viernes, 11 de noviembre de 2022

 Siempre hemos oído decir que la información es el cuarto poder, aludiendo a que después de los tres que representan al estado (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) es la prensa quien ocupa el lugar más relevante en la elección y mantenimiento del gobierno. Al establecer la doctrina sobre los balances requeridos por los gobernantes para no abusar de sus atributos, Montesquieu argumentó la necesidad de que “el poder detenga al poder”, con la idea de garantizar la libertad política mediante la vigilancia y control recíproco de los poderes separados.

Tomado de:https://www.tironi.cl/un-mundo-en-mutacion/la-ruta-de-la-posverdad


Más adelante, se entendió la influencia que tendría la prensa (la información) en el triunfo de los políticos encargados de detentar cada uno de esos poderes y en la construcción de una narrativa de apoyo o condena a los mismos. El origen de esta conceptualización se remonta al siglo XVIII, cuando el político británico Edmund Burke, al señalar hacia la tribuna de la prensa, dijo que allí estaba sentado el cuarto poder. Aunque entonces no se le dio mucha importancia, en el siglo siguiente el filósofo Thomas Carlyle recordó aquel postulado y desde sus escritos comenzó a afianzarse como lo conocemos en la actualidad.

En los más de dos siglos de democracia occidental, extendida a diversos países asiáticos y africanos con diversidad de componentes, el concepto de la prensa como cuarto poder ha sido legitimado desde la aceptación de su enorme influencia en los asuntos sociales y políticos que determinan los cambios de gobierno. En ese camino, no siempre la verdad ha sido vigilada como componente moral y cívico que determine el ascenso al poder. En algunos casos, los políticos mismos han expresado que lo importante no es la legitimidad detrás de la expresión, sino la repetición de un mensaje que penetre en la mentalidad ciudadana. Se le atribuye a Joseph Goebbels –jefe de campaña electoral de Adolfo Hitler y después su ministro de Propaganda– la frase cínica de que una mentira repetida muchas veces se transforma en una verdad.

Sin embargo, en la época digital en que vivimos resulta más peligrosa la deformación de la verdad, al modificar la realidad de los hechos y convertirlos en noticias que circulan por la red entre miles de millones de habitantes de todo el planeta. Ello se agrava al mezclarse con un término aparecido en el tiempo de la llamada posmodernidad, cuando entre los tantos pos hay uno que corresponde a la llamada posverdad, considerada por la Real Academia de la Lengua Española (RAE) como “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales. Los demagogos son maestros de la posverdad”.

Por más que la expresión se intente legitimar en la condición humana de la emotividad, la posverdad puede mover a millones de personas a defender una mentira conscientemente elaborada para influir en la conciencia de las personas. Seguramente, detrás de cada proceso electoral en las llamadas democracias, siempre han penetrado en el discurso político elementos de lo que ahora llamamos posverdad. Pero Estados Unidos, que se enorgullece de tener la democracia más avanzada y duradera del mundo, entre 1878 y 2016 tuvo elecciones cuyos resultados fueron acatados sin que se cuestionara su verdad.

En cambio, a los 228 años de esa experiencia admirada mundialmente, el candidato perdedor –siendo presidente al término de su primer mandato– no sólo negó la legitimidad del proceso electoral condenando todas las instancias implicadas en el mismo, sino que echó a volar su propia posverdad, una mentira edulcorada que fue calando entre sus admiradores y cuyo filo más peligroso no sólo torció la verdad, sino también la voluntad de políticos republicanos que temieron perder su poder, si se enfrentaban al volcán populista que empezó a crecer alrededor de la imagen de una gorra roja que, de haber estado en la cabeza de su oponente, le habrían tildado de filocomunista por su color.

En el marco de las elecciones de medio término del 8 de noviembre de 2022, oigo sin cesar –entre otros, a varios amigos– que la economía anda mal por culpa del actual Presidente, desconociendo u ocultando que el capitalismo es más fuerte mientras menos intervenga el estado en las leyes que rigen el mercado, como en su tiempo estableció Adam Smith, uno de los grandes pensadores que construyó las bases teóricas del sistema. Pero podría aceptarse como válida la aseveración, por la influencia –no determinante– del gobierno en algunas zonas de la economía.

Lo asombroso es cuando hay quienes afirman sin argumentos que el actual Presidente es comunista, tomando como veraz la posverdad acrítica que sus pobres oídos han ido escuchado una y otra vez. Entonces salen a repetirla con tanto afán que, sumando adeptos, podrían llevar otra vez a la presidencia al constructor de una mentira que podría dañar seriamente la legitimidad de la democracia.

 

 

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