lunes, 20 de marzo de 2017

El último jarrete (cuento)

Por Gabriel Cartaya

La desazón con que ­Esperanza respondió al Doctor Loumié cuando éste le preguntó si podía guisarle “aunque sea una caldosa” estaba muy acreditada. ¿Acaso él no recordaba que dos días atrás había re-ga-la-do las provisiones que ella guardó en el congelador? El plural fue una ilusión exagerada de una suegra que debía arreglárselas cada día para que su hija y él, por muy buen médico que sea, más los tres hijos que trajeron al mundo en tiempos de tanta escasés, no se fueran a la cama con depresión estomacal, concepto creado por ella para completar un diagnóstico a medio camino de Su Eminencia, como dijo entonces al facultativo del hogar.
Su primer impulso fue acompañado con un adagio de reproche: el que da lo que tiene, a pedir se atiene. Pero cuando él insistió, agregando que dos colegas estaban al llegar con una botella de ron,  ella sonrió, al darse cuenta de que su yerno se estaba despidiendo de los amigos, tal vez para siempre, porque en los próximos días iría de visita a Estados Unidos y aunque no lo había dicho a nadie, ella estaba segura que el ida y vuelta del pasaje se cumpliría a la mitad.
   Ante el gesto inicial de Esperanza, el Dr. Loumé recordó por primera vez el refrán ”Dichoso Adán que no tuvo suegra”–, oído a su padre, pero no le dio tiempo a expresarlo, contenido el injusto pensamiento con la  aparición de una sonrisa maternal en la que se dibujaron los primeros asomos del manjar.  Sólo entonces se permitió responderle y lo hizo desgranando, como ella, las sílabas esenciales: Yo no he re-ga-la-do nada, mi vieja, sólo he pres-ta-do el hueso protegido por usted.
  Era el último fragmento del puerco criado en el apartamento de tercer piso, sacrificado 15 días atrás para celebrar la noticia feliz: la Oficina de Intereses de Estados Unidos en Cuba le aprobó la visa. Le habían invitado a un congreso de ortopedia en una Universidad de California, donde ofrecería una charla sobre traumatismos de la columna, a partir de los resultados de su mejor investigación. Por suerte la petición, aunque con demasiada lentitud por parte del Ministerio de Salud, le fue concedida tras un largo proceso de investigación alrededor de su comportamiento ideológico. Después vino la gestión de la dichosa visa y cuando finalmente salió, casi a empellones, de la oficina estadounidense en El Vedado, de un golpe comprendió que no habría más cargadera de sancochos,  pues al cerdo de su granja, ya que no a la granja misma, le había llegado la hora.
  No viene al caso evocar la mesa atestada de carne, los chicharrones, los suculentos bistecs a plato lleno, el ­fricasé con toda una paleta, sino el último jarrete, que es el que está en cuestión.  Lo vio entrar al caldero para un ajiaco, acompañando plátanos, boniatos, yuca y la mitad de una malanga reservada para un puré de la bebita, asaltado del pensamiento egoísta de que nadie le disputaría chuparse el hueso postrero de un puerco que le causó tanto desvelo. Por un instante y para reafirmar su derecho, pensó en el atardecer que se vio arrodillado en una cuneta, a la vista de gente pendenciera, disputándole a un perro callejero residuos de comida.
  ¿Cómo, entonces, no iba a poder disfrutar hasta el último hueso de un cochino cuyo comportamiento doméstico desbordó la imaginación orwelliana? Entonces ocurrió lo inesperado, que lo cuento a ver si entienden de una vez lo que fue en mi país el período especial. Cuando cada quien empujó hacia adelante su plato, ya sin la más mínima partícula del exquisito ajiaco, el Dr Loumé comenzó a deslizar con toda calma su mano derecha hacia el hueso que reposaba en el fondo de la fuente, adelantando con la imaginación el sabor  de los zumos escondidos en sus caprichosas oquedades. A su índice y pulgar, hechos tenaza, le faltaban dos pulgadas para llegar a la presa cuando, inesperadamente, su querida y siempre bien ponderada suegra levantó la fuente, con seis palabras, incluido un barbarismo, que le hicieron trizas su ilusión: Ese güeso todavía da una sopa.
  Dicho y hecho. La fuente desapareció en un santiamén. El pobre Loumé sólo atinó a la interjección desolada ¡qué Esperanza!, cuando la vio envolver el último fragmento de su chancho en un nailon gris que fue a dar al fondo del congelador. Quién sabe si fue por vengarse de la madre política, o porque el corazón se le encogió, pero cuando  oyó decir al vecino octogenario que con una cucharada de caldo sería feliz, no lo pensó dos veces para decirle: Te prestaré un hueso, eso sí, me lo tienes que devolver y que eso quede entre nosotros. Total, se tranquilizó, si con una hervidita más no se va a gastar.

  Ahora,  al mirar a su suegra devanándose los sesos para complacerle, el Dr. ­Loumé salió, casi a escondidas,  hacia la casa del vecino con un ruego jovial: Por favor, devuélvame el sustancioso, es que tengo una visita, ¿sabe?, le dijo, como si necesitara aclaración.
                                 Gabriel Cartaya
                          Tampa, 3 de marzo, 2017
 Publicado en La Gaceta, 17 de marzo, 2017.

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