Rodolfo Alpízar Castillo (La Habana, 1947) es un reconocido traductor, lingüista y escritor cubano. En cada uno de estos tres campos ha cultivado una extensa obra que, en su conjunto, ha llegado –con o sin su presencia física– a Europa, África, Estados Unidos, Latinoamérica, a través de decenas de sus artículos, ensayos, conferencias, novelas, cuentos.
Alpízar tiene el mérito de haber dado a conocer en español a
importantes autores africanos de lengua portuguesa, así como traducir a un
autor del prestigio de José Saramago, único Premio Nobel de Literatura de
Portugal. Como especialista de la lengua española, es autor de Para expresarnos
mejor (1985), Estudios de gramática del español (1987), El léxico de la
terminología. Intento de sistematización (1996) y otras obras. Como narrador,
entre varias novelas ha publicado Sobre un montón de lentejas (2008), La
sublime embriaguez del poder (2008), Empecinadamente vivos (2010) Brindis por
Virgilio (2012), Entre príncipes y habaneras (2018) y otras.
Con una obra tan extensa, entrevistar a quien ha sido
miembro de la Federación Internacional de Traductores, Miembro fundador de la Asociación de
Traductores e Intérpretes de Cuba, conferencista en diversas universidades del
mundo y tan fecundo escritor, es un privilegio que nos concede Alpízar a todos
los lectores de La Gaceta.
Rodolfo, sé que has alcanzado reconocimiento como escritor, lingüista y traductor. Me gustaría empezar a hablar sobre esta última especialidad, ¿podrías hacer un breve resumen de la historia de la traducción en tu país?
Desde finales del siglo XVIII, y en especial en el XIX y
parte del XX, muchos creadores cubanos practicaron la traducción como una
manifestación más de su producción literaria. En las revistas culturales del
siglo XIX aparecían textos traducidos del francés, del inglés, del alemán, e
incluso del latín. En ocasiones se trataba de retraducciones o de versiones
resumidas de las obras originales, pero gracias a esa labor en Cuba la
intelectualidad criolla estaba actualizada en cuanto a la obra de los principales
autores contemporáneos de Europa y Estados Unidos.
Para hablar de traducciones en el siglo XIX cubano son
imprescindibles los nombres de grandes figuras de la literatura cubana, como
José María Heredia, Antonio Bachiller y Morales, Gertrudis Gómez de Avellaneda
y, sobre todo, los hermanos Antonio y Francisco Sellén. Para la primera mitad
del XX, los miembros del Grupo Orígenes Eliseo Diego, Virgilio Piñera y José
Rodríguez Feo. No obstante, la dedicación de los creadores literarios a la
traducción disminuyó en el siglo XX y lo que va del XXI, en comparación con el
XIX.
En los años 60 del siglo XX se crearon las primeras escuelas
para traductores (nivel medio), y a mediados de los 70 se creó la Facultad de
Lenguas Extranjeras, que forma traductores de nivel superior. En mayo de 1994
se fundó la Asociación Cubana de Traductores e Intérpretes, que agrupa además a
terminólogos, profesores de traducción e intérpretes de lengua de señas, y
forma parte de la Federación Internacional de Traductores (FIT) desde 2002.
Varios de sus miembros han recibido premios internacionales, seis de ellos
otorgados por la FIT. En el panorama internacional, los traductores e
intérpretes cubanos son bien conceptuados.
Para finalizar, me gustaría resaltar tres curiosidades del
siglo XIX cubano, más importante para la historia cultural de lo que se suele
recordar:
José del Perojo (político e intelectual e introductor del
neokantismo en el área hispánica, nacido en Santiago de Cuba) tradujo al
español, por primera vez, directamente del alemán, el texto completo de la
Crítica de la razón pura, de Kant (1883).
Felipe Poey Aloy, naturalista y profesor universitario,
además de dedicar muchas páginas a la creación literaria y el estudio del
español, realizó traducciones de textos científicos o literarios y publicó
varios artículos sobre la traducción.
