viernes, 19 de mayo de 2017

El 19 de mayo de 1895 en Dos Ríos: “en peligro de dar mi vida”

Por Gabriel Cartaya

El domingo, 19 de mayo de 1895, José Martí madrugó con el contento de saber que aquel largo campamento se estaba terminando y al fin podría seguir hacia las tierras de Camagüey.  Amaneció más protegido que nunca, pues al otro lado del río, en Vuelta Grande, está  Bartolomé Masó con unos trescientos hombres armados. Llegaron a Dos Ríos al oscurecer del sábado y después de saludar a Martí y a los 10 o 12 hombres que le acompañaban, siguieron hasta La Vuelta Grande, al otro lado del Contramaestre, donde acamparían y sostendrían, al día siguiente, la necesaria conversación.
   Casi una semana llevaba Martí en la finca La Bija, en la casa campamento  de Rafael Pacheco. La razón de  la  demora se explica  por la necesidad  de reunirse con Bartolomé Masó. Este se había desplazado hasta  Sabana Hato del Medio, cumpliendo una citación de Antonio Maceo para una concentración de  fuerzas que al final fue suspendida; pero cuando Martí y Gómez pasaron por aquel lugar, suponían al General manzanillero en sus propios predios. El día 12, al saber su destino, le escriben citándolo a Dos Ríos. Tres días después, a falta de noticias suyas, vuelven sendas cartas del General y el Delegado para reiterarle la urgencia del encuentro: “Para seis días va ya que andamos buscándolo (...) en estas tierras de donde creímos que andaría cerca”.
 Mientras esperaba por Masó, Martí escribe la extensa “Circular A los Jefes y Oficiales del Ejército Libertador”, donde se ajustan medidas, comportamientos, principios, que seguramente no se habían elaborado antes porque se preveía  la creación pronta del gobierno que se ocuparía de ello. Pero ante la demora de la proyección  constitutiva, se tornaba imprescindible establecer la política de la guerra. El resto de la semana, a más de las ocupaciones  propias de campamento –con el placer del baño en  el río Contramaestre–, el Maestro y sus ayudantes estuvieron reproduciendo la Circular para que llegara a todos los jefes y oficiales de la manigua.
 El 18 de mayo fue un buen día, aunque sin tiempo para reflejarlo en el Diario de Campaña. Probablemente iba a escribir en  él  cuando  terminara  la carta a su amigo Manuel Mercado, pero ni ésta pudo concluir. De todos modos, en su última epístola escribió pronunciamientos ideológicos tan concluyentes, que muchos la  consideran un testamento antimperialista: “Cuánto hice hasta hoy, y haré, es para eso: impedir a tiempo que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”. Pero también, la carta al amigo da luz sobre sus próximos pasos, demeritando opiniones a veces delirantes sobre una posible salida suya del escenario de la guerra, o  una motivación suicida en la coronación de un viacrucis predestinado.
Obra de Alberto Nuevo,
  Manzanillo, Cuba, 2001
 Cómo creer en una evasión del héroe, cuando afirma, el 18 de mayo, que al terminar la entrevista con Masó “seguimos camino al centro de la isla”.
 Todo lo que habla de ese  viaje a Camagüey –anunciado a Salvador Cisneros Betancourt desde Dos Ríos–,  tiene que ver con la formación del gobierno, porque valora la posibilidad de que a fines de julio ya estén creadas las condiciones para la reunión de la Asamblea Constituyente. Por ello dice al hermano mexicano: “Puede  aún tardar dos meses, si ha de ser real y estable, la constitución de nuestro gobierno”.   Después de su muerte este proceso se dilató y vino a materilizarse en septiembre de aquel año, en Jimaguayú. Iba a extenderse en la carta a Mercado, a quien no le escribía hacía mucho tiempo. Ya iniciaba confesiones más íntimas, “puesto delante lo de interés público”,  cuando la pluma se levanta de la palabra “honestidad”, ante el sonido de una caballería que no le dejó terminar la frase: ¡Al fin, Bartolomé Masó!
 También fue buena la noche. Tanto sabía el Maestro del Héroe de Bayate que, al abrazarlo, siente como si lo conociera de toda la vida. Conversaron, de taburete a  taburete, en  el  bohío  campesino de  La  Bija, alumbrándose con velas la primera parte de la noche. Después de un diálogo de comprensión, el ilustre manzanillero volvió a su montura para llegar a la Vuelta Grande,  al otro lado del río. Sin embargo, José Martí no tuvo  calma ni tiempo para volver a la escritura. Se acostó un poco. Todavía dormían los gallos en Dos Ríos cuando él, a orillas del caballo ensillado, garabateó una hoja de papel extraída de las alforjas, para que alguien  corriera a Gómez con la noticia:  “Como a las 4 salimos, para llegar a tiempo a La Vuelta a donde pasó desde las 10 la fuerza de Masó. [...]  No estaré tranquilo hasta  no verlo  llegar  a Ud”.  
