jueves, 13 de febrero de 2020

El recuerdo de una habitación (cuento)

  El hombre es el recuerdo de una habitación, dijo el doctor Carlo Fell y en una tarde de ron palabrero me pareció mejor que lo del bípedo implume del griego, porque la ubicación en el ascenso biológico fue remitida a la compleja combinación cerebro-corazón, donde no puede caber gato por liebre si un sofista te muestra un pájaro encuero, con la ocurrencia de que ese es el hombre de Platón. Yo, atrapando el concepto, intenté despejar la abstracción abriendo rumbos al filosofar y dios sabe cuántas tesis etílicas habríamos armado, si al canto no hubiera estado el profesor Valentín Gutiérrez. Pero estaba allí, decidor, con su alegría contaminante y más que al tratadismo, se inclinó a la confirmación existencial. Dígame, doctor, ¿usted tiene una prueba para tan atrevida sentencia?, ¿no estará sobredimensionando la experiencia de un cuarto?
  La interrogante dio en el clavo. ¿Era su secreto lo que quería contar el doctor Carlo Fell?, ¿o la circunstancia lo atrapó al descubierto, creándole por primera vez la atmósfera de destapar un viejo recuerdo? Porque quedó pensativo, como desembrujando la aparición más sobrecogedora de un sueño que despertaba en la realidad. Y todavía, por la agudeza con que aquietó algún tabú, al decir en voz baja: de todos modos, la santa ya está en el cielo. Entonces cobró fuerzas para contarlo.
  Su nombre era Gregoria. Llegó a Manzanillo con treinta y un años de estreno, en una de las primaveras más milagrosas del milenio. Tal vez, por eso,  en muchas tardes aparece hasta en el agua de tomar. Nada es mejor, para una conquista de mujer, que un aguacero prolongado. Yo me echaba a la lluvia desde que reventaba la primera nube y ese día habría seguido hasta la última gota, si mis ojos no se hubieran encandilado con el relámpago de aquella diosa. Ella apenas se había humedecido, porque el cántaro de agua la encontró en un atrio vacío. Parecía una gacela acorralada, con el cuello estirado y la mirada temerosa, pidiéndole al cielo que escampara.  Salté a su lado, con las palabras ¡qué aguacero!, en el lugar donde albergaba ¡qué mujer!
“La tormenta” (1880). Pierre Auguste Cot
  Tres horas después, cuando la lluvia de palabras había sobrevivido a la del agua y  sabía una parte de su vida, caminamos, salpicándonos en los charcos de la calle, yo ansioso, nerviosa ella, a la habitación 322 del hotel Casa Blanca. Llevo tres días hospedada, dijo, con el argumento de estar cerrando la compra de una casa en la ciudad. Desde el zaguán, yo venía admirándola, deteniéndome en su estatura mediana, delgada, en la piel arisblanca, en los ojos de mar y el pelo largo tendido a pocos centímetros de las nalgas redondas, dibujadas hasta la adivinación detrás de la tela negra del vestido; en la redondez de los muslos, las curvas del pubis, los senos de punta detenidos por el sujetador, la boca grande, toda Gregoria, que fui envolviendo de palabras, miradas, ganas,  mientras ella abría más pedazos de su camino:  que venía de la costa,  por la orilla del mar, donde diez años atrás se había casado con amor; que el flechazo de entonces tuvo la fuerza de desviarle la vocación, renunciando a una escuela normalista donde se  habría hecho maestra. Pero yo, más que en el sentido de las palabras iba fijándome en la horma jugosa de su boca, cuando ella  atajó mi primer impulso en la escalera hacia la habitación.
  El desenfado con que cerró la puerta no supe acoplarlo con la confesión aún caliente: en mi alma ha existido un solo hombre y lo traigo conmigo. Contuve la agudeza ¿y en tu cuerpo?, pues la evaluaba con el machismo de la tierra, por alcanzarme un aguacero  –largo, verdad– para rendirla. El final de la confesión resultó más inquietante, pues en lo de traerlo consigo flotaba un peligro inminente, cuando el adulterio se espantaba a machetazos. Desmandé, al vuelo, mi deje natural a lo hipotético: lo había traído a la ciudad y aprovechando una ausencia temporal, me colaba en el lecho.  Alea jacta est, me animé y ya iba a aflojar el pantalón, por la espina del poco tiempo, cuando cerró mi gesto y abrió, sin miedos, la ventana del balcón, respirando un chorro de aire húmedo, con cuya fuerza dijo: Dios sabe cuánto lo quise. Levanté la hipótesis errada y permanecí acechante, mirándola embelesada, con sus ojos no atentos a la tarde en fuga, ni a mis ojos buscándola,  sino a la mesa del cuarto donde tenía un neceser cuadrangular y un búcaro de príncipes negros.
  Bloqueándola con la mirada,  armé la segunda conjetura:  lo traigo conmigo remitía su presencia al espacio del alma, con lo que quedaba  desechado el posible adulterio. Disipado el riesgo de los triángulos, respiré hondo, alabando el campo abierto a la posesión, sin peligros cuando nos perdiéramos en la cama, donde llegamos con la luz del anochecer.
  Ningún ser nacido ha definido las palabras exactas que definen el tempo feliz. Fue aquella habitación,  el summun  del acoplamiento, el espasmo de la penetración, el intercambio de la posesión. No voy a  contar la sensación de verla desnudarse con mis manos, perdiéndonos en la boca del cielo, ovillada a mi cuerpo al tenderla en el reino de la sábana blanca. Todos los nervios, sangre, músculos, células y poros de los cuerpos sumados, hechos órgano penetrante y penetrado, engarzados en el delirio de venirse arriba, de venirse abajo, con las palabras, escalofríos, temblores, suspiros, mordeduras, mugidos, torcedura, ternezas y estiramientos del derramamiento desbravador.
  Cuando la respiración volvió a su lugar, percibí el primer ataque de ese brujo inapresable que se llama amor. Lo adiviné cuando las yemas de mis dedos rebasaron la ruta tibia de su espalda, queriéndola absolutamente para mí. ¿Será únicamente mía?  ¿Alguien más podría dibujarla? Sin cachazas para la duda, desaté el nudo de la garganta: ¿Por que dijiste, amor, que al hombre de tu vida lo traes contigo? Me miró compasiva,  se oprimió los ojos con la punta de los dedos, como exorcizando la visión de un espíritu en la madrugada. Entonces los fijó otra vez en la mesita del cuarto, donde un rayo de luna semejaba el capricho de una forma humana en la tapa del neceser. Entonces dijo, muy despacio: ¿Ves ese cofre sobre la mesa, forrado de tela gris?  Es mi marido. Murió hace tres años y no quise dejarlo en el cementerio de allá. Y, como al fin presiento que no me iré de esta ciudad, en cuanto amanezca lo llevo al Campo Santo, a que descanse en paz.
  *Tomado de mi libro De ceca en meca. Editorial Betania, Madrid, España, 2010. Si desea obtener un ejemplar, puede conectarse con el autor (gcartaya@lagacetanewspaper.com).

No hay comentarios:

Publicar un comentario