viernes, 1 de septiembre de 2017

La educación como arma contra el terrorismo

Por Gabriel Cartaya

  Cuando se acerca el 11 de septiembre, a 16 años del atentado terrorista más grande de la historia contemporánea –alrededor de 3 mil muertos y 6 mil heridos– , vale la pena pensar en las múltiples y complejas causas que determinaron un crimen de esa magnitud y, esencialmente, razonar alrededor de las vías más seguras para evitar a la humanidad el dolor provocado por la irracionalidad del comportamiento homicida.
  Se han escrito –y se seguirán escribiendo– miles de páginas para explicar los sucesos de las Torres Gemelas y cada año el universo mira con espanto las escenas del impacto de los aviones que –llenos de hombres, mujeres, niños–  fueron lanzados contra los edificios donde miles de personas inofensivas se encontraban. En un instante, pasajeros y ocupantes de los emblemáticos pabellones fueron envueltos en el fuego, el humo, el hierro y el concreto, a consecuencia del acto bárbaro de sólo un puñado de jóvenes seducidos por la red yihadista Al-Qaeda.
    Suman cientos las investigaciones que intentan explicar la génesis, constitución y filosofía de grupos de islamistas radicales, los motivos religiosos del enfrentamiento entre civilizaciones, el  pretendido ajuste de cuentas con la cristiandad por la barbarie de la Santa Inquisición en la Edad Media,  la ambición de sectores extremistas que se dicen musulmanes y sueñan con la reconquista del califato andaluz. Otros estudiosos consideran las causas económicas que han determinado la presencia militar estadounidense en el Medio Oriente, especialmente a partir de la Guerra del Golfo (1990-1991). Algunos, incluso, han destacado el apoyo de Estados Unidos a la aparición de grupos –como el propio Al-Qaeda de Bin Laden– que después se convirtieron en sus enemigos.
  En realidad, hay toda una madeja de teorías para intentar explicar el acto del 11 de septiembre –repetido en menor escala con una frecuencia dramática en Europa y otros lugares del mundo hasta el día de hoy– , pero son muy escasos los que buscan en los sistemas de educación –incluso religiosa– las causas profundas de aquel evento salvaje y las propuestas para la formación de una persona cuya sensibilidad no sólo lo aparte de un arma agresiva, sino que se conmueva ante el dolor que sufra un ser humano en cualquier esquina de un mundo que ahora, al acortarse las distancias con la tecnología, muchos llaman aldea global.
  Al mirar los rostros de los jóvenes implicados en actos terroristas, incluidos los de quienes han sido abatidos cuando aparece la noticia, la primera reacción es de satisfacción y casi tranquilidad ante la muerte de quienes fueron autores de una masacre humana. Es una lógica respuesta, a pesar de entender que la muerte del asesino no aminora el dolor de quienes por él perdieron a un ser querido.
  La venganza, desde siempre, aumenta el dolor, en tanto se extiende a familias que no dejan de ser inocentes cuando uno de sus miembros perturbados comete un crimen. No propongo impasibilidad frente al culpable que debe ser castigado, sino ir a las raíces que provocaron el daño. Y en esa raíz, en gran medida, está la pedagogía, tanto la que corresponde a la escuela, a la familia, como a todas las esferas sociales.
  Sin más remedios, al terrorista armado de hoy hay que aniquilarlo con las armas, porque ya constituye, física y mentalmente, un peligro inminente. Pero en evitar el posible terrorista de mañana, a los padres, maestros y sociedad corresponde el rol de formar los valores  que impidan a un joven ser seducido a una conducta antihumana. Sólo a través de la educación y desde los instrumentos que posee para influir en el perfil de la  personalidad, se puede fortalecer en el ser humano la vocación natural  a desear una larga vida feliz.