Néstor Ponce de León, editor, publicó en Nueva York, en
1884, el Diccionario tecnológico inglés-español y español-inglés, obra que fue
durante muchas décadas de obligada consulta para los traductores técnicos en
lengua española.
Cuando se habla de escritores hispanoamericanos que, a su vez, fueron buenos traductores, es frecuente que se mencione el nombre de Jorge Luis Borges. Sin embargo, no todos señalan a José Martí. ¿Hay razones para incluirlo como un excelente traductor?
Para los traductores cubanos, al menos para quienes
pertenecemos a la Asociación Cubana de Traductores e Intérpretes, y muchos
otros, Martí es una especie de guía o padre espiritual, tanto por haber sido un
destacado traductor en su tiempo, como por sus comentarios sobre el proceso de
traducción. Al respecto, hay un verbo creado por él que hemos hecho nuestro:
transpensar. Considero que es más fácil entender y aplicar ese verbo que
explicarlo, y no me atrevería a proponerle (¿acaso “pensar desde el otro”?, ¿con
el otro?), pero me identifico con él pues siento que es lo que hago en mis
traducciones (se entiende que hablamos de traducción literaria, la
científico-técnica tiene otras exigencias).
Quien se ciña a conceptos propios de los tiempos actuales
(con otros gustos, modas literarias y formas de encarar la traducción y la
literatura), quizás no reconozca que Martí fue excelente traductor, no solo
brillante escritor. Pero las traducciones de Martí funcionaron en su momento
(cumplieron su cometido cultural) y funcionan hoy en día. Cualquier obra
literaria, traducida u original, con tal condición, es excelente. Para mí,
pues, Martí, por el volumen de su obra y por lo que escribió sobre el tema, clasifica
entre los excelentes traductores del siglo XIX cubano.
Admito, no obstante (y esta afirmación disgustará a algunos
de mis colegas), que en sus traducciones hay un elemento (presente en muchos de
sus contemporáneos, que no comparto): llevan demasiado evidente su impronta
estilística. Dicho de otro modo: me parece que lo leo a él, no al autor del
texto original.
En 1856, Felipe Poey Aloy, antes mencionado, advertía contra
las traducciones literales, porque, afirmaba, alteran el sentido y destruyen la
eufonía. A la vez, insistía en que “si traducimos a Cicerón es menester que el
lector encuentre algo de lo que se conoce con el nombre de estilo ciceroniano”.
Martí no es un traductor literal, y sus traducciones son hermosas y agradables
al oído (la eufonía exigida por Poey). Pero no me parece que él permita
“encontrar el estilo ciceroniano” mencionado por Poey, pues realiza, ante todo,
versiones o adaptaciones de las obras originales…, como tantos en su tiempo.
En conclusión, sí, para mí, Martí debe ser considerado entre
los grandes traductores del siglo XIX, tanto por su obra como por sus conceptos
sobre la traducción. Al respecto, recomiendo la lectura del texto Martí y Ramón
Piña: algunas ideas sobre la traducción, de Yoandy Cabrera Ortega, cubano
residente fuera del país (2008, lamento no poder ofrecer la ficha bibliográfica
completa).
Se te reconoce como uno de los principales pioneros en Cuba
de la literatura africana en lengua portuguesa. ¿Cómo un licenciado en Lengua y
Literatura Hispánicas de la Universidad de La Habana se convirtió en un
traductor del portugués que tiene entre sus logros haber llevado al español
parte de la obra de José Saramago, Premio Nobel de Literatura en 1998?
Sí, tengo el honor de haber introducido en Cuba varios
autores africanos lusófonos de los más renombrados, y estoy muy orgulloso de
ello. Entre otros, he traducido a los premios Camões Pepetela (angolano, cuya
noveleta Las aventuras de Ngunga fue mi primera traducción literaria, allá por
1978, cuando no imaginaba que me convertiría en traductor profesional), Germano
Almeida (caboverdiano), Mia Couto y Paulina Chiziane (mozambicanos; Mia,
además, ya ha sido nominado al premio Nobel). Salvo Paulina, a los demás he
tenido ocasión de conocerlos personalmente.
