jueves, 11 de junio de 2015

El sancocho de la razón (cuento)

Por Gabriel Cartaya

La caída de un balde de sancocho cambió el destino del Dr. J. Loumé.  Con 45 años bien cumplidos, se había convertido en uno de los médicos más prominentes de su entorno, alcanzando altos reconocimientos en su país y atención en varias publicaciones especializadas a nivel internacional. Especialista en Ortopedia y con un alto grado científico, se le respetaba tanto en la consulta del hospital, como en el aula de la Facultad de Medicina donde ejercía como profesor.
El atardecer que desvió el cauce por donde avanzaba la vida ordenada del Dr. J. ­Loumé,   fue un rayo de sol vespertino quien, antes de perderse en la belleza del golfo, alumbró el cuadro alucinante desde el que brotó una pregunta que se planteaba por primera vez: ¿Qué hago yo aquí?
Aquí era el lugar donde se le cayó de  la bicicleta el dichoso balde de sancocho, al reventarse la soga de yarey envejecido que le servía de asa. Dos meses atrás, un paciente de La Sierra le había regalado un cerdo que, según dijo, pesaba 120 libras en pie. Eso daría, ­calculó el  ­científico  mentalmente,   unas 90 libras en limpio. Comprar esa cantidad de carne equivalía a unos 1800 pesos, que venían a ser, para él que ganaba un buen salario, tres meses de trabajo.
Aunque su esposa, también médico, imaginó entusiasmada una tanda de bistecs para el día siguiente, el Dr. J. ­Loumé anunció, con el mismo acento de defender una tesis científica: Necesitamos levantarlo hasta las doscientas libras.
Al día siguiente regó la noticia entre sus amigos, algunos médicos como él: Cualquier sancochito que sobre por la casa, me lo guardan. Sabía que estaba pidiendo peras al olmo, porque donde quedaba un poquito de arroz de la comida, un rayo de luz alumbraba el almuerzo del día siguiente. Era el día a día de los años noventa en Cuba, a los que se había llamado, irónicamente, “período especial”.
A pesar de todo, el querido galeno encontró oídos receptivos, sobre todo en amigos que trabajaban en gastronomía. A veces tenía que recorrer varios kilómetros en su bicicleta china, pero había jurado que al cerdo de su casa nunca lo esperaría el anochecer sin un bocado de alimento.
Esa tarde, después de un día  agotador  en el Hospital Clínico Quirúrgico y de haber impartido una conferencia magistral en la Facultad a un grupo de médicos, montó en el biciclo radiante de alegría. El administrador de un restaurante cercano le había llamado, con la noticia de haber recibido una carreta  llena de viandas y que podía recoger, detrás de la cocina, una gran cantidad de pedazos de yuca y boniatos inservibles para el comedor. Sin quitarse la única bata blanca, que le cubría hasta las rodillas y era su lujo, salió a recoger aquella riqueza para su marrano. La suerte estaba de su lado, porque una cocinera le rellenó la vasija, con un poco de sopa agria que el esposo no había llegado a recoger.
Comenzó a pedalear despacio y el aire del atardecer le refrescaba el rostro. Como guiaba de bajada, no tenía que esforzarse con los pedales. Iba verdaderamente contento, recordando los primeros días en que subía al hospital, recién graduado de Medicina. Después pensó en la reciente propuesta para trabajar en el Instituto de Ortopedia, en la capital. Iba tan pletórico de sueños, que apenas se dio cuenta que debía detenerse en la intersección, para ceder el paso a un autobús repleto de gente hasta en los estribos.
Con el frenazo, el asa del balde se reventó y comenzó a rodar hasta detenerse, acostado, a unos tres metros del doctor.  Cuando el cubo chocó contra el pavimento, una parte del sancocho líquido le salpicó el rostro y una gran cantidad cubrió el frente de su bata blanca, pero él no tuvo tiempo de reparar en aquel estrago, concentrando toda su conciencia en la recuperación de tan estimada carga.
Sin pensarlo dos veces y sin mirar hacia un vecindario asomado al deprimente espectáculo, se lanzó al pavimento a recoger la porción sólida del sancocho. Involuntariamente, había asumido una posición cuadrúpeda para agilizar el rescate del botín, desparramado en cinco metros alrededor. Ya iba por la mitad de la vasija cuando, al levantar la vista por primera vez, comprendió el inminente peligro que le venía encima. Un perro oscuro, enseñando los dientes, avanzaba en su dirección. En el primer segundo se puso en guardia para evitar una mordida, pero al instante comprendió que el interés del can estaba en la comida.
El instinto del sabueso, en cambio, no le alcanzó para olfatear que se encontraría con un rival encarnizado, en cuatro patas como él, dispuesto a defender su legítimo derecho sobre cada pulgada de bazofia. Cuando el perro gruñó, el médico gruñó más alto, avanzando hacia él. “El sancocho es mío, perro e’ mierda”, gritó en el instante irracional, atacando al perro injerencista con ímpetu de miliciano, hasta arrancarle de la garganta el mejor trozo de boniato.
Por el gesto humano de cubrirse el rostro con una mano, el Doctor J. Loumé se descubrió con la boca abierta, tan abierta como la boca del perro. Fue exactamente el instante en que, desde lo más profundo de su conciencia reencontrada, le brotó la espontánea expresión que iluminó el cambio de su rumbo. Se puso de pie, temblando al reconocerse, visiblemente transfigurado y le dio una patada al balde de sancocho, con tanta fuerza, que vino a encajarse en el pescuezo del perro. Entonces gritó tres veces seguidas, para que todos le oyeran: ¿Qué hago yo aquí?

Nueve meses más tarde, el Dr. J. Loumé se asomó por la ventanilla del avión que lo llevaba a un Congreso Internacional de Ortopedia, en Estados Unidos. Mientras veía achicarse la difusa silueta de la isla en el horizonte, sólo un instante apartó de su mente la imagen de su esposa, los hijos, la familia y tanta gente querida que dejaba atrás. Fue el segundo fugaz en que el recuerdo del balde de sancocho le provocó una triste sonrisa de despedida

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