Nos ha dejado la madre de un amigo, la madre de Alberto Sicilia. La muerte de una madre, no nos cansaremos de saberlo, es la desaparición física de la mujer que nos trajo a la vida, porque su rostro, palabras, sonrisa, abrazo, amor, perviven en los hijos hasta que ellos mismos le siguen hacia la eternidad. Y no solo en sus hijos y nietos, sino también en los amigos de sus hijos que tuvieron el privilegio de sentarse a su alrededor.
Esta vez, lo sé, porque tuve el privilegio de ese asiento. Antes de conocer personalmente a Irma Martínez Martínez, fallecida el 9 de noviembre en su pueblo de Cabaiguán (Cuba), su hijo Alberto Sicilia me había hablado en múltiples ocasiones de ella. Como llevaba más de un año sin verla cuando nos conocimos, al mencionarla le brillaban los ojos, se le enternecía la palabra, como cuando el recuerdo reemplaza la imagen que no se aparta del corazón.Unos años después, vi al amigo afanado en embellecer un
cuarto de su casa. “Es que pronto viene mi mamá”, me dijo. A los pocos días ya
Irma estaba en Tampa y enseguida la fui a saludar. “Uno de mis amigos”, oyó al
hijo, y con una agilidad admirable para sus más de ochenta años se puso de pie
para darme un abrazo. Ya habían pasado a verla los amigos de su hijo que la
conocían desde Cabaiguán, como Fernando, Nolberto y otros, pero yo recibí el
gesto como si también lo hubiera ganado desde antes. Es que las madres son así,
adivinan antes que nadie a quienes le quieren a sus hijos. Y cuando la
intuición se hace palpable, se convierten en madres también para ellos. Así
sentí la mirada de Irma el día en que en Lutz la conocí.
En las visitas siguientes no hizo falta presentación.
Algunas veces su abrazo fue el primero al entrar a la casa, porque su sala
tenía la delantera, en justa preponderancia. Y como siempre nos sentamos a
conversar en el porche, donde no falta un vino y un tabaco, Irma se desplazaba
hacia nuestro lado, a oír y decir. Oír, porque quería saber todo de su hijo:
sus constantes proyectos literarios, su afán de libros, sus amistades ganadas,
sus preocupaciones de mundo; decir, porque quería que todos supieran desde
cuando nacieron esos sueños, cómo era su hijo en la niñez, contar una travesura
adolescente, un premio o un castigo, un desvelo y los grandes regocijos. Oyendo
o diciendo se emocionaba, se le iba la sonrisa y la mirada por toda la
biografía del hijo que le nació poeta. Tuvo dos más y los quería seguramente
igual, pero el que la trajo a Tampa creció con una luz que a ella le brillaba
en los ojos.
El hijo la paseó por Tampa con orgullo. La llevó a casa de
sus amigos –a la mía en varias ocasiones–,
a los eventos públicos que frecuenta, a restaurantes para verla
disfrutar un plato diferente, a cada
rincón de Ybor City por donde pasaron los héroes cubanos del siglo XIX, a que
oyera en el silencio la palabra Cuba donde la dijo Martí y que, ahora, su hijo
la estaba repitiendo. Como si no alcanzara tanto recibimiento, brindis,
presentación, un día la llevó a un torneo de dominó realizado en un sitio
histórico: el club Martí-Maceo. Irma no se asombró cuando el hijo la invitó a
ser su pareja en la mesa. No se concentraba en las jugadas de tanta emoción,
sin saber si salir con un doble cuatro o un doble seis. Entonces propuso una
salida inspirada, la doble blanca, porque con tanta pureza nadie les podría
ganar. Obtuvieron el premio, entre risas y abrazos, como si inconscientemente
simbolizaran la invencibilidad de la mejor partida: la del amor maternal.
Ahora, la triste noticia: que su corazón dejó de latir. Lo
supe al levantarme el 10 de noviembre, cuando mi esposa me lo dijo con voz entristecida. Llamé a Alberto, deshecho en el aeropuerto.
¿Qué le voy a decir? No encuentro palabras para el tamaño de su dolor. Ya ha
llorado como un niño, pero no es el llanto que entonces ella pudo acallar. Es
un llanto de hombre, consciente de que con la madre se va, definitivamente, el
fragmento más tierno de la niñez.
“Cómo es posible que te fueras/ sin importarte las
distancias”, clamó el chileno Vicente Huidobro, en unos versos a su madre. No
hay distancias, poeta. La madre sigue cerca, donde quiera que esté. En el
horizonte imagino una ofrenda floral con la palabra Madre, con una dulce
fragancia que la acompañe hacia la infinitud, donde los amigos de su hijo que
la conocieron también la seguirán mirando, sonriente, bondadosa, siempre
acompañante del hijo en quien nos dejó a un buen amigo. Descanse en paz, Madre.



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