viernes, 3 de junio de 2022

Ya están llenas las playas de Clearwater

 Este fin de semana, alargado un día más por el feriado del Día de los Caídos, pude ver como miles de personas cubrían las arenas y aguas tranquilas de las playas de Clearwater, donde la transparencia del mar legitima el hermoso nombre del lugar. En el momento de llegar, se hizo difícil encontrar un espacio donde colocar la amplia sombrilla que debía cubrirnos del intenso sol con que el Caribe expande su luminosidad hacia el golfo de México.

Una vez descubierto el sitio ideal, al lado de dos pequeñas palmeras casi solitarias, colocamos en el centro del oasis a mi nieto Stanley Gabriel –de apenas tres meses y medio– para su bautizo de mar. Entonces, extendí la mirada a todo el rededor para (ad)mirar la diversidad humana que, sonriente y feliz, entraba, salía y volvía a entrar al agua, apartando la ola, la espuma blanca, saludando las vísperas del verano, como si todos quisieran recuperar los largos meses en que la pandemia del Covid-19 obstruyera el disfrute de esta dádiva natural.

Antes de agradecer a cuanto ser material y espiritual coadyuvara a frenar el azote del malévolo virus, se piensa en la razón del día feriado; en aquellos a quienes se le consagra un día especial para traerlos a la memoria, aun cuando no alcancemos a identificar el rostro y el nombre de los cientos de miles de personas que ofrendaron su vida en nombre de un ideal. Recordarlos con alegría, como la que se desborda en la playa, donde el sello familiar es el signo más visible en cada uno de los múltiples grupos que se juntan bajo una sombrilla o se unen para entrar y salir del agua, es la mejor manera de agradecer a quienes se inmolaron a favor de esta ventura.

Allí, oímos reiterarse el comentario que relaciona la explosión masiva a la playa con el fin del encierro sanitario que impidió, durante más de dos años, el disfrute no solamente de un espacio tan atractivo como el mar, sino también de toda manifestación social que reuniera un pequeño grupo de personas.

Y aunque este fin de semana observamos también los restaurantes llenos, las calles aledañas a la costa copiosamente transitadas –parece un carnaval de Manzanillo, dijo mi esposa– ninguna igualaba a la muchedumbre que vimos en la playa, tal vez porque el propio vestuario exclusivo de ese lugar, desprovisto de la indumentaria que oculta la realidad del siempre digno cuerpo humano, nos hace ser más nosotros mismos. A diferencia de las pasarelas, de los honorables estrados, o de los tronos monárquicos, en la playa basta un short, un bikini y hasta un llamado hilo dental para ocultar –a veces mínimamente– el cuerpo natural con que llegamos al mundo. Allí se aprecia, en vivo, lo que permiten las normas impuestas: se enseña lo que a dos cuadras se oculta, se exhibe alegremente lo que el pudor esconde unos minutos después, se admira con la naturalidad que se mira, sin que algún tabú estorbe el desinhibido vestuario. 

Por suerte, vivimos en una sociedad moderna  e inclusiva. Si antes los prejuicios raciales o culturales impusieron espacios separados para el disfrute de un espacio geográfico, hoy, y es lo que experimentamos  en Clearwater, un mosaico de colores humanos adornó el espacio que compartimos y donde, la tez negra, mulata, trigueña, blanca, como la diversidad de voces, cantos, costumbres, risas, saludos y abrazos, embellecen desde la diversidad un universo sin restricciones para el disfrute público.

Allí, como tantos alrededor, picamos frutas, ingerimos un bocadillo, conversamos, nos zambullimos en el agua, caminamos en la arena y, en nuestro caso, tuvimos el gozo de ver los piececillos del principito nuestro mojándose de mar, felices de familia y humanidad. 

 

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