viernes, 12 de enero de 2024

Dulce María Borrero, en el 79 aniversario de su muerte

 El 15 de enero de 1945 murió en La Habana Dulce María Borrero, a los 61 años de edad. Aunque es una figura imprescindible en la historia de la literatura y  pedagogía cubanas, apenas aparece su nombre –y mucho menos sus propuestas pedagógicas– en el ámbito escolar de las últimas décadas, cuando su utilidad formativa debería no solo aprovecharse en su país, sino desbordar sus fronteras.

Probablemente, hacia las décadas de 1970-80 los maestros cubanos escucharon más el nombre de Nadezhda Krúpskaya –ajena a la tradición pedagógica de la Isla– que el de Dulce María Borrero,  cuando ella ocupó un lugar muy visible en el ámbito pedagógico de la primera mitad del siglo XX de su país. La también poetisa y bibliógrafa nació en La Habana el 10 de septiembre de 1883, en una familia de reconocidos intelectuales, como lo fue su padre Esteban Borrero (médico, pedagogo, poeta, narrador) y su hermana Juana Borrero (poetisa modernista y pintora).

Dulce María, al nacer en un ambiente en que sus padres simpatizaban con la independencia de la Isla, tuvo que salir al exilio muy temprano y a los 12 años   está viviendo en Cayo Hueso, donde se integra a la efervescencia patriótica  que caracterizó a sus compatriotas emigrados. Allí, en revistas cubanas  dio a conocer sus primeros versos. Más tarde se trasladó con la familia a Costa Rica, donde vivió hasta el regreso a La Habana en 1899, recién concluida la  Guerra de Independencia.


Durante las primeras décadas de la República nacida en  1902, Dulce María tuvo un ascendente papel en la cultura de su país. En 1908, recibió el primer premio de los Juegos Florales del Ateneo de La Habana y en 1910, al crearse la Academia Nacional de Artes y Letras de Cuba, la hicieron miembro de número. Después fue codirectora, junto a Miguel Ángel Carbonell, de los Anales de esa institución. En 1935 ocupó la dirección de Cultura del Ministerio de Educación y en 1937 fundó la Asociación Bibliográfica de Cuba. En medio de estas responsabilidades, escribió una extensa obra poética y en prosa, destacándose sus escritos relacionados con la educación, aunque también de gran valor y muy adelantadas  para su época sus consideraciones cívicas, sociales y, llamativamente, su defensa de los derechos femeninos, lo que se aprecia en artículos suyos como  “La fiesta intelectual de la mujer: su actual significado; su misión ulterior” (1935) y “La mujer como factor de paz” (1938).

Asimismo, fue reconocida como una genial  bibliógrafa, tanto por sus aportes a la ciencia del estudio general del libro,  como en sus recomendaciones para el ordenamiento y dirección de una biblioteca.

Aunque sobre cada una de las vertientes en que se destacó Dulce María Borrero pudiera escribirse un extenso ensayo,  nos detenemos en el ámbito pedagógico por la trascendencia de su ideario. En el proceso de creación  de un sistema de enseñanza en Cuba a inicios de la República, el nombre de Dulce María fue sobresaliente.  Cuando, en 1916, los miembros de la Sociedad Cubana de Estudios Pedagógicos estudiaron cómo adaptar las corrientes educativas internacionales a la realidad cubana, ella tuvo un papel destacado. Entre  ellos, se tomó el ejemplo de la llamada Escuela Nueva, con el concepto del pedagogo estadounidense John  Dewey sobre la autonomía del escolar, enfatizando que solo se podría alcanzar una plena democracia  a través de la educación y la sociedad civil. Bajo esta influencia, Borrero propuso que el niño fuera tratado como sujeto del aprendizaje y de la educación al servicio de la vida. En una conferencia dictada en 1938, titulada “Nuevo sentido de la misión del maestro en la escuela renovada”, consideró a la Escuela Nueva como una reacción positiva contra el atraso de la metodología pedagógica tradicional, y se pronunció por la reforma de las Escuelas Normales cubanas, nacidas en 1916.

Como expresó Dimas Castellanos en su escrito “La pedagogía de Dulce María Borrero: el único remedio a nuestros males”, ella “manifestó la admiración por las ideas de Pestalozzi acerca de que los niños deben aprender a través de la actividad, ser libres de perseguir sus propios intereses y deducir sus propias conclusiones. En la Revista de Instrucción Pública, de la cual fue redactora entre 1926 y 1928, publicó textos como: ‘Misión suprema y supremo deber del maestro’, ‘Las Escuelas Normales de verano’, ‘La vida del niño campesino de Cuba’, ‘Viajes de instrucción a los maestros’, ‘La ornamentación de la escuela’, ‘Instrucción complementaria del maestro’, ‘La cooperación de los maestros y los padres de familia’ y ‘La vocación y la escuela’. Todos conforman un compendio de observaciones, criterios y propuestas para elevar el nivel de la pedagogía cubana”.

La labor de ella en defensa de la escuela pública, del papel del maestro en la sociedad y sobre el carácter formador de la escuela, resultan una fiel continuidad y adaptación a su tiempo de los grandes pedagogos cubanos del siglo XIX como fueron el padre Félix Varela y José de la Luz y Caballero. Deberían, por tanto, ser un antecedente legítimo a la pedagogía de nuestro tiempo.

Mucho hay que agradecerle a aquella exquisita poetisa, a quien debemos también la iniciativa de celebrar en Cuba el Día de los Padres, hecho realidad el 19 de junio de 1938. Con ello los padres, como los educandos, bibliófilos, mujeres, amantes de la poesía y de la cultura en general, podemos agradecer a aquella inteligente y sensible mujer, en este 79 aniversario de su ausencia física, toda la luz que trajo al mundo.

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