martes, 21 de octubre de 2025

Diálogo con Rodolfo Alpízar, fecundo traductor, lingüista y escritor cubano

 Rodolfo Alpízar Castillo (La Habana, 1947) es un reconocido traductor, lingüista y escritor cubano. En cada uno de estos tres campos ha cultivado una extensa obra que, en su conjunto, ha llegado –con o sin su presencia física– a Europa, África, Estados Unidos, Latinoamérica, a través de decenas de sus artículos, ensayos, conferencias, novelas, cuentos.

Alpízar tiene el mérito de haber dado a conocer en español a importantes autores africanos de lengua portuguesa, así como traducir a un autor del prestigio de José Saramago, único Premio Nobel de Literatura de Portugal. Como especialista de la lengua española, es autor de Para expresarnos mejor (1985), Estudios de gramática del español (1987), El léxico de la terminología. Intento de sistematización (1996) y otras obras. Como narrador, entre varias novelas ha publicado Sobre un montón de lentejas (2008), La sublime embriaguez del poder (2008), Empecinadamente vivos (2010) Brindis por Virgilio (2012), Entre príncipes y habaneras (2018) y otras.

Con una obra tan extensa, entrevistar a quien ha sido miembro de la Federación Internacional de Traductores,  Miembro fundador de la Asociación de Traductores e Intérpretes de Cuba, conferencista en diversas universidades del mundo y tan fecundo escritor, es un privilegio que nos concede Alpízar a todos los lectores de La Gaceta.

Rodolfo, sé que has alcanzado reconocimiento como escritor, lingüista y traductor. Me gustaría empezar a hablar sobre esta última especialidad, ¿podrías hacer un breve resumen de la historia de la traducción en tu país?

Desde finales del siglo XVIII, y en especial en el XIX y parte del XX, muchos creadores cubanos practicaron la traducción como una manifestación más de su producción literaria. En las revistas culturales del siglo XIX aparecían textos traducidos del francés, del inglés, del alemán, e incluso del latín. En ocasiones se trataba de retraducciones o de versiones resumidas de las obras originales, pero gracias a esa labor en Cuba la intelectualidad criolla estaba actualizada en cuanto a la obra de los principales autores contemporáneos de Europa y Estados Unidos.

Para hablar de traducciones en el siglo XIX cubano son imprescindibles los nombres de grandes figuras de la literatura cubana, como José María Heredia, Antonio Bachiller y Morales, Gertrudis Gómez de Avellaneda y, sobre todo, los hermanos Antonio y Francisco Sellén. Para la primera mitad del XX, los miembros del Grupo Orígenes Eliseo Diego, Virgilio Piñera y José Rodríguez Feo. No obstante, la dedicación de los creadores literarios a la traducción disminuyó en el siglo XX y lo que va del XXI, en comparación con el XIX.

En los años 60 del siglo XX se crearon las primeras escuelas para traductores (nivel medio), y a mediados de los 70 se creó la Facultad de Lenguas Extranjeras, que forma traductores de nivel superior. En mayo de 1994 se fundó la Asociación Cubana de Traductores e Intérpretes, que agrupa además a terminólogos, profesores de traducción e intérpretes de lengua de señas, y forma parte de la Federación Internacional de Traductores (FIT) desde 2002. Varios de sus miembros han recibido premios internacionales, seis de ellos otorgados por la FIT. En el panorama internacional, los traductores e intérpretes cubanos son bien conceptuados.

Para finalizar, me gustaría resaltar tres curiosidades del siglo XIX cubano, más importante para la historia cultural de lo que se suele recordar:

José del Perojo (político e intelectual e introductor del neokantismo en el área hispánica, nacido en Santiago de Cuba) tradujo al español, por primera vez, directamente del alemán, el texto completo de la Crítica de la razón pura, de Kant (1883).

