Por Gabriel Cartaya
El domingo, 19 de mayo de 1895, José Martí madrugó con el contento de saber que aquel largo campamento se estaba terminando y al fin podría seguir hacia las tierras de Camagüey. Amaneció más protegido que nunca, pues al otro lado del río, en Vuelta Grande, está Bartolomé Masó con unos trescientos hombres armados. Llegaron a Dos Ríos al oscurecer del sábado y después de saludar a Martí y a los 10 o 12 hombres que le acompañaban, siguieron hasta La Vuelta Grande, al otro lado del Contramaestre, donde acamparían y sostendrían, al día siguiente, la necesaria conversación.
Casi una semana llevaba Martí en la finca La Bija, en la casa
campamento de Rafael Pacheco. La razón
de la
demora se explica por la
necesidad de reunirse con Bartolomé
Masó. Este se había desplazado hasta
Sabana Hato del Medio, cumpliendo una citación de Antonio Maceo para una
concentración de fuerzas que al final
fue suspendida; pero cuando Martí y Gómez pasaron por aquel lugar, suponían al
General manzanillero en sus propios predios. El día 12, al saber su destino, le
escriben citándolo a Dos Ríos. Tres días después, a falta de noticias suyas,
vuelven sendas cartas del General y el Delegado para reiterarle la urgencia del
encuentro: “Para seis días va ya que andamos buscándolo (...) en estas tierras
de donde creímos que andaría cerca”.
Mientras esperaba por Masó, Martí escribe la extensa “Circular A los
Jefes y Oficiales del Ejército Libertador”, donde se ajustan medidas,
comportamientos, principios, que seguramente no se habían elaborado antes
porque se preveía la creación pronta del
gobierno que se ocuparía de ello. Pero ante la demora de la proyección constitutiva, se tornaba imprescindible
establecer la política de la guerra. El resto de la semana, a más de las
ocupaciones propias de campamento –con
el placer del baño en el río
Contramaestre–, el Maestro y sus ayudantes estuvieron reproduciendo la Circular
para que llegara a todos los jefes y oficiales de la manigua.
El 18 de mayo fue un buen día, aunque sin tiempo para reflejarlo en el
Diario de Campaña. Probablemente iba a escribir en él
cuando terminara la carta a su amigo Manuel Mercado, pero ni ésta
pudo concluir. De todos modos, en su última epístola escribió pronunciamientos
ideológicos tan concluyentes, que muchos la
consideran un testamento antimperialista: “Cuánto hice hasta hoy, y
haré, es para eso: impedir a tiempo que se extiendan por las Antillas los Estados
Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”. Pero
también, la carta al amigo da luz sobre sus próximos pasos, demeritando
opiniones a veces delirantes sobre una posible salida suya del escenario de la
guerra, o una motivación suicida en la
coronación de un viacrucis predestinado.
Obra de Alberto Nuevo, Manzanillo, Cuba, 2001 |
Cómo creer en una evasión del héroe, cuando afirma, el 18 de mayo, que
al terminar la entrevista con Masó “seguimos camino al centro de la isla”.
Todo lo que habla de ese viaje
a Camagüey –anunciado a Salvador Cisneros Betancourt desde Dos Ríos–, tiene que ver con la formación del gobierno,
porque valora la posibilidad de que a fines de julio ya estén creadas las
condiciones para la reunión de la Asamblea Constituyente. Por ello dice al
hermano mexicano: “Puede aún tardar dos
meses, si ha de ser real y estable, la constitución de nuestro gobierno”. Después de su muerte este proceso se dilató
y vino a materilizarse en septiembre de aquel año, en Jimaguayú. Iba a
extenderse en la carta a Mercado, a quien no le escribía hacía mucho tiempo. Ya
iniciaba confesiones más íntimas, “puesto delante lo de interés público”, cuando la pluma se levanta de la palabra
“honestidad”, ante el sonido de una caballería que no le dejó terminar la
frase: ¡Al fin, Bartolomé Masó!
También fue buena la noche. Tanto sabía el Maestro del Héroe de Bayate
que, al abrazarlo, siente como si lo conociera de toda la vida. Conversaron, de
taburete a taburete, en el
bohío campesino de La
Bija, alumbrándose con velas la primera parte de la noche. Después de un
diálogo de comprensión, el ilustre manzanillero volvió a su montura para llegar
a la Vuelta Grande, al otro lado del
río. Sin embargo, José Martí no tuvo
calma ni tiempo para volver a la escritura. Se acostó un poco. Todavía
dormían los gallos en Dos Ríos cuando él, a orillas del caballo ensillado,
garabateó una hoja de papel extraída de las alforjas, para que alguien corriera a Gómez con la noticia: “Como a las 4 salimos, para llegar a tiempo a
La Vuelta a donde pasó desde las 10 la fuerza de Masó. [...] No estaré tranquilo hasta no verlo
llegar a Ud”.
