lunes, 8 de junio de 2020

El destino inesperado de George Floyd


Cuando en la tarde del 25 de mayo, George Floyd conversaba con dos amigos en el interior de un auto estacionado en las cercanías de la tienda Cup Foods, en Minneapolis, no podía presentir que estaba viviendo los últimos minutos de su vida, interrumpida por un policía a los 46 años. El guardián, Derek Chauvin, tampoco habría sido capaz de imaginar que su llegada al lugar, ante la llamada a cumplir una misión rutinaria, desencadenaría el final de su profesión y libertad. Uno y otro, sin actos excepcionales que los hubieran dado a conocer más allá de su entorno familiar y laboral cotidiano, se precipitaron sin premeditación hacia un acto que provocó la conmoción social más profunda vivida en la nación estadounidense en las últimas décadas.
     La concurrencia de la casualidad hizo que esa tarde Mike Abumayyaleh no asistiera  a la tienda de su propiedad y quien atendiera a Floyd al llegar a comprar unos cigarrillos fuera un joven desconocido. Al dudar de la legitimidad del billete, quiso que el cliente le devolviera el producto y al no ser complacido llamó a la policía.  En los minutos siguientes se produjo la detención rutinaria,  hasta la inutilización del presunto actor de un hecho delictivo. Ya esposado, boca abajo en el cemento, sin ningún peligro para los defensores del orden, qué pasaría por la mente del oficial Chauvin durante los más de 8 minutos que le mantuvo una rodilla sobre el cuello, aun cuando escuchaba a la víctima desesperada clamando por su necesidad de respirar.
     Todo se hace más inexplicable cuando sabemos que los dos hombres debían conocerse, pues habían coincidido en el mismo lugar de trabajo durante algunos años; el ahora expolicía cuidando del orden en el exterior de un restaurante, mientras el ya difunto cumplía una función similar en su interior. Debieron verse muchas veces, aunque sólo Chauvin puede saber ahora si alguna vez intercambiaron una palabra, un saludo, una sonrisa. Si hubo un mínimo roce, una mala mirada, un gesto antipático que el agente policial guardara en la memoria a la hora de mantener el zapato en su cuello, tal vez no lo sabremos nunca. Pero el hecho de que fuera un hombre blanco quien cometiera un injustificable crimen contra un descendiente de africanos –cuando se han acumulado tantos actos de abuso sobre los seres humanos de piel negra– desató el torbellino de protestas que se extendieron inmediatamente por decenas de ciudades estadounidenses y que, lamentablemente, exceden en muchos casos el propósito reivindicador que las legitima.
     Protestar ante una injusticia es no sólo un derecho de los seres humanos, sino una obligación. “En la mejilla ha de sentir todo hombre verdadero el golpe que reciba cualquier mejilla de hombre”, expresó José Martí en Tampa el 27 de noviembre de 1891 y esas palabras siguen siendo útiles mientras alguien se crea con derecho a interrumpir la respiración de uno de sus semejantes, mucho más grave si el más mínimo móvil racial se aloja en su mentalidad.
Martin Luther King, la figura más emblemática en la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos, optó por la lucha pacífica y sin odios como única vía de conquistar un mundo donde la justicia incluyera a todos los seres humanos, más allá de sus credos o el color de su piel. “Lo que se obtiene con violencia, solamente se puede mantener con violencia”, dijo una vez.  No pedía renunciar a las acciones de protestas, que él encabezó al frente de multitudes. Apelaba a la fuerza moral que imprime a este método de lucha realizarlo sin agredir a otros en sus personas o propiedad.
     Lamentablemente, en las protestas desarrolladas esta vez –justas en tanto enfrentan una conducta policial excesiva y de probable motivación racial– se han realizado actos injustificables de vandalismo, atropellos y ofensas, de tan grave magnitud como el hecho policial que se está condenando. El golpe que haya recibido un agente profesional en el resguardo del orden –sea de origen estadounidense, hispano, afroamericano a asiático– es tan injusto como el trato recibido por Floyd, especialmente si fue dirigido a uno de los policías que no alberga prejuicios raciales.
     Pudo ser casual que fuera Chauvin quien llegó al lugar cuando la policía fue convocada, como pudo concurrir el azar en las decisiones que tomó ­Floyd la tarde del 25 de mayo; pero no es el acaso quien ­determinó el amplio movimiento de protesta  extendido a todos los estados de la nación. Aunque la población afroamericana ha alcanzado enormes logros en el país y su estatus no es comparable con el que enfrentó hasta la década de 1960, hay profundas grietas en el sistema marcadas de racismo, marginación y desconfianza. Muchos ejemplos de maltrato policial hacia personas de piel negra se han venido acumulando en los últimos años y, penosamente, en la actual administración del país se han exacerbado, junto a un mayor rechazo a otras minorías, como la hispana.  El lenguaje de la violencia provoca siempre su incremento y es lo que hemos estado viendo en los últimos días, cuando el discurso del Mandatario ha acudido a ella en sus mensajes, en vez de proclamar una conciliación comprometida con la justicia.
     Ahora, cuando no hemos salido de una pandemia que ha provocado más de cien mil muertes en Estados Unidos, tropezamos con este clima de violencia racial y social ­reactivado con el crimen cometido en Minneapolis. A la enrarecida atmósfera social se suma la política, que en un año de elecciones presidenciales cada partido culpa a su oponente de las fisuras sistémicas en que ambos participan. Para los republicanos no sólo es culpa de los demócratas que en las protestas ocurran actos vandálicos, sino también que un coronavirus haya matado tanta gente. Y claro, para estos es culpa de aquellos. Es triste que en un país civilizado, vanguardia del mundo liberal, institucional y moderno, quepan líderes cuya actitud no coincida con los verdaderos intereses de todos los componentes de la nación.

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