Felipe Poey Aloy, naturalista y profesor universitario, además de dedicar muchas páginas a la creación literaria y el estudio del español, realizó traducciones de textos científicos o literarios y publicó varios artículos sobre la traducción.

Néstor Ponce de León, editor, publicó en Nueva York, en 1884, el Diccionario tecnológico inglés-español y español-inglés, obra que fue durante muchas décadas de obligada consulta para los traductores técnicos en lengua española.

Cuando se habla de escritores hispanoamericanos que, a su vez, fueron buenos traductores, es frecuente que se mencione el nombre de Jorge Luis Borges. Sin embargo, no todos señalan a José Martí. ¿Hay razones para incluirlo como un excelente traductor?

Para los traductores cubanos, al menos para quienes pertenecemos a la Asociación Cubana de Traductores e Intérpretes, y muchos otros, Martí es una especie de guía o padre espiritual, tanto por haber sido un destacado traductor en su tiempo, como por sus comentarios sobre el proceso de traducción. Al respecto, hay un verbo creado por él que hemos hecho nuestro: transpensar. Considero que es más fácil entender y aplicar ese verbo que explicarlo, y no me atrevería a proponerle (¿acaso “pensar desde el otro”?, ¿con el otro?), pero me identifico con él pues siento que es lo que hago en mis traducciones (se entiende que hablamos de traducción literaria, la científico-técnica tiene otras exigencias).

Quien se ciña a conceptos propios de los tiempos actuales (con otros gustos, modas literarias y formas de encarar la traducción y la literatura), quizás no reconozca que Martí fue excelente traductor, no solo brillante escritor. Pero las traducciones de Martí funcionaron en su momento (cumplieron su cometido cultural) y funcionan hoy en día. Cualquier obra literaria, traducida u original, con tal condición, es excelente. Para mí, pues, Martí, por el volumen de su obra y por lo que escribió sobre el tema, clasifica entre los excelentes traductores del siglo XIX cubano.

Admito, no obstante (y esta afirmación disgustará a algunos de mis colegas), que en sus traducciones hay un elemento (presente en muchos de sus contemporáneos, que no comparto): llevan demasiado evidente su impronta estilística. Dicho de otro modo: me parece que lo leo a él, no al autor del texto original.

En 1856, Felipe Poey Aloy, antes mencionado, advertía contra las traducciones literales, porque, afirmaba, alteran el sentido y destruyen la eufonía. A la vez, insistía en que “si traducimos a Cicerón es menester que el lector encuentre algo de lo que se conoce con el nombre de estilo ciceroniano”. Martí no es un traductor literal, y sus traducciones son hermosas y agradables al oído (la eufonía exigida por Poey). Pero no me parece que él permita “encontrar el estilo ciceroniano” mencionado por Poey, pues realiza, ante todo, versiones o adaptaciones de las obras originales…, como tantos en su tiempo.

En conclusión, sí, para mí, Martí debe ser considerado entre los grandes traductores del siglo XIX, tanto por su obra como por sus conceptos sobre la traducción. Al respecto, recomiendo la lectura del texto Martí y Ramón Piña: algunas ideas sobre la traducción, de Yoandy Cabrera Ortega, cubano residente fuera del país (2008, lamento no poder ofrecer la ficha bibliográfica completa).

Se te reconoce como uno de los principales pioneros en Cuba de la literatura africana en lengua portuguesa. ¿Cómo un licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas de la Universidad de La Habana se convirtió en un traductor del portugués que tiene entre sus logros haber llevado al español parte de la obra de José Saramago, Premio Nobel de Literatura en 1998?

Sí, tengo el honor de haber introducido en Cuba varios autores africanos lusófonos de los más renombrados, y estoy muy orgulloso de ello. Entre otros, he traducido a los premios Camões Pepetela (angolano, cuya noveleta Las aventuras de Ngunga fue mi primera traducción literaria, allá por 1978, cuando no imaginaba que me convertiría en traductor profesional), Germano Almeida (caboverdiano), Mia Couto y Paulina Chiziane (mozambicanos; Mia, además, ya ha sido nominado al premio Nobel). Salvo Paulina, a los demás he tenido ocasión de conocerlos personalmente.

