domingo, 26 de noviembre de 2023

Diego Rivera: Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central

 Como esta página tiene una motivación medularmente histórica –la afirmación de la memoria colectiva– es lógico que las efemérides constituyan una fuente de motivación en la selección del contenido que continuamente compartimos. Esta vez, observamos que el 24 de noviembre de 1957 se produjo la muerte del pintor mexicano Diego Rivera, uno de los artistas mexicanos más reconocidos, esencialmente por ser un pionero del muralismo, movimiento artístico iniciado en México a principios del siglo XX, a partir de pinturas realistas y monumentales creadas en espacios públicos.

Cuando se habla de pintura mural, extendida en el mundo con un fuerte contenido social, se piensa en las figuras fundadoras más relevantes, como David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco, pero es Diego Rivera quien primero llega a la memoria, tal vez tanto por su obra como por la relación sentimental que sostuvo con  Frida Kahlo, también pintora de renombre universal.

¿Qué decir, en pocas líneas, acerca de una obra tan fructífera como la de Diego Rivera? Sus datos biográficos, desde el  nacimiento en la Ciudad de México el 8 de diciembre de 1886, se inician con un nombre particularmente extenso, como queriendo advertir con el bautizo (Diego María de la Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de Rivera y Barrientos Acosta y Rodríguez) que su vida sería abarcadora.


Desde entonces, hasta el deceso en la fecha que conmemoramos, hay en su vida un ascenso hacia el pináculo del arte hispanoamericano y desde este al universal, en el que múltiples obras dan fe de su riqueza estética. Entre su  primer mural, en 1922, al que llamó La creación, en el interior de un anfiteatro en la Universidad Nacional de México, y El Niño del Sputnik, una obra que dejó inconclusa al morir con 70 años,  hay un mural en el que he concentrado la atención de esta página, cuyo título es tan hermoso como la obra:  Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central.

Aunque en otros murales pone el acento en la historia de su país –Epopeya del pueblo mexicano (1929-1935) , por ejemplo–, hay en el Sueño de una tarde… una síntesis de la evolución de México desde la época de la conquista hasta el siglo XX, expuesta a través del rostro de decenas de figuras históricas en cuyo centro se alza una silueta  mítica, La Catrina, un símbolo sobresaliente en el Día de los Muertos y  que Rivera refleja con una estola de plumas, como evocando al dios Quetzalcóatl. La Catrina, en el mural, sostiene con su mano izquierda a un niño en el que Rivera se representa a sí mismo y, curiosamente, entre los rostros que continúan  a su izquierda se destaca el de José Martí, quien es también parte de la historia mexicana y a quien el artista le da un gran relieve, como le otorga a Benito Juárez,  Miguel Hidalgo, José María Morelos y otros próceres de su país.

Seguramente Rivera, quien estuvo varias veces en La Habana y conocía sobre el tiempo mexicano del poeta cubano –el pintor era amigo de Justo Sierra, quien fue en su juventud amigo de Martí– pudo imaginarse al joven desterrado caminando frente a aquella Alameda Central, conversando enamorado con la hermosa mexicana Remedios de la Peña, con el amigo pintor Manuel Ocaranza, o con Carmen Zayas Bazán al iniciar el noviazgo con la camagüeyana. De todos modos, el realce que en esa obra de  4.17m x 15.67m le da a Martí, justamente el primero a su derecha –detrás tiene a Frida Khalo con una mano sobre su hombro infantil– muestra la admiración que debió tener por el autor de los Versos Sencillos.

También,  el artífice de Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, sintió una profunda atracción por la ciudad de La Habana, a la que visitó muchas veces. Hay múltiples referencias   a ello, como prueban sus palabras en una entrevista que le hizo Antonio Martínez Bello en 1950: “Yo fui por primera vez a La Habana cuando tenía diez años –es decir, que debió ser alrededor de 1896–. Tuve, pues, la gran suerte de conocer La Habana de calles entoldadas, con volantas ocupadas por bellas damas (…) Más tarde, mucho más, cuando la revolución contra Machado (1933), yendo para Nueva York, desembarqué para ir a almorzar arroz blanco con tasajo y boniato y beber guanábana en refresco, que adoro. Cuando lo hacía acompañado de Frida, mi mujer, oímos unos pistoletazos de automática y pocos momentos después dos chicos entraron, y saludando dijeron: Compañero Rivera, le hemos servido de postre a Magriñat”.

Tal vez fuera una broma, pero en la expresión se nota la complacencia por el ajusticiamiento de Pepito Magriñat, quien había participado en el asesinato de Julio Antonio Mella en México y el mismo que vino a Tampa con el fin de preparar un atentado contra Victoriano Manteiga por ser antimachadista, como lo fue Mella, con quien Rivera tuvo amistad.

De manera que en esos tejidos insondables de la historia que tan profundamente conmovieron la conciencia del pintor mexicano, a quien recordamos en el 66.° aniversario de su desaparición física, una obra como Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central es, más que un sueño, una memoria americana hacia el mejoramiento del universo.

 

 

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