 Al filo del mediodía Martí estaba tranquilo y eufórico.   Gómez lo anotó en su  Diario:  “Pasamos  un  rato de verdadero entusiasmo (...) Martí habló con verdadero ardor y espíritu guerrero”.  A un lado se veía la inmensa plaza de  hierba verde, al otro la floresta copiosa, atajada por la corriente desbordada del Contramaestre, silenciada ante  la voz que se fue desgranando en la tribuna telúrica de sus márgenes; en el cielo unas nubes oscuras dieron sombra un instante a la sabana, para que los trescientos hombres que aplaudían pudieran ver bien la luz que acompañaba al tribuno, con una voz nunca oída: el  Apóstol diciendo que él iría hasta la cruz para ver libres a los hombres y a la patria.  A Manuel Piedra Martel, que estaba oyendo, le pareció ver  “a Moisés en el desierto, guiando a los judíos hacia el país de Canaán y trasmitiéndoles los Diez Mandamientos escuchados  en las teofonías del  Sinaí”.    
 El fuego del sol, pasado el cenit, estaba  en el pecho de los hombres –mientras cambiaban las miradas de Martí a Gómez, de éste a Masó, a Borrero y otra vez a Martí–, cuando de repente una voz gritó que se acercaba una tropa española. El temperamento  del  Viejo  –a casi veinte años de sus últimos combates– fue más rápido que su cerebro de jefe militar. Al trueno de su voz, los hombres saltaron a unos caballos que fueron puestos a todo galope, pero a los pocos kilómetros supieron que la tropa española no estaba en ese lado del  río, donde habrían dado una magnífica carga de caballería.
 En aquel momento, los españoles habían acabado de llegar, bajo el mando del Coronel Ximénez de Sandoval, por el camino de Remanganaguas.  No era este su destino, pero los atrajo la información de que en este lugar acampaban, con poca gente, los más grandes jefes insurrectos. Preparó a su tropa en escalones oblicuos, para cubrir todos los senderos por donde podía avanzar la caballería cubana, incluyendo el paso del Salvial, por donde los lugareños cruzaban el río.
 Máximo Gómez no sabía la ubicación enemiga, ni cuántos eran, aunque él nunca miró si las fuerzas contrarias triplicaban las suyas a la hora de arremeter. Cuando llegó al paso de Dos Ríos, vio que su vanguardia eludía la creciente, buscando un paso mejor. Lanzó su alazán al peligro de la creciente, con el Estado Mayor detrás y un grupo de valientes que le secundan. ¡Allí iba José Martí!, dijeron después varios testigos: Gómez –aun cuando sus versiones son varias y contradictorias–, Dominador de la Guardia, Marcos del Rosario,  Manuel Piedra Martel, Enrique Céspedes Romagoza, Masó Parra y el mismo Angel de la Guardia –su único compañero en el trance final.
 A poco más de un kilómetro de vadear el río, chocan  con la avanzada enemiga, la que fue aniquilada. Algunosos españoles caen, otros huyen. Es el momento en que el Generalísimo, en el ardor de la primera arremetida victoriosa, ordena la táctica del combate:  A Paquito Borrero, que con unos hombres avance por el flanco derecho, pegándose al río. Él se abrirá por el flanco izquierdo, para entrar por la retaguardia enemiga.  Masó y los suyos atacarán por el centro. En aquel instante, al mirar a Martí transfigurado, tal vez le gritó que se quedara  atrás, como él dijo después haberle ordenado. Pero todavía, soltando las bridas, le pidió a un soldado desconocido –Ángel de la Guardia– que acompañara al Delegado.
 Por un instante, Martí tuvo a su caballo enfrenado. ¿Cómo podría obedecer a Gómez? Había llegado la hora de entrar a la caballería. Mira al soldado de veinte años,  sin saber  su nombre: Vamos a la carga, joven. Tal vez pensó que cortando espacio, en la línea recta, podría alcanzar al grupo de Borrero. Mira hacia la casa de Rosalío Pacheco, con las puertas cerradas.  Atraviesa la talanquera, seguido de Angel. Volvió a espolear, aflojando las bridas. A un lado ve temblar la piel cuarteada de un dagame, al otro mecerse a una jatía y más allá unos maniguazos ocultando el trillo del Salvial. Lo alumbra un rayo de sol que atraviesa las nubes, cuando un plomo le rompe el pecho, otro le corta un verso en la garganta, y cae a la tierra enrojecida.  
 (Tomado de mi libro inédito Domingos de tanta luz y publicado en La Gaceta, el 19 de mayo, 2017)


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