Por Gabriel Cartaya
Cuando se acerca el 11 de
septiembre, a 16 años del atentado terrorista más grande de la historia
contemporánea –alrededor de 3 mil muertos y 6 mil heridos– , vale la pena
pensar en las múltiples y complejas causas que determinaron un crimen de esa
magnitud y, esencialmente, razonar alrededor de las vías más seguras para
evitar a la humanidad el dolor provocado por la irracionalidad del
comportamiento homicida.
Se han escrito –y se seguirán escribiendo– miles de
páginas para explicar los sucesos de las Torres Gemelas y cada año el universo
mira con espanto las escenas del impacto de los aviones que –llenos de hombres,
mujeres, niños– fueron lanzados contra
los edificios donde miles de personas inofensivas se encontraban. En un
instante, pasajeros y ocupantes de los emblemáticos pabellones fueron envueltos
en el fuego, el humo, el hierro y el concreto, a consecuencia del acto bárbaro
de sólo un puñado de jóvenes seducidos por la red yihadista Al-Qaeda.
Suman cientos
las investigaciones que intentan explicar la génesis, constitución y filosofía
de grupos de islamistas radicales, los motivos religiosos del enfrentamiento
entre civilizaciones, el pretendido
ajuste de cuentas con la cristiandad por la barbarie de la Santa Inquisición en
la Edad Media, la ambición de sectores
extremistas que se dicen musulmanes y sueñan con la reconquista del califato
andaluz. Otros estudiosos consideran las causas económicas que han determinado
la presencia militar estadounidense en el Medio Oriente, especialmente a partir
de la Guerra del Golfo (1990-1991). Algunos, incluso, han destacado el apoyo de
Estados Unidos a la aparición de grupos –como el propio Al-Qaeda de Bin Laden–
que después se convirtieron en sus enemigos.
En realidad, hay toda una madeja de teorías para
intentar explicar el acto del 11 de septiembre –repetido en menor escala con
una frecuencia dramática en Europa y otros lugares del mundo hasta el día de
hoy– , pero son muy escasos los que buscan en los sistemas de educación
–incluso religiosa– las causas profundas de aquel evento salvaje y las
propuestas para la formación de una persona cuya sensibilidad no sólo lo aparte
de un arma agresiva, sino que se conmueva ante el dolor que sufra un ser humano
en cualquier esquina de un mundo que ahora, al acortarse las distancias con la
tecnología, muchos llaman aldea global.
Al mirar los rostros de los jóvenes implicados en
actos terroristas, incluidos los de quienes han sido abatidos cuando aparece la
noticia, la primera reacción es de satisfacción y casi tranquilidad ante la
muerte de quienes fueron autores de una masacre humana. Es una lógica
respuesta, a pesar de entender que la muerte del asesino no aminora el dolor de
quienes por él perdieron a un ser querido.
La venganza, desde siempre, aumenta el dolor, en
tanto se extiende a familias que no dejan de ser inocentes cuando uno de sus
miembros perturbados comete un crimen. No propongo impasibilidad frente al
culpable que debe ser castigado, sino ir a las raíces que provocaron el daño. Y
en esa raíz, en gran medida, está la pedagogía, tanto la que corresponde a la
escuela, a la familia, como a todas las esferas sociales.
Sin más remedios, al terrorista armado de hoy hay
que aniquilarlo con las armas, porque ya constituye, física y mentalmente, un
peligro inminente. Pero en evitar el posible terrorista de mañana, a los
padres, maestros y sociedad corresponde el rol de formar los valores que impidan a un joven ser seducido a una
conducta antihumana. Sólo a través de la educación y desde los instrumentos que
posee para influir en el perfil de la
personalidad, se puede fortalecer en el ser humano la vocación
natural a desear una larga vida feliz.
Cuando en los medios –que deberían contener más
espacios educativos que mercantilistas–
haya mas imágenes de amor que de violencia; cuando en las pantallas de
televisión, cine, teléfonos, tabletas, veamos más imágenes de confraternidad
humana que de guerras, sangre y muerte;
cuando en los video juegos de niños y adolescentes aparezcan más abrazos
y solidaridad entre los personajes ficticios que gritos, amenazas y
disparos, habrá menos jóvenes dispuestos
a ingresar en un grupo terrorista que los conmina a matar a mansalva a quienes
no son sus enemigos; habrá menos adolescentes con perturbaciones mentales,
predispuestos a reproducir en la vida real los crímenes practicados en sus
video-juegos.
