En
la conversación que sostuve con Juan Castillo, el sobrino nieto de Wifredo Lam
que atesora una parte de su obra –como vimos en la entrevista publicada en los
dos últimos números de La Gaceta–, me habló del único poema conocido del
pintor. Ante mi interés en leerlo, tuvo la gentileza de enviármelo.
Ahora
lo comparto con los lectores de esta columna, pues contribuye a conocer más al
extraordinario artista cubano y universal.
Nuevo
mundo
Luz
al
grito que lanzara
el
vigía a la una de la madrugada,
una
noche de octubre de 1492
responde
la voz de Cristóbal Colon:
“Es
tierra”
La
tierra es maravillosa,
Perpetua
viajadora dentro
de
un espacio sin límites.
Brotado
de los cuatro puntos cardinales,
el
hombre se vuelca
hacia
el Nuevo Mundo,
cuando
Cuba se transforma
en la
encrucijada
donde se
reúnen todos los bergantes,
amos,
proveedores
de esclavas
y esclavos.
Mientras se
va despoblando
el
continente africano,
la España
castellana
envía a sus
segundones,
sus judíos
y sus árabes
–Isabel la Católica
expulsa a todos
los
convertidos y vacía las prisiones–
para poblar
el Nuevo Mundo.
Para que
así conquisten su libertad:
libertad de
domesticar a los salvajes
y
explotarlos hasta la muerte.
Sed de oro,
voluntad de potencia
y de
independencia.
Más tarde
llegaron los demás:
Catalanes,
Gallegos… y,
finalmente
los Chinos.
Estos son los antepasados
Estos son los antepasados
que reclama
Wifredo Lam y,
más que
nadie,
representa
él la herencia
de la
convulsión del hombre y de la tierra.
El Nuevo
Mundo.
La tierra de Cuba,
La tierra de Cuba,
durante tanto
tiempo aislada
en medio
del mar de Caribes,
piratas,
esclavos, y rebeldes de toda clase.
En la
familia,
se cuenta
(por supuesto del lado africano)
que sus
antepasados
eran de los
más granados:
brujos y
reyes. Pero él
primero que
afirmó su personalidad,
según
memoria de hombre,
fue José
Castilla,
denominado
Mano Cortada.
Nacido en
Las Villas,
en el
pueblo de los Remedios,
este
mulato, terrateniente
defendió
severamente
la dignidad
de su vida;
católico
por elección
le engañó un
europeo,
un español,
naturalmente,
que lo
llevó ante la justicia
y le hizo
perder la causa ante
el tribunal
civil, cuando esta había
sido ganada
ante el tribunal de la Inquisición.
Furioso por
no habérsele hecho justicia,
golpeó a su
enemigo con un puñetazo
tan
violento que le mató.
El mismo
tribunal de la Inquisición
que le
había absuelto la primera vez
le condenó
entonces,
pero por el
último crimen. Se le embargó
la
hacienda, la cual sirvió
para crear
una plaza y edificar
una iglesia
en Los Remedios,
que debía
denominarse
la Iglesia
de Cristo.
La mayor
crueldad del tribunal
consistió
en mandar que se le
cortara la
mano derecha
por lo que
se apodó José Mano Cortada
pero
sublevado, huyó tras lo cual,
convertido
en cimarrón,
nadie pudo
decir que fue del mismo.
Su
mestizaje, por el lado español,
databa de
la casa llamada
Cabeza de
Vaca, de Castilla.
Emigrado de
la tierra donde nació
Lam Yam
llegará, tras largo viaje,
A San
Francisco, California, a México,
y tras
México, a Cuba.
Ocurría
ello durante
La segunda
mitad del siglo XIX.
Con él
traía
la memoria
de toda clase de paisajes
–siberianos,
mongoles, tártaros–:
el drama de
Asia y del mar de China.
En sus
ojos, salía el sol
de una isla
convulsa
que luchaba
por la libertad.
Estos
fueron sus antepasados quienes,
en
complejas circunstancias históricas
se
mezclaron para elevar
el grado
animal a la temperatura
del drama
social universal.
En la
mirada eterna del sol,
el flujo y
el reflujo de las migraciones
bajo el
trópico de Cáncer.
Una mañana
de verano,
pletórica
de calor y de ruidos
Wifredo
se
despierta más tarde que de costumbre
aunque se
queda en la cama,
fija la
mirada;
De la
cocina viene el rumor de palabras
indistintas:
es la
familia que está tomando el desayuno.
Del techo
le cae
sobre el rostro la negrísima
silueta de
un ave con
la cabeza
colgando:
un
murciélago que está durmiendo
su sueño
diario
Para mí,
dice, esa figura tenía dos cabezas
En el
campo, en la calle, en el jardín,
en el
cielo, reina tirano el sol.
No le
resiste ningún obstáculo:
no le
detiene ni la ventana echada
ni la
puerta cerrada de la casa de madera
y se
proyectan los rayos de luz,
trocando la
habitación
en una
linterna mágica,
invirtiendo
todas las imágenes que surgen
y
desaparecen con la misma
rapidez en
la pared y el techo de la alcoba de mi madre.
que se
devoran unas a otras:
un caballo
que pasa, hombres,
una carreta
y su rueda forman
un círculo
móvil.
De la calle
llega el ruido
de todo lo
que pasa,
invertido,
a la habitación;
un ruido
infernal.
Por vez primera,
siento el
vértigo de la soledad,
la
distancia entre los objetos,
y mi
medida.
En este
pequeño espacio,
experimento
por primera
vez la
zozobra de no ser sino
una cosa
entre las cosas,
una
presencia muda frente
a objetos
sin nombre.
Ocurre esto
en 1907.
Aquel día
fue para mí
el comienzo
del
sentimiento del paso de los días,
de una
vinculación en la memoria
y de un
tiempo que no se detiene.
En aquella
habitación
cuyo
armario abierto deja ver,
como un
hombre decapitado,
los trajes
de mi padre,
en su luna
se reflejaba
la magia de
las
imágenes móviles,
mi propia
imagen
y la del
murciélago despierto
al vuelo
oscilante,
en busca de
su sombra.
De esa
mañana de 1907,
de la
presencia de aquella ave
asustada,
data el
primer momento
de mi
conciencia de estar aquí.
Publicado en La Gaceta, 8 de agosto, 2017.
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