Al filo del mediodía Martí estaba tranquilo y eufórico. Gómez lo anotó en su Diario: “Pasamos
un rato de verdadero entusiasmo
(...) Martí habló con verdadero ardor y espíritu guerrero”. A un lado se veía la inmensa plaza de hierba verde, al otro la floresta copiosa,
atajada por la corriente desbordada del Contramaestre, silenciada ante la voz que se fue desgranando en la tribuna
telúrica de sus márgenes; en el cielo unas nubes oscuras dieron sombra un
instante a la sabana, para que los trescientos hombres que aplaudían pudieran
ver bien la luz que acompañaba al tribuno, con una voz nunca oída: el Apóstol diciendo que él iría hasta la cruz
para ver libres a los hombres y a la patria.
A Manuel Piedra Martel, que estaba oyendo, le pareció ver “a Moisés en el desierto, guiando a los
judíos hacia el país de Canaán y trasmitiéndoles los Diez Mandamientos
escuchados en las teofonías del Sinaí”.
El fuego del sol, pasado el cenit, estaba en el pecho de los hombres –mientras
cambiaban las miradas de Martí a Gómez, de éste a Masó, a Borrero y otra vez a
Martí–, cuando de repente una voz gritó que se acercaba una tropa española. El
temperamento del Viejo
–a casi veinte años de sus últimos combates– fue más rápido que su
cerebro de jefe militar. Al trueno de su voz, los hombres saltaron a unos
caballos que fueron puestos a todo galope, pero a los pocos kilómetros supieron
que la tropa española no estaba en ese lado del
río, donde habrían dado una magnífica carga de caballería.
En aquel momento, los españoles habían acabado de llegar, bajo el
mando del Coronel Ximénez de Sandoval, por el camino de Remanganaguas. No era este su destino, pero los atrajo la
información de que en este lugar acampaban, con poca gente, los más grandes
jefes insurrectos. Preparó a su tropa en escalones oblicuos, para cubrir todos
los senderos por donde podía avanzar la caballería cubana, incluyendo el paso
del Salvial, por donde los lugareños cruzaban el río.
Máximo Gómez no sabía la ubicación enemiga, ni cuántos eran, aunque él
nunca miró si las fuerzas contrarias triplicaban las suyas a la hora de
arremeter. Cuando llegó al paso de Dos Ríos, vio que su vanguardia eludía la
creciente, buscando un paso mejor. Lanzó su alazán al peligro de la creciente,
con el Estado Mayor detrás y un grupo de valientes que le secundan. ¡Allí iba
José Martí!, dijeron después varios testigos: Gómez –aun cuando sus versiones
son varias y contradictorias–, Dominador de la Guardia, Marcos del
Rosario, Manuel Piedra Martel, Enrique
Céspedes Romagoza, Masó Parra y el mismo Angel de la Guardia –su único
compañero en el trance final.
A poco más de un kilómetro de vadear el río, chocan con la avanzada enemiga, la que fue
aniquilada. Algunosos españoles caen, otros huyen. Es el momento en que el
Generalísimo, en el ardor de la primera arremetida victoriosa, ordena la
táctica del combate: A Paquito Borrero,
que con unos hombres avance por el flanco derecho, pegándose al río. Él se
abrirá por el flanco izquierdo, para entrar por la retaguardia enemiga. Masó y los suyos atacarán por el centro. En
aquel instante, al mirar a Martí transfigurado, tal vez le gritó que se
quedara atrás, como él dijo después
haberle ordenado. Pero todavía, soltando las bridas, le pidió a un soldado
desconocido –Ángel de la Guardia– que acompañara al Delegado.
Por un instante, Martí tuvo a su caballo enfrenado. ¿Cómo podría
obedecer a Gómez? Había llegado la hora de entrar a la caballería. Mira al
soldado de veinte años, sin saber su nombre: Vamos a la carga, joven. Tal vez
pensó que cortando espacio, en la línea recta, podría alcanzar al grupo de
Borrero. Mira hacia la casa de Rosalío Pacheco, con las puertas cerradas. Atraviesa la talanquera, seguido de Angel.
Volvió a espolear, aflojando las bridas. A un lado ve temblar la piel cuarteada
de un dagame, al otro mecerse a una jatía y más allá unos maniguazos ocultando
el trillo del Salvial. Lo alumbra un rayo de sol que atraviesa las nubes, cuando un plomo
le rompe el pecho, otro le corta un verso en la garganta, y cae a la tierra enrojecida.
(Tomado de mi libro inédito Domingos de tanta luz y publicado en La Gaceta, el 19 de mayo, 2017)
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