Rodolfo Alpízar (izquierda) junto a Marcelo Rebelo de Sousa,
presidente de Portugal. 

También he tenido oportunidad de traducir y conocer personalmente a importantes autores portugueses, entre ellos a José Saramago, premio Nobel de Literatura.

Para quien juzga el pasado desde el presente, parte de la respuesta puede no gustar, pero es la realidad: En 1976 me alisté voluntariamente (reitero: voluntariamente; quien no vivió aquellos tiempos puede no entenderlo, pero fueron miles los voluntarios en aquel momento) para ir a defender la naciente república de Angola, enfrentada a una invasión de Sudáfrica, Zaire y grupos de mercenarios de diversas nacionalidades, aliados con antiguos grupos guerrilleros rivales del que proclamó la independencia.

Como mi especialidad militar era la sanidad, fui con un hospital de campaña a una provincia al sur del país, pero a los veinte días de estar allí (subutilizado, pues había enfermeras y enfermeros mejor preparados que yo) me trasladaron a una escuela de especialistas menores de Logística, en Luanda, la capital. Allí, un pequeño equipo de profesores, de los cuales solo cuatro o cinco eran militares, incluido el jefe, teníamos a nuestro cargo instruir a jóvenes en distintas especialidades; la mía, desde luego, la sanidad militar.

Al llegar a Angola me prometí que, si salía vivo de allí, llevaría como ganancia vital haber aprendido la lengua portuguesa en la práctica (años antes había estudiado siete semestres de francés, y otros tantos de ruso, aunque de este idioma no había aprendido casi nada, y uno de alemán —lo aprobé con nota mínima y me di cuenta de que no congeniábamos).

Ya instalado en Luanda, rodeado a diario por entre cien y trescientos jóvenes (la cifra variaba en dependencia de los cursos; los grupos de sanidad militar solían ser de entre veinte y cuarenta alumnos) que usaban el portugués como lengua vehicular, varias circunstancias me obligaron a convertirme en traductor empírico: Yo era el único cubano con formación superior en letras; constantemente buscaba conversación en portugués con los alumnos para aprender la lengua (los demás cubanos se hacían entender como podían, sin esforzarse demasiado); estudiaba los textos de enfermería, en portugués, para preparar las clases, y, leía la prensa y alguna literatura facilitada los alumnos. Y ocurrió algo trascendental: Me enamoré de la lengua portuguesa. Un a amor a primera vista que ha crecido con el paso de los años.

Acabo de mencionar que leía libros que me facilitaban los angolanos. Pues bien, por ello ocurrió algo mágico:

Un día, acompañado de un colega, me vi tocando a las puertas de Artur Pestana, Pepetela, por entonces viceministro, comandante y joven escritor. No recuerdo cómo llegamos hasta su casa ni por qué nos recibió, solo que acababa de leer Las aventuras de Ngunga y me gustó tanto que en las horas vagas puse la novela en español, para leérsela a mi niña cuando regresara a casa. A Pepetela le gustó mi trabajo, y me ayudó con algunas observaciones sobre costumbres y cultura angolanas.

Esa es la historia, no muy corta, pero tampoco tan larga, de cómo me convertí en traductor de portugués.

Si tu prestigio como traductor y lingüista es avalado por una obra publicada y premiada internacionalmente, tu faceta como narrador y ensayista es también extensa y exitosa. Al mirar algunos títulos, asombra apreciar la fecundidad con que has utilizado el tiempo. ¿Qué es para Rodolfo Alpízar la creación literaria, después de una obra tan amplia?

