viernes, 14 de noviembre de 2025

Despedida luctuosa a Irma Martínez Martínez, madre de Alberto Sicilia

 Nos ha dejado la madre de un amigo, la madre de Alberto Sicilia. La muerte de una madre, no nos cansaremos de saberlo, es la desaparición física de la mujer que nos trajo a la vida, porque su rostro, palabras, sonrisa, abrazo, amor, perviven en los hijos hasta que ellos mismos le siguen hacia la eternidad. Y no solo en sus hijos y nietos, sino también en los amigos de sus hijos que tuvieron el privilegio de sentarse a su alrededor.

Esta vez, lo sé, porque tuve el privilegio de ese asiento. Antes de conocer personalmente a Irma Martínez Martínez, fallecida el 9 de noviembre en su pueblo de Cabaiguán (Cuba), su hijo Alberto Sicilia me había hablado en múltiples ocasiones de ella. Como llevaba más de un año sin verla cuando nos conocimos, al mencionarla le brillaban los ojos, se le enternecía la palabra, como cuando el recuerdo reemplaza la imagen que no se aparta del corazón.

Unos años después, vi al amigo afanado en embellecer un cuarto de su casa. “Es que pronto viene mi mamá”, me dijo. A los pocos días ya Irma estaba en Tampa y enseguida la fui a saludar. “Uno de mis amigos”, oyó al hijo, y con una agilidad admirable para sus más de ochenta años se puso de pie para darme un abrazo. Ya habían pasado a verla los amigos de su hijo que la conocían desde Cabaiguán, como Fernando, Nolberto y otros, pero yo recibí el gesto como si también lo hubiera ganado desde antes. Es que las madres son así, adivinan antes que nadie a quienes le quieren a sus hijos. Y cuando la intuición se hace palpable, se convierten en madres también para ellos. Así sentí la mirada de Irma el día en que en Lutz la conocí.

En las visitas siguientes no hizo falta presentación. Algunas veces su abrazo fue el primero al entrar a la casa, porque su sala tenía la delantera, en justa preponderancia. Y como siempre nos sentamos a conversar en el porche, donde no falta un vino y un tabaco, Irma se desplazaba hacia nuestro lado, a oír y decir. Oír, porque quería saber todo de su hijo: sus constantes proyectos literarios, su afán de libros, sus amistades ganadas, sus preocupaciones de mundo; decir, porque quería que todos supieran desde cuando nacieron esos sueños, cómo era su hijo en la niñez, contar una travesura adolescente, un premio o un castigo, un desvelo y los grandes regocijos. Oyendo o diciendo se emocionaba, se le iba la sonrisa y la mirada por toda la biografía del hijo que le nació poeta. Tuvo dos más y los quería seguramente igual, pero el que la trajo a Tampa creció con una luz que a ella le brillaba en los ojos.

El hijo la paseó por Tampa con orgullo. La llevó a casa de sus amigos –a la mía en varias ocasiones–,  a los eventos públicos que frecuenta, a restaurantes para verla disfrutar un plato diferente, a  cada rincón de Ybor City por donde pasaron los héroes cubanos del siglo XIX, a que oyera en el silencio la palabra Cuba donde la dijo Martí y que, ahora, su hijo la estaba repitiendo. Como si no alcanzara tanto recibimiento, brindis, presentación, un día la llevó a un torneo de dominó realizado en un sitio histórico: el club Martí-Maceo. Irma no se asombró cuando el hijo la invitó a ser su pareja en la mesa. No se concentraba en las jugadas de tanta emoción, sin saber si salir con un doble cuatro o un doble seis. Entonces propuso una salida inspirada, la doble blanca, porque con tanta pureza nadie les podría ganar. Obtuvieron el premio, entre risas y abrazos, como si inconscientemente simbolizaran la invencibilidad de la mejor partida:  la del amor maternal.

La última visita a la casa de Lutz estando ella fue para despedirla, pues supe que al día siguiente iba para Cuba. Naturalmente, pensaba regresar a Tampa unos meses después, como hizo la vez anterior, pues Irma Martínez se hizo residente estadounidense para acercarse a su hijo.

Ahora, la triste noticia: que su corazón dejó de latir. Lo supe al levantarme el 10 de noviembre, cuando mi esposa me lo dijo con voz entristecida.  Llamé a Alberto, deshecho en el aeropuerto. ¿Qué le voy a decir? No encuentro palabras para el tamaño de su dolor. Ya ha llorado como un niño, pero no es el llanto que entonces ella pudo acallar. Es un llanto de hombre, consciente de que con la madre se va, definitivamente, el fragmento más tierno de la niñez.

“Cómo es posible que te fueras/ sin importarte las distancias”, clamó el chileno Vicente Huidobro, en unos versos a su madre. No hay distancias, poeta. La madre sigue cerca, donde quiera que esté. En el horizonte imagino una ofrenda floral con la palabra Madre, con una dulce fragancia que la acompañe hacia la infinitud, donde los amigos de su hijo que la conocieron también la seguirán mirando, sonriente, bondadosa, siempre acompañante del hijo en quien nos dejó a un buen amigo. Descanse en paz, Madre.

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