Por Gabriel Cartaya
Fue una de las conversaciones más animadas que se oyeron en uno de los
coches del tren que viajaba de Tampa a Ocala, el 21 de julio de 1892.
Seguramente, la mayoría de los pasajeros no sospechaba que aquellos cuatro
hombres tenían una relevancia que se
encajaría en la Historia, tanto por lo que ya habían hecho, como por el
proyecto que animaban en aquel momento.
A primera vista, se confundían con los
viajeros comunes, vestidos con humildad, a no ser para quien se acercara al
fuego de sus ojos, cuando no podían contener el brillo de la palabra que, en
voz baja, iban intercambiando en el tren.
Pero más allá del físico y la vestimenta, algo sobresalía en la personalidad de cada
uno de ellos. El mayor de todos era un hombre que se acercaba a los sesenta
años, de piel blanca, delgado, con el pelo lacio bien peinado y dividido por
una raya casi imperceptible hacia el lado izquierdo. En la conversación,
siempre en idioma español, se adivinaba a un hombre culto, de múltiples lecturas, lo que pudieron
confirmar los pasajeros más cercanos cuando alguien dijo que era José Dolores
Poyo, muy conocido en Cayo Hueso. Otro recordó haberlo visto en la silla alta
de lector de tabaquería, cuando Martínez Ybor inauguró en Tampa su fábrica de
tabacos –El Príncipe de Gales–, de ladrillos rojos. Y claro, sabía que fue el
fundador del primer periódico en español que tuvo la ciudad –el Yara–,
que publicaba desde tiempo atrás en Cayo Hueso, donde lo siguió cultivando al
regresar a aquel nido de cubanos.
Rumbo a Ocala, a pesar de intervenir con
frases inteligentes, Poyo iba más atento a sus compañeros, especialmente al de
menor edad, al más pequeño de estatura. Carlos compartía con él un asiento
ubicado de espaldas al maquinista y, más que hablar, escuchaba atentamente la
palabra apasionada del viajero de enfrente y miraba hacia los otros dos, como
calibrando su aprobación. Desde la primera vez que lo vio, Poyo supo que no era
de origen cubano. Una tarde le contó en El Cayo que había nacido en Polonia,
donde lo inscribieron como Karol Rolow-Mialowski. Pero era tan cubano como el
que más, con el nombre de Carlos Roloff, General del Ejército Libertador.
Llevaba una barba negra, abundante, como equilibrando la escasez de cabellera.
José Dolores Poyo, Carlos Roloff, Serafín Sánchez y José Martí |
Sentados de frente, hacia el destino del
tren, iban los otros dos hombres, atentos a la conversación gracias a que los
primeros pudieron invertir el asiento duple. El más alto de ellos era Serafín,
maestro y militar, dos profesiones que en pocos como en él podían concordar. En
realidad, de vocación, estudios y ejercicio era maestro, desde su primera
juventud espirituana, en el centro de la isla de Cuba, pero la patria le impuso
el rol castrense, en las filas del Ejercito Libertador, donde llegó a General.
De manera que en el coche del tren que corría de Tampa a Ocala esa mañana de
verano, iban dos generales vestidos de
civil, sin que lo adivinaran los pasajeros.
Pero más que entre ellos, que podrían irse
contando las batallas tremendas en que participaron durante la Guerra Grande,
los dos generales y el periodista habanero se inclinaban a oír las palabras que
brotaban del más joven de todos, entonces con 39 años. En él, de rostro pálido, ojos avellanados y
cuerpo pequeño y delgado, sobresalía la
frente ancha, el mostacho grande que le camuflaba la boca, y, esencialmente, el
verbo apasionado.
Pero en el tren, los tres compañeros de José
Julián Martí Pérez, como fue bautizado en la Iglesia del Santo Ángel Custodio
de La Habana, iban menos atentos a la
riqueza expresiva que a la profundidad con que describía los pasos a dar –que
estaban dando–, no sólo para unir los elementos dispersos de la nacionalidad
cuajante en un movimiento libertador de su país, sino para fundar desde la raíz
una república “con todos y para el bien de todos”, como dijo aquel hombre meses
atrás en el Liceo Cubano de Ybor City. A eso iban a Ocala, a seguir reuniendo los clubes
revolucionarios, a continuar recabando el esfuerzo de todos, como harían a continuación en Jacksonville y
en cuanto lugar viviera un grupo de sus compatriotas.
Cerca de ellos, en el asiento de al lado,
iba un joven cubano atento a los cuatro pasajeros, esforzándose en no perder
una sola palabra. Mientras el tren se acercaba a Ocala y el sol al mediodía, asentía al oír las palabras agudas
de Poyo, las frases concisas de Roloff, la voz confirmadora de Serafín, y las palabras como de luz, ¡qué palabras!,
del más conversador de los cuatro.
Al verlos desmontarse en la primera estación
de Ocala, decidió bajarse del tren y
seguirlos, pues adivinó en un párrafo que una concentración de cubanos los
esperaba. Entró detrás de ellos a una sala concurrida y se apuntó sin pensarlo,
para contribuir a la Patria que aquellos cuatro hombres venían dibujando en el
tren.
Publicado en La Geceta, el 13 de octubre, 2017.
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