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Rodolfo Alpízar (izquierda) junto a Marcelo Rebelo de Sousa, presidente de Portugal. |
También he tenido oportunidad de traducir y conocer personalmente a importantes autores portugueses, entre ellos a José Saramago, premio Nobel de Literatura.
Para quien juzga el pasado desde el presente, parte de la respuesta
puede no gustar, pero es la realidad: En 1976 me alisté voluntariamente
(reitero: voluntariamente; quien no vivió aquellos tiempos puede no entenderlo,
pero fueron miles los voluntarios en aquel momento) para ir a defender la
naciente república de Angola, enfrentada a una invasión de Sudáfrica, Zaire y
grupos de mercenarios de diversas nacionalidades, aliados con antiguos grupos
guerrilleros rivales del que proclamó la independencia.
Como mi especialidad militar era la sanidad, fui con un hospital de
campaña a una provincia al sur del país, pero a los veinte días de estar allí
(subutilizado, pues había enfermeras y enfermeros mejor preparados que yo) me
trasladaron a una escuela de especialistas menores de Logística, en Luanda, la
capital. Allí, un pequeño equipo de profesores, de los cuales solo cuatro o
cinco eran militares, incluido el jefe, teníamos a nuestro cargo instruir a
jóvenes en distintas especialidades; la mía, desde luego, la sanidad militar.
Al llegar a Angola me prometí que, si salía vivo de allí, llevaría como
ganancia vital haber aprendido la lengua portuguesa en la práctica (años antes
había estudiado siete semestres de francés, y otros tantos de ruso, aunque de
este idioma no había aprendido casi nada, y uno de alemán —lo aprobé con nota
mínima y me di cuenta de que no congeniábamos).
Ya instalado en Luanda, rodeado a diario por entre cien y trescientos
jóvenes (la cifra variaba en dependencia de los cursos; los grupos de sanidad
militar solían ser de entre veinte y cuarenta alumnos) que usaban el portugués
como lengua vehicular, varias circunstancias me obligaron a convertirme en
traductor empírico: Yo era el único cubano con formación superior en letras;
constantemente buscaba conversación en portugués con los alumnos para aprender
la lengua (los demás cubanos se hacían entender como podían, sin esforzarse
demasiado); estudiaba los textos de enfermería, en portugués, para preparar las
clases, y, leía la prensa y alguna literatura facilitada los alumnos. Y ocurrió
algo trascendental: Me enamoré de la lengua portuguesa. Un a amor a primera
vista que ha crecido con el paso de los años.
Acabo de mencionar que leía libros que me facilitaban los angolanos.
Pues bien, por ello ocurrió algo mágico:
Un día, acompañado de un colega, me vi tocando a las puertas de Artur
Pestana, Pepetela, por entonces viceministro, comandante y joven escritor. No
recuerdo cómo llegamos hasta su casa ni por qué nos recibió, solo que acababa
de leer Las aventuras de Ngunga y me gustó tanto que en las horas vagas puse la
novela en español, para leérsela a mi niña cuando regresara a casa. A Pepetela
le gustó mi trabajo, y me ayudó con algunas observaciones sobre costumbres y
cultura angolanas.
Esa es la historia, no muy corta, pero tampoco tan larga, de cómo me
convertí en traductor de portugués.
No estoy seguro de
haberme preguntado alguna vez, así, directamente, qué es para mí la creación
literaria. No podría responder de manera categórica, pues le encuentro varios
significados, o los he ido teniendo en el transcurso de mi vida. De algo sí
estoy seguro: la creación literaria es parte de mi manera de ser y de vivir.