He meditado en estas cosas al leer la carta de una
maestra del pueblo de Ripoll, cerca de Barcelona, apenada con los sucesos terroristas de hace
solo unos días en esa ciudad española. Ella conocía a los jovencitos que
cometieron los crímenes, habían pasado por su escuela, los había visto crecer,
reír, enamorarse, soñar con el futuro y, de repente, aparecieron como
terroristas. La maestra no pensó en que eran seres demoníacos maldecibles, con
lo que hubiera salvado su responsabilidad como educadora, sino, con enorme
tristeza, en que algo debió faltar en su labor.
Me permito citar, in extenso, unos fragmentos aislados de la carta de la
maestra, que se identificó sólo como Raquel:
“Estos niños eran como todos los niños. Como mis
hijos, eran niños de Ripoll. ¿Qué estamos haciendo mal? Hay que detener esto.
Tenemos que hacer algo. Y yo que creía que lo estaba haciendo bien, que había
contribuido con mi granito de arena.
Me duele que hayan sido ellos (...) no he dejado de
llorar desde el primer día y sé que nunca podré dejar de hacerlo. Sé que estos días la balanza y el apoyo se
decanta hacia las víctimas, hacia los hijos perdidos, las familias destrozadas,
la ciudad de duelo. Pero permitidme contaros y enseñaros la otra cara de la
moneda, la que no sale en los periódicos, la que no llora en público, la que en
silencio contiene las lágrimas porque parece que esté mal visto llorar por
ellos.
Permitidme deciros cómo eran ellos, o al menos los
niños que yo conocí”.
En la carta, la maestra cuenta que aquellos
muchachos en la escuela eran normales y piensa que pudieron ser pilotos,
maestros, médicos o colaboradores de una ONG y se pregunta:
“¿Qué les ha pasado? ¿En qué momento...? ¿Qué
estamos haciendo para que pasen estas cosas? Erais tan jóvenes, tan llenos de
vida, teníais toda una vida por delante ... y mil sueños por cumplir”.
La maestra se niega, en lo más profundo de su
ser, a aceptar una realidad terrible
para todos los fallecidos y sus familiares, víctimas y victimarios. Y termina
sugiriendo que este hecho no sea “una historia más”. Para ello, su propuesta es clara: “Educando
en la no violencia, transmitiendo el no odio, la igualdad. Educando en las
escuelas, en los espacios abiertos, en las familias, a nuestros hijos...”.
Al mencionar el nombre de los culpables, víctimas
también, –Moha, Moussa, Youssef, Omar, Younes,
Houssa–, no se percibe odio sino dolor, aún al juzgarlos: “Los actos que
habéis cometido no tienen explicación y no son lícitos. La guerra, la ira, el
odio no llevan a ninguna parte. Nunca, en nombre de nadie. Ni por nadie. Ni
dioses, ni banderas, ni religión”.
Jóvenes eran también los terroristas del 11 de
septiembre y casi todos los que siguen siendo captados por el islamismo radical –que no es la esencia musulmana– para cometer actos criminales en cualquier lugar del mundo. ¿Cómo entender la
irracionalidad de que alguien, con todo el futuro por delante, con el sueño de
una profesión, matrimonio, hijos, amigos, pueda renunciar a la vida, acabando
con la de otros, en nombre de una ideología enfermiza contraria al derecho de
vivir y ser feliz?
Con la fuerza que juntan el amor y la enseñanza,
encontrar el instante confuso en que el cerebro de nuestro hijo, alumno, o adolescente
cercano pudiera ser susceptible de ser captado por una idea fanática,
supersticiosa o extremista, y atraerle a
una conducta positiva, sería el arma más poderosa –tal vez la única– de acabar con el terrorismo sobre la tierra.
Publicado en La Gaceta, 1.º de septiembre, 2017.
No hay comentarios:
Publicar un comentario