No estoy seguro de haberme preguntado alguna vez, así, directamente, qué es para mí la creación literaria. No podría responder de manera categórica, pues le encuentro varios significados, o los he ido teniendo en el transcurso de mi vida. De algo sí estoy seguro: la creación literaria es parte de mi manera de ser y de vivir. Es, a la vez, una forma de amor y manera de amar. Comencemos porque amo la palabra. Amo la escritura, el arte de unir letras, unas con otras, y reproducir en el papel (o en la pantalla) lo que las personas dicen, hacen, ven, sienten. O digo, hago, veo y siento yo.

La magia de la escritura me sedujo desde muy pequeño, al punto de haber aprendido a leer sin maestro, jugando con mi hermano Rafael, un año menor que yo. Tendría yo seis años, si no menos, y él cinco, o menos. Nos lanzábamos una pelota de goma con una inscripción: CANCANEÍTO, regalada como parte de la campaña electoral de algún político de barrio, allá por el Cotorro, donde vivíamos por entonces (nunca pude saber quién era él; me hubiera gustado. Que una campaña política sirva para que dos niños aprendan a leer por sí solos demostraría que, a fin de cuentas, los políticos pueden servir para algo). Supongo que de ahí me viene el deslumbramiento por el arte de combinar letras, palabras, oraciones, párrafos…

Con estos antecedentes, casi resulta innecesario declarar que, para mí, escribir contiene cierto grado de misticismo y mucho de realización personal: Me siento en otra dimensión cuando estoy inmerso en la escritura, como cualquier jovencito enamorado ante el objeto de su amor; no necesito entornos ni rituales especiales para escribir: Algo de tranquilidad me es suficiente.

Creo en la inspiración como un estado alterado de conciencia que me permite sobreponerme a la realidad circunstante y crear mundos. Cuando ella, la inspiración, se me hace presente, nada alcanza a estar suficientemente mal para mí: escribo, la escritura me rescata de la cotidianeidad.

Acaso por ello se me convierte en acto casi fisiológico, necesario para sentirme bien dispuesto. No exagero al afirmar que me siento extraño, en un estado cercano a la depresión (sin nunca llegar a serlo del todo), cuando no tengo nada que escribir, sea mi obra, sea una traducción, sea la revisión de textos ajenos (forma esta última, valga la aclaración, de ganarme la vida, porque las demás no me lo garantizan).

Una muestra de esta relación, medio mística, medio fisiológica, con la escritura es que mantengo en estos momentos tres columnas, una semanal, una quincenal y una mensual, en una revista digital, todas ad honorem, todas por la satisfacción que me produce hacerlo.

Si la relación de mis textos publicados te parece extensa, entérate de que está incompleta: tengo inéditas tres novelas y me dispongo a escribir una pequeña mientras llega el año próximo, cuando planeo dedicarme a una más ambiciosa, sobre un personaje real.

¿Qué caracteriza tu obra?

No es el autor el más indicado para hablar de su escritura; para eso están los críticos y los especialistas. No obstante, puedo asegurar con plena conciencia que, ante todo, a mi obra la caracteriza la sinceridad.

Hace años una brillante recién graduada de letras, con toda la petulancia que caracteriza a quien acaba de recibirse con buenas notas, me criticó con dureza porque, según ella, la sinceridad no es una categoría científica. Ciertamente no lo es, pero también es cierto que no escribo novelas a partir de categorías científicas, sino desde un impulso interior que escapa a mi propio raciocinio.

Esa acientificidad, desde luego, no elimina la responsabilidad por el resultado: puesto el punto final (provisional) a una obra, paso, una y otra vez, la mirada crítica por sus páginas, para encontrar la ­mejor expresión, eliminar modificadores innecesarios (¡no solo los adjetivos!), repeticiones no justificadas, banalidades y cacofonías (con las limitaciones que impone ser el autor de la obra revisada, por supuesto). La pretensión es entregar la mejor obra posible al lector, a quien respeto y considero mejor preparado que yo para juzgar mi obra (incluso mejor que el crítico profesional).

Por otra parte, mis temas son variados, aunque me dicen amigos que mi estilo se identifica en casi toda mi narrativa.