Es, a la vez, una forma de amor y manera de amar. Comencemos porque amo la
palabra. Amo la escritura, el arte de unir letras, unas con otras, y reproducir
en el papel (o en la pantalla) lo que las personas dicen, hacen, ven, sienten.
O digo, hago, veo y siento yo.
La magia de la
escritura me sedujo desde muy pequeño, al punto de haber aprendido a leer sin
maestro, jugando con mi hermano Rafael, un año menor que yo. Tendría yo seis
años, si no menos, y él cinco, o menos. Nos lanzábamos una pelota de goma con
una inscripción: CANCANEÍTO, regalada como parte de la campaña electoral de
algún político de barrio, allá por el Cotorro, donde vivíamos por entonces
(nunca pude saber quién era él; me hubiera gustado. Que una campaña política
sirva para que dos niños aprendan a leer por sí solos demostraría que, a fin de
cuentas, los políticos pueden servir para algo). Supongo que de ahí me viene el
deslumbramiento por el arte de combinar letras, palabras, oraciones, párrafos…
Con estos antecedentes, casi resulta innecesario declarar
que, para mí, escribir contiene cierto grado de misticismo y mucho de
realización personal: Me siento en otra dimensión cuando estoy inmerso en la
escritura, como cualquier jovencito enamorado ante el objeto de su amor; no
necesito entornos ni rituales especiales para escribir: Algo de tranquilidad me
es suficiente.
Creo en la inspiración como un estado alterado de conciencia
que me permite sobreponerme a la realidad circunstante y crear mundos. Cuando
ella, la inspiración, se me hace presente, nada alcanza a estar suficientemente
mal para mí: escribo, la escritura me rescata de la cotidianeidad.
Acaso por ello se me convierte en acto casi fisiológico,
necesario para sentirme bien dispuesto. No exagero al afirmar que me siento
extraño, en un estado cercano a la depresión (sin nunca llegar a serlo del
todo), cuando no tengo nada que escribir, sea mi obra, sea una traducción, sea
la revisión de textos ajenos (forma esta última, valga la aclaración, de
ganarme la vida, porque las demás no me lo garantizan).
Una muestra de esta relación, medio mística, medio
fisiológica, con la escritura es que mantengo en estos momentos tres columnas,
una semanal, una quincenal y una mensual, en una revista digital, todas ad
honorem, todas por la satisfacción que me produce hacerlo.
Si la relación de mis textos publicados te parece extensa,
entérate de que está incompleta: tengo inéditas tres novelas y me dispongo a
escribir una pequeña mientras llega el año próximo, cuando planeo dedicarme a
una más ambiciosa, sobre un personaje real.
¿Qué caracteriza tu obra?
No es el autor el más indicado para hablar de su escritura;
para eso están los críticos y los especialistas. No obstante, puedo asegurar
con plena conciencia que, ante todo, a mi obra la caracteriza la sinceridad.
Hace años una brillante recién graduada de letras, con toda
la petulancia que caracteriza a quien acaba de recibirse con buenas notas, me
criticó con dureza porque, según ella, la sinceridad no es una categoría
científica. Ciertamente no lo es, pero también es cierto que no escribo novelas
a partir de categorías científicas, sino desde un impulso interior que escapa a
mi propio raciocinio.
Esa acientificidad, desde luego, no elimina la
responsabilidad por el resultado: puesto el punto final (provisional) a una
obra, paso, una y otra vez, la mirada crítica por sus páginas, para encontrar
la mejor expresión, eliminar modificadores innecesarios (¡no solo los
adjetivos!), repeticiones no justificadas, banalidades y cacofonías (con las
limitaciones que impone ser el autor de la obra revisada, por supuesto). La
pretensión es entregar la mejor obra posible al lector, a quien respeto y
considero mejor preparado que yo para juzgar mi obra (incluso mejor que el
crítico profesional).
Por otra parte, mis temas son variados, aunque me dicen
amigos que mi estilo se identifica en casi toda mi narrativa.
