Un señor de edad avanzada entra con paso firme a la oficina de La
Gaceta donde trabajo. Como ha anunciado la visita, sé que es Rafael
Martínez Ybor, biznieto de quien, al fundar el pueblo donde nos reunimos, le
otorgó su apellido.
Me extiende la mano y adivino en ella la sinceridad y nobleza que
encontró José Martí en su bisabuelo, cuando lo calificó de “anciano de rostro
bondadoso”, calificativo que se corresponde con la primera impresión que recibo
de su descendiente.
Desde las primeras palabras, el clima adquiere una familiaridad que
se distancia del toque de solemnidad que requiere un primer diálogo con alguien
que, además de la respetabilidad de su larga vida, adquiere un matiz especial
por su cercanía con la figura histórica más emblemática de Ybor City. Mi
siguiente percepción, que le confieso, fue atribuirle menos años de los que
tiene, lo que me había figurado por la nitidez de su voz en la línea
telefónica.
-Aparenta unos setenta- le digo.
-Pues no, tengo 88 años.
-Pues muy bien conservados –agrego– haciendo una rápida alusión a mi
padre, quien, con 99 años –le comento– nos sorprendía con la solidez de su
palabra. De alguna manera, es un referente animador, aunque innecesario, pues
el Martínez Ybor que está frente a mí parece heredar la energía de su
antecesor, quien tenía 68 años cuando puso el primer ladrillo en lo que iba a
ser Ybor City.
El autor y Rafael Martínez Ybor |
Aunque la amena charla, extendida al oído atento de mi compañero
Leonardo Venta, Rafael quiso inclinarla hacia los antepasados gloriosos de su
familia, insistí a intervalos en su propia historia. Por eso supe que nació en
Cuba, en 1929, pero que con apenas cinco años acompañó a sus padres a Nueva
Orleáns, donde el abuelo –también Rafael e hijo menor de don Vicente- fue designado
Cónsul del gobierno cubano en la década de 1930. Poco después se mudaron a
Tampa, atraídos por la pertinencia de su apellido con el barrio más fulgurante
de la ciudad floridana, pero hubo que seguir los pasos del abuelo, al
requerirse sus servicios en Miami, en 1944.
Al iniciar la década siguiente y ya inmerso en el ambiente bancario
del que haría su profesión de toda la vida, Rafael regresa al país de origen,
encontrando trabajo en The Trust Company
of Cuba. Viviendo en el Vedado, fue testigo de las convulsiones políticas que
devinieron en la toma del poder revolucionario, en 1959. Ese mismo año,
mientras comenzaban las confiscaciones de la propiedad privada, las refriegas
clasistas y el enfrentamiento con Estados Unidos, Rafael encontró la felicidad del matrimonio,
al casarse para siempre con Cecilia, esposa que, gracias a Dios, aún le
acompaña.
Con la intervención del banco para el que trabajaba como profesional
bilingüe, el descendiente de Vicente Martínez Ybor optó por atender la
reclamación de su padre y vino a vivir a Estados Unidos. Nueva Orléans fue el
primer destino y allí trabajó durante 17 años. Sin embargo, la atracción de
Tampa fue demasiado fuerte y al fin vino
a radicarse en ella, mostrando ser un hijo digno de la ciudad, un
heredero legítimo de la estirpe del fundador de Ybor City.
Claro que estas observaciones biográficas de Rafael emergieron
intercaladas entre los párrafos largos en que me habló del bisabuelo
valenciano, de su llegada a Cuba con apenas 14 años, del espíritu emprendedor
que lo llevó a fundar la fábrica de tabacos “El Príncipe de Gales” en la década
de 1850, de los triunfos internacionales
alcanzados enseguida con ese sello de habanos, del primer y segundo matrimonio
del bisabuelo, con los que sumó 13 hijos. Hablamos de cómo salió don Vicente
de Cuba, al ser vigilado por sus simpatías con los mambises, de sus logros en
la empresa tabacalera en Cayo Hueso, de la llegada a Tampa y sobre la fundación
de Ybor City. Me contó anécdotas de la familia Martínez Ybor, de las simpatías
y apoyo de sus ancestros a la independencia cubana, momento en que recordamos
las palabras de admiración que José Martí le dedicó.
No es menor la admiración reflejada por Rafael hacia su bisabuela
Mercedes de las Revillas, mujer que apoyó la causa cubana con fervor
permanente. Muchos soldados que salieron de Tampa a combatir por la libertad de
la Isla amada, dejaron testimonios de las atenciones recibidas en la casa
familiar de Martínez Ybor, donde Mercedes les despidió como una madre. Es
natural que con tanto apego a su tierra
original, ella decidiera regresar a Cuba, ya viuda, para que las últimas
imágenes que alegraran su mirada fueran las de La Habana, donde está su
tumba.
Naturalmente, cuando la prudencia del tiempo contuvo el diálogo, mi
deseo fue pedirle un nuevo encuentro, porque es fértil la historia que Rafael
Martínez Ybor conserva con celo familiar y muy grande el servicio que presta al
patrimonio de la ciudad. Pero en la asunción consciente de ese beneficio para la presente y futuras generaciones, las
instituciones del lugar deben tener mayor compromiso. La imagen de don Vicente
y un grupo de industriales, ingenieros,
profesionales y obreros –juntos hombres y mujeres, negros y blancos, religiosos
y ateos, de lenguas y culturas diversas– debe ser mucho más que unas palabras
con destino turístico alrededor de una estatua o sitio histórico; puede ser el ejemplo aleccionador que
contribuya a que el que mundo en que vivimos y que hemos de legar, sea realmente
mejor.
Casi al despedirnos, pregunto a Rafael si no ha vuelto a La Habana.
-No, me dice con cierta nostalgia, tal vez buscando en el recuerdo de
56 años atrás la majestad que no quiere desterrar de su memoria: las hermosas
edificaciones neoclásicas y eclécticas de el
Vedado, frente a las cuales él y Cecilia se juraron amor en el encanto
de la juventud.
Lo entendí mejor cuando, cinco días después, me escribió desde su
casa:
“En agosto 4, 2017, serán 56 años que nos fuimos de Cuba (…) cuando se
enteraron que mi padre, que vivía en New Orleáns, estaba tramitando la visa
para sacarnos a Cecilia y a mí de Cuba (…) un día se presentaron tres
milicianos con sus metralletas y nos confiscaron nuestro nuevo condo con todo
lo que había adentro (…) Nos fuimos a vivir con los padres de Cecilia, allí
estuvimos un año hasta que, por fin, salimos de Cuba. A los pocos años se murió
el padre de Cecilia y el gobierno cubano no le autorizó visa para ir al
entierro”.
Le puse la mano sobre el hombro, con toda
comprensión, deseando que la salud le acompañe por muchos años más y, de
paso, que un milagro pudiera redimir al
Vedado que él guarda incólume en su memoria.
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