viernes, 10 de mayo de 2024

Desde la última carta de Martí a la madre

 En ocasión de celebrarse el Día de las madres, felicitamos a todas desde La Gaceta, e incluimos en nuestra columna una de las cartas más hermosas enviadas por un hijo a la suya. Es la misiva enviada por José Martí a Leonor Pérez, cuando iba a salir hacia Cuba para incorporarse a la Guerra de Independencia. Cuando ella la tuvo ante sus ojos, él ya estaba en las filas del Ejército Libertador y no volverían a verse.

También, incluyo un fragmento de mi libro Luz al universo, en el que se plasman las relaciones de la madre con el hijo, miradas en retrospectiva a partir del instante en que ella está leyendo la carta.

Madre mía:

Hoy, 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en Ud. Yo sin cesar pienso en Ud. Ud. se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de Ud. con una vida que ama el sacrificio? Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allí donde es más útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre. Abrace a mis hermanas, y a sus compañeros. ¡Ojalá pueda algún día verlos a todos a mi alrededor, contentos de mí! Y entonces sí que cuidaré yo de Ud., con mimo y con orgullo. Ahora, bendígame, y crea que jamás saldrá de mi corazón obra sin piedad y sin limpieza. La bendición.

Su, J. Martí

Tengo razón para ir más contento y seguro de lo que Ud. pudiera imaginarse. No son inútiles la verdad y la ternura. No padezca.

Leonor Pérez, la madre de José Martí, vivió en Tampa entre
el 11 de abril y el 28 de agosto de 1898.

Leyendo la carta del 25 de marzo, casi a la ida del sol, apretaba los ojos para sentirlo de nuevo, como en el alba de aquel 28 de enero, a los once meses de casada, cuando oyó el llanto de la criatura que nació de sus entrañas y levantó en vilo, ante los ojos felices de Mariano, para comprobar su condición de varón y, ya satisfecha, reconocerle la piel blanca, los ojos glaucos, las manos finas y la frente ancha, como de inteligencia y porvenir. Con ningún otro parto experimentó aquel desgarramiento, ese rompimiento de volcán.

De la tutela de Mendive lo vieron saltar a hombre sin apenas darse cuenta. Pero es que él se revolvió junto con el país, como si juntos hubieran cumplido la mayoría de edad. España empezó a perder a Cuba cuando la familia comenzó a perderlo a él. No se sabía bien cómo fueron engranándose los fermentos, pero después del 10 de octubre de 1868 no hubo hogar en Cuba que no conociera el nombre de Carlos Manuel de Céspedes, un infidente, un abogado bayamés que tuvo el atrevimiento de alzarse en armas contra el poder de Su Majestad de España, darles la libertad a sus esclavos para sembrar el ejemplo, y comenzar aquella guerra de tantos años, casi a machete, contra el Ejército Real.

Un día el hijo regresó de la escuela como iluminado, con un poema que evidenciaba su total adhesión al sentir de la patria: No es un sueño, es verdad: grito de guerra, / Lanza el pueblo cubano, enfurecido; / El pueblo que tres siglos ha sufrido / Cuanto de negro la opresión encierra.

 El niño había visto un esclavo ahorcado cuando estuvo con el padre en Hanábana, y se había jurado, en secreto que vertió en versos más tarde, lavar con su sangre el crimen. Solo tenía nueve años, y eso ya nadie lo pudo borrar de su mente. Después se supo que a partir del 10 de octubre el señor Mendive se acuarteló en su domicilio, entre un grupo de hombres donde permitían entrar a su hijo adolescente, a desplegar un mapa de la Isla para seguir el avance de los insurrectos.

Ya nunca más hubo calma. La Habana fue también un campo de batalla: tiros, gritos, panfletos, escándalos día y noche, y el colegio de Mendive hecho un hervidero.

Un día se apareció el hijo con un periodiquito estudiantil y más nunca, ni a ella ni al padre, entonces celador en Batabanó, se les quitó la preocupación. La verdad es que siempre llevó juntos los dos sentimientos, la adoración por la madre y el amor a la patria; aunque los deberes hacia lo que él llamó madre mayor –por el compromiso, no por quererla más–, le ocuparan la vida.

 Leyendo “Yo sin cesar pienso en Ud.” recordó el poema que le hizo el hijo cuando apenas tenía 15 años y ella cumplía sus cuarenta:

Madre del alma, madre querida, /Son tus natales, quiero cantar; /Porque mi alma, de amor henchida, /Aunque muy joven, nunca se olvida /De la que vida me hubo de dar.

Todavía lloraba recordándolos, pasando los ojos, casi sin poder leer, por ese “conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre”.

 

 



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