Tengo algunos cuadernos de cuentos (el último publicado,
Tercera edad y otras aberraciones, es posiblemente el último que escriba), pero
mi mundo son las novelas. Algunas se refieren a temas cubanos (Sobre un montón
de lentejas, Entre príncipes y habaneras, Evangelios, encuentros y
desencuentros, Robaron mi cuerpo negro, Empecinadamente vivos –históricas, o
con apoyo en hechos históricos varios–, Viviendo con Lesbia María y Memoria sin
casa –especie de crónicas sobre la realidad actual del país, con fuerte carga
autobiográfica–, otras a temas
universales, no situadas en un territorio nacional en particular La sublime
embriaguez del poder –tema de los dictadores, tratado en tono de novela
picaresca–, Estocolmo –maltrato a la mujer–, Brindis por Virgilio –alcoholismo
en la mujer–, Habrá milagro –especie de novela de amor…, pero no rosa–.
En cuanto a la escritura como resultado de la acción de
escribir, lo mencioné antes, desde mi niñez tengo una relación de
deslumbramiento y de amor con ella, así como la tengo con mi idioma y con el
portugués. Como buen amante, cuido al objeto de mi amor. Intento que mis textos
sean pulcros, sin maltrato a la ortografía y la sintaxis ni redacción
descuidada, lo cual considero irrespeto al lector. Por ello aprecio mucho el
trabajo de los editores, con quienes sostengo discusiones muy productivas; eso
sí, como soy consciente de mi dominio de las herramientas lingüísticas, y me
siento responsable de lo bien o mal que las utilice, les exijo que hasta el
cambio más insignificante los consulten conmigo.
Algo más sobre el lenguaje: Alguien me criticó, en forma
personal y amistosa, que en Robaron mi cuerpo negro los esclavos hablen
correctamente. Mi respuesta fue que no es una novela para demostrar mis
conocimientos lingüísticos o sobre el folclor (alguna vez, cuando era
lingüista, realicé el estudio de un documento de 1795 sobre la lengua de los
negros bozales), sino para tratar sobre hombres y mujeres que luchaban por su
libertad. Además, conozco la relación entre pensamiento y lenguaje: Al
caracterizar determinados personajes (en este caso, protagónicos) con un
lenguaje insuficiente, se los caracteriza, consciente o inconscientemente, como
personas con pensamiento insuficiente. ¡Y eso nunca voy a hacerlo!
Hay otros elementos que caracterizan mi obra y que conozco
bien, pues algunos son totalmente intencionales, pero prefiero que los lectores
los descubran.
¿Algún mensaje a los lectores tampeños de La Gaceta?
Ante todo, deseo agradecerte por la invitación a dirigirme a
los lectores de una publicación que ya pasa de los cien años. Es un honor que
no hubiera imaginado. A sus lectores agradezco sinceramente la atención que
puedan prestarme. Si mis palabras les han gustado, o no, sepan que participan
de la misma sinceridad que me exijo en mi obra y en mi vida. No soy el indicado
para declarar cuán buen o mal escritor soy, pero sí les puedo asegurar que
intento que mi obra esté bien escrita y aporte algo positivo a quien la lea.
Que pongo amor en lo que escribo. Y que aspiro a que ese amor que entrego sea
recibido por los lectores.
Para terminar: escribir impone algún sacrificio. Por
ejemplo, si imagino que una frase, un párrafo, una página o un capítulo es
hojarasca para el lector, y no fruto, como debió ser, lo elimino (¡a veces
duele!), porque la satisfacción que la obra aporte al lector es más importante
para mí que el placer que sentí al escribirla. Un lector satisfecho es la mayor
recompensa a que aspiro cuando escribo.
En fin, mi obra está ahí, buena parte se encuentra
disponible en sitios diversos de Internet. Aprovecho para invitarlos a
encontrarse con ella. Si, además, alcanzo a conocer que les aportó algo de
bueno, sería una extraordinaria recompensa para mí.
Muchas gracias.
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