algunos cristianos en el enfrentamiento con los aborígenes y le acababan de incendiar su prístina fortificación de madera. En esos días estaba dando los primeros pasos para fundar otro asentamiento más al este, al que llamaría “La Isabela” en consideración a la atrevida Reina. A más de 6 mil kilómetros de su casa y con tan incierto futuro, no creo que las segunda Navidad, lejos de lo suyo,  fueran muy felices para Cristóbal Colón y su cohorte.

1 comentario:

  1. Que bueno saber estas historias que yo desconocía. Porque no asen películas de estas historias verdaderas.

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