Tengo algunos cuadernos de cuentos (el último publicado, Tercera edad y otras aberraciones, es posiblemente el último que escriba), pero mi mundo son las novelas. Algunas se refieren a temas cubanos (Sobre un montón de lentejas, Entre príncipes y habaneras, Evangelios, encuentros y desencuentros, Robaron mi cuerpo negro, Empecinadamente vivos –históricas, o con apoyo en hechos históricos varios–, Viviendo con Lesbia María y Memoria sin casa –especie de crónicas sobre la realidad actual del país, con fuerte carga autobiográfica–,  otras a temas universales, no situadas en un territorio nacional en particular La sublime embriaguez del poder –tema de los dictadores, tratado en tono de novela picaresca–, Estocolmo –maltrato a la mujer–, Brindis por Virgilio –alcoholismo en la mujer–, Habrá milagro –especie de novela de amor…, pero no rosa–.

En cuanto a la escritura como resultado de la acción de escribir, lo mencioné antes, desde mi niñez tengo una relación de deslumbramiento y de amor con ella, así como la tengo con mi idioma y con el portugués. Como buen amante, cuido al objeto de mi amor. Intento que mis textos sean pulcros, sin maltrato a la ortografía y la sintaxis ni redacción descuidada, lo cual considero irrespeto al lector. Por ello aprecio mucho el trabajo de los editores, con quienes sostengo discusiones muy productivas; eso sí, como soy consciente de mi dominio de las herramientas lingüísticas, y me siento responsable de lo bien o mal que las utilice, les exijo que hasta el cambio más insignificante los consulten conmigo.

Algo más sobre el lenguaje: Alguien me criticó, en forma personal y amistosa, que en Robaron mi cuerpo negro los esclavos hablen correctamente. Mi respuesta fue que no es una novela para demostrar mis conocimientos lingüísticos o sobre el folclor (alguna vez, cuando era lingüista, realicé el estudio de un documento de 1795 sobre la lengua de los negros bozales), sino para tratar sobre hombres y mujeres que luchaban por su libertad. Además, conozco la relación entre pensamiento y lenguaje: Al caracterizar determinados personajes (en este caso, protagónicos) con un lenguaje insuficiente, se los caracteriza, consciente o inconscientemente, como personas con pensamiento insuficiente. ¡Y eso nunca voy a hacerlo!

Hay otros elementos que caracterizan mi obra y que conozco bien, pues algunos son totalmente intencionales, pero prefiero que los lectores los descubran.


¿Algún mensaje a los lectores tampeños de La Gaceta?

Ante todo, deseo agradecerte por la invitación a dirigirme a los lectores de una publicación que ya pasa de los cien años. Es un honor que no hubiera imaginado. A sus lectores agradezco sinceramente la atención que puedan prestarme. Si mis palabras les han gustado, o no, sepan que participan de la misma sinceridad que me exijo en mi obra y en mi vida. No soy el indicado para declarar cuán buen o mal escritor soy, pero sí les puedo asegurar que intento que mi obra esté bien escrita y aporte algo positivo a quien la lea. Que pongo amor en lo que escribo. Y que aspiro a que ese amor que entrego sea recibido por los lectores.

Para terminar: escribir impone algún sacrificio. Por ejemplo, si imagino que una frase, un párrafo, una página o un capítulo es hojarasca para el lector, y no fruto, como debió ser, lo elimino (¡a veces duele!), porque la satisfacción que la obra aporte al lector es más importante para mí que el placer que sentí al escribirla. Un lector satisfecho es la mayor recompensa a que aspiro cuando escribo.

En fin, mi obra está ahí, buena parte se encuentra disponible en sitios diversos de Internet. Aprovecho para invitarlos a encontrarse con ella. Si, además, alcanzo a conocer que les aportó algo de bueno, sería una extraordinaria recompensa para mí.

Muchas gracias.

 

 

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