viernes, 18 de junio de 2021

PADRE

 Cuando celebramos el Día de los Padres, hacemos un homenaje a todos los que ostentan la dicha de serlo y miramos detenidamente, en su presencia o memoria, hacia el rostro que identifica a quien nos dio la vida. Por ello me permito recordar a mi padre, con la natural devoción con que cada hijo rememora al suyo.

Ya mi padre no está físicamente entre nosotros, pero nos acompañó casi hasta sus cien años (le faltaron 5 meses y tres días para cumplirlos), como si de tanta dicha familiar hubiera querido prolongar su tiempo de vivir. Hasta unos días antes de su despedida, caminó hasta la playa a bañarse con hijos, nietos y biznietos, que le mirábamos  en el agua o la arena con el encanto de sentirlo nuestro rey. Allí, como en la sobremesa, en las siestas del portal, barriendo el amplio patio, friendo unos chicharrones o ante un programa de televisión, quienes le rodeamos estuvimos siempre atentos a la brotación espontánea de una frase suya, un verso, una anécdota o un aforismo que, para captarlo íntegro, impulsaba a todos a hacer silencio, bajar el volumen al televisor, apagar la radio o, simplemente, aguzar el oído y escuchar con respeto y cariño, aun cuando fuera una expresión recurrente.

El autor de estas líneas en primer plano, con el padre (izquierda),
un hermano  y un tío. En Providencia, Sierra Maestra, 1956.

Fue padre y primer maestro, pues de su mano trazamos –yo y mis hermanos– las primeras palabras en un bohío de la Sierra Maestra. Allí, bajo la luz del sol o de un quinqué, abrimos los libros iniciales y escuchamos las primeras historias, poesías, cuentos, y todo ese universo que se va encumbrando desde las letras. Después fuimos a la escuela, pero fue en la casa donde despertamos al fascinante mundo de la literatura y la historia universal.

Tal vez porque había leído mucho a José Martí, él quiso que aprendiéramos primero la historia propia, antes de ir a “la de los arcontes de Grecia”, como dijo el Apóstol en el luminoso ensayo “Nuestra América”. Por eso prefirió que comenzáramos con La Edad de Oro, que íbamos leyendo mientras él nos hablaba de su autor, contándonos acerca de su vida mientras nos recitaba sus Versos Sencillos. Después nos habló de Carlos Manuel de Céspedes, Antonio Maceo, Félix Varela, de los poetas José María Heredia, Juan Clemente Zenea, Julián del Casal.

Lo asombroso es que, ya al final de su larga vida, volvió a decirnos aquellos versos que disfrutamos en la infancia, quizás mirándonos otra vez como a aquellos niños que, entre cafetales, palmas, algarrobos, cantos de sinsontes y rumor del río, él fue adentrando en la magia inagotable de los libros.

Cuando ya teníamos estudios más avanzados, él siguió siendo el maestro mejor. Siendo yo profesor de historia en secundaria básica y después en una universidad, iba con él a ampliar mis conocimientos, no sólo relacionados con la materia que impartía, sino también sobre literatura universal. Por él leí muy temprano a los franceses Victor Hugo, Balzac, Zola; a los rusos Tolstoi, Dostoievski, Chejov; a los españoles Blasco Ibáñez, Pio Baroja, Juan Ramón Jiménez; a los estadounidenses Edgar Allan Poe, Mark Twain, ­Hemingway; a los latinoamericanos Rómulo Gallegos, Juan Rulfo, José Eustasio Rivera, por sólo mencionar algunos nombres de diversos orígenes.

No sé cómo mi padre se las ingeniaba para llevar a la Sierra Maestra tantos libros, donde no había librerías, bibliotecas o tiendas donde adquirirlos. No recuerdo otra casa en aquella zona rural donde los hubiera, aunque sus dueños tenían cosechas y crianzas más abundantes.

Claro, otros del barrio recordarán a su padre por otras razones, siempre legítimas. Y del barrio al país, al mundo, todos tendremos infinitos motivos para hacerlo. Y si, además de la vida, nos dio la crianza, los primeros cuentos, el ejemplo, el cariño protector hasta vernos ya padres y repetir con nuestros hijos, en el papel de abuelo, las viejas historias, entonces la figura agigantada del Padre se prolonga hacia la eternidad.

 

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