Hace 77 años terminó la vida física del poeta Miguel
Hernández, que al apagarse en una cárcel española el 28 de marzo de 1942, sólo
había cumplido 31 años de edad. Con los pulmones deshechos se despidió “del sol
y de los trigos”, como nos dijo en sus últimos versos, escritos en la pared de
una cárcel de Alicante.
Con tan pocos años, la intensidad de su vida
y obra lo insertaron en la cúspide de las letras, aun cuando no se inscribe
oficialmente en ninguna de las generaciones de escritores españoles con los que
compartió parte de su tiempo. Conoció a los representantes del 1898 que, como
Machado, llegaron
a apreciar su poesía; a los del (19)27,
con quienes está generacionalmente cerca y llega a coincidir en su momento surrealista.
Tal vez, por ello, Dámaso Alonso lo considera como el “genial epígono” de esa generación; otros prefieren ubicarlo en la que ha sido
acuñada como del 36.
Retrato hecho en la cárcel a Miguel Hernández, por el escritor y dramaturgo Buero Vallejo |
Pero Miguel desborda las clasificaciones
literarias, para convertirse en un poeta de todos los tiempos. Su expresión
lírica y natural no nació en un ambiente urbano rodeado de estudiantes
universitarios e intelectuales, sino en los campos de Orihuela, Alicante, donde
el tiempo de los primeros grados escolares tuvo que compartirlo con el cuidado
de cabras, oprimido como el niño yuntero que después nos legó en un precioso
poema. Fue el segundo hijo de una mujer enfermiza y un padre que aspiraba a ser
Alcalde de Barrio. Cuando, en 1925, éste rechazó una beca propuesta por los
Jesuitas para que Miguel siguiera estudios de bachillerato, parecía que pastorear ovejas sería su único
camino.
Sin embargo, se impuso el autodidacta y el
poeta. La asistencia a la biblioteca lo puso en contacto con San Juan de la
Cruz, Gabriel Miró, Paul Verlaine, Virgilio, y los miembros del Siglo de Oro
(Cervantes, Lope de Vega, Calderón de la Barca, Garcilaso de la Vega, Luis de
Góngora) y otros grandes exponentes de la literatura universal. Allí, comenzó a
hacer amistad con otros jóvenes de inquietudes literarias, entre los que se
destaca José Marín Gutiérrez, a quien conocemos por el seudónimo –Ramón Sijé– y
especialmente por la Elegía con que Miguel se dolió de su muerte temprana
–1935–, y que tanto le gustó a Juan
Ramón Jiménez.
Cuentan sus biógrafos que en cuanto Miguel
pudo reunir unas pesetas se compró una máquina de escribir portátil y se la
echaba a la espalda para teclear versos mientras pastaban las ovejas. De allí
salió el poema “Canto a Valencia”, donde sobresalen el paisaje mediterráneo y
los habitantes de la costa levantina, con el que obtiene un premio concedido
por la Sociedad Artística del Orfeón Ilicitano.
El reconocimiento, aunque no tuvo
acompañamiento monetario como él necesitaba, lo motivó a ir a Madrid, donde
llegó por primera vez en diciembre de 1931, con 21 años de edad. Aunque la estancia fue de corto tiempo, se
relacionó con revistas como La Gaceta Literaria y, significativamente,
con miembros de la Generación del 27. De esta experiencia nació su primer
libro, Perito en lunas, que se publicó en 1933 y del que hizo lecturas
en la Universidad de Cartagena, el Liceo de Alicante y otras instituciones.
Cuando llega por segunda vez a Madrid, ya es
un poeta conocido. Encuentra trabajo en las Misiones Pegagógicas y como
redactor de una enciclopedia que preparaba José María de Cossío, de quien se
hizo amigo. Allí conoció a Vicente Aleixandre, Pablo Neruda y otros reconocidos poetas. Es la época de su
relación con la pintora Maruja Mallo, la musa de muchos de sus sonetos
incluidos en El rayo que no cesa.
En este tiempo de su segunda estadía en
Madrid, su poesía va tomando un contenido más social, más representativo de los
pobres, acercándose al compromiso político que lo llevó a defender la República
cuando fue atacada por las fuerzas militares aliadas a las corrientes fascistas
que entonces se afirmaban en Alemania e Italia.
Miguel Hernández comenzaba a insertarse en la
vida cultural y poética de España al comenzar la trágica Guerra Civil. Cuando,
en julio de 1936, se produce la agresión armada contra la República, él está en
Orihuela y se alista inmediatamente entre sus defensores. A los pocos meses es
comisario político del 5.° Regimiento y participa en los frentes por la defensa
de Teruel, Andalucía y Extremadura.
A su vez,
participa en eventos como el II Congreso Internacional de Escritores para la
defensa de la Cultura, en 1937, al que asistieron Antonio Machado, Rafael
Alberti, Nicolás Guillén, César Vallejo y tantos grandes intelectuales
antifascistas.
En medio de la guerra, viajó a Orihuela, a
casarse con Josefina Manresa, con la que tuvo tres hijos, uno de los cuales
murió en sus primeros meses. Los poemas a la esposa y los hijos, en medio de
las grandes privaciones de la guerra, están entre lo más hermoso de la lírica
de todos los tiempos en una circunstancia similar. Leer “Canción del esposo soldado”, más allá
del disfrute por la exquisitez de la rima, conmoverá siempre la sensibilidad.
También en ese tiempo escribió Viento del
pueblo, cuyo poema homónimo dedicó a la 6.ª división del Ejército Popular
de la República.
Pero la guerra la ganaron, en abril de
1939, los que no estaban con el pueblo.
Miguel regresó a Orihuela, sabiendo del
peligro que le acechaba. Entonces se
estaba imprimiendo en Valencia su libro El hombre acecha y ordenaron la
destrucción de toda la edición. Sabiendo que estaban detrás de sus pasos por
haber combatido en defensa de la República, trató de salir de España hacia
Portugal. Pero no escogió un buen lugar y la policía de Salazar –alineada a
Franco– lo detuvo, entregándolo a la Guardia Civil española.
De su estancia en la cárcel, es ese poema
intensamente desgarrador llamado “Nanas de la cebolla”, respuesta a una carta
de la esposa en que le cuenta del hambre que ella y sus dos hijos padecían.
Inesperadamente y por gestiones de Pablo
Neruda y otros intelectuales, lo liberan en septiembre de 1939 y regresa a
Orihuela. Pero muy pronto lo vuelven a
apresar, lo juzgan en marzo de 1940 y lo condenan a muerte, pena que le es
conmutada por 30 años de cárcel dada la enorme presión de intelectuales a su
favor.
El frío y el horror del presidio minaron sus
pulmones. En 1941, lo trasladaron de una prisión de Toledo a un reformatorio en
Alicante, donde compartió unos días la celda con Buero Vallejo. Allí la bronquitis
se agravó con el tifus y finalmente con tuberculosis. El amanecer del 28 de
marzo de 1942 se le paralizó el corazón y aunque sus grandes ojos permanecían
abiertos, se supo que había muerto “con la cabeza muy alta” el poeta pastor que
cantó “vientos del pueblo me llevan”, los mismos vientos del pueblo que lo
dejan, lo perduran, en España y el mundo, donde hoy se le rinden continuos
homenajes y –en gran medida gracias a Joan Manuel Serrat– se cantan sus versos
de memoria.
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