  Cuando en los medios –que deberían contener más espacios educativos que mercantilistas–  haya mas imágenes de amor que de violencia; cuando en las pantallas de televisión, cine, teléfonos, tabletas, veamos más imágenes de confraternidad humana que de guerras, sangre y muerte;  cuando en los video juegos de niños y adolescentes aparezcan más abrazos y solidaridad entre los personajes ficticios que gritos, amenazas y disparos,  habrá menos jóvenes dispuestos a ingresar en un grupo terrorista que los conmina a matar a mansalva a quienes no son sus enemigos; habrá menos adolescentes con perturbaciones mentales, predispuestos a reproducir en la vida real los crímenes practicados en sus video-juegos.
  He meditado en estas cosas al leer la carta de una maestra del pueblo de Ripoll, cerca de Barcelona,  apenada con los sucesos terroristas de hace solo unos días en esa ciudad española. Ella conocía a los jovencitos que cometieron los crímenes, habían pasado por su escuela, los había visto crecer, reír, enamorarse, soñar con el futuro y, de repente, aparecieron como terroristas. La maestra no pensó en que eran seres demoníacos maldecibles, con lo que hubiera salvado su responsabilidad como educadora, sino, con enorme tristeza, en que algo debió faltar en su labor.
  Me permito citar, in extenso,  unos fragmentos aislados de la carta de la maestra, que se identificó sólo como Raquel:
  “Estos niños eran como todos los niños. Como mis hijos, eran niños de Ripoll. ¿Qué estamos haciendo mal? Hay que detener esto. Tenemos que hacer algo. Y yo que creía que lo estaba haciendo bien, que había contribuido con mi granito de arena.
  Me duele que hayan sido ellos (...) no he dejado de llorar desde el primer día y sé que nunca podré dejar de hacerlo.  Sé que estos días la balanza y el apoyo se decanta hacia las víctimas, hacia los hijos perdidos, las familias destrozadas, la ciudad de duelo. Pero permitidme contaros y enseñaros la otra cara de la moneda, la que no sale en los periódicos, la que no llora en público, la que en silencio contiene las lágrimas porque parece que esté mal visto llorar por ellos.
  Permitidme deciros cómo eran ellos, o al menos los niños que yo conocí”. 
  En la carta, la maestra cuenta que aquellos muchachos en la escuela eran normales y piensa que pudieron ser pilotos, maestros, médicos o colaboradores de una ONG y se pregunta:
  “¿Qué les ha pasado? ¿En qué momento...? ¿Qué estamos haciendo para que pasen estas cosas? Erais tan jóvenes, tan llenos de vida, teníais toda una vida por delante ... y mil sueños por cumplir”.
  La maestra se niega, en lo más profundo de su ser,  a aceptar una realidad terrible para todos los fallecidos y sus familiares, víctimas y victimarios. Y termina sugiriendo que este hecho no sea “una historia más”.  Para ello, su propuesta es clara: “Educando en la no violencia, transmitiendo el no odio, la igualdad. Educando en las escuelas, en los espacios abiertos, en las familias, a nuestros hijos...”.
  Al mencionar el nombre de los culpables, víctimas también, –Moha, Moussa, Youssef, Omar, Younes,  Houssa–, no se percibe odio sino dolor, aún al juzgarlos: “Los actos que habéis cometido no tienen explicación y no son lícitos. La guerra, la ira, el odio no llevan a ninguna parte. Nunca, en nombre de nadie. Ni por nadie. Ni dioses, ni banderas, ni religión”.
  Jóvenes eran también los terroristas del 11 de septiembre y casi todos los que siguen siendo captados por el islamismo radical –que no es la esencia musulmana– para cometer actos criminales en cualquier lugar del mundo. ¿Cómo entender la irracionalidad de que alguien, con todo el futuro por delante, con el sueño de una profesión, matrimonio, hijos, amigos, pueda renunciar a la vida, acabando con la de otros, en nombre de una ideología enfermiza contraria al derecho de vivir y ser feliz? 
  Con la fuerza que juntan el amor y la enseñanza, encontrar el instante confuso en que el cerebro de nuestro hijo, alumno, o adolescente cercano pudiera ser susceptible de ser captado por una idea fanática, supersticiosa o extremista, y  atraerle a una conducta positiva, sería el arma más poderosa –tal vez la única–  de acabar con el terrorismo sobre la tierra.
                                                                                        Publicado en La Gaceta, 1.º de septiembre, 2017.


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