viernes, 13 de octubre de 2017

Héroes en el tren de Tampa a Ocala

Por Gabriel Cartaya

  Fue una de las conversaciones  más animadas que se oyeron en uno de los coches del tren que viajaba de Tampa a Ocala, el 21 de julio de 1892. Seguramente, la mayoría de los pasajeros no sospechaba que aquellos cuatro hombres  tenían una relevancia que se encajaría en la Historia, tanto por lo que ya habían hecho, como por el proyecto que animaban en aquel momento.
      A primera vista, se confundían con los viajeros comunes, vestidos con humildad, a no ser para quien se acercara al fuego de sus ojos, cuando no podían contener el brillo de la palabra que, en voz baja, iban intercambiando en el tren.  Pero más allá del físico y la vestimenta,  algo sobresalía en la personalidad de cada uno de ellos. El mayor de todos era un hombre que se acercaba a los sesenta años, de piel blanca, delgado, con el pelo lacio bien peinado y dividido por una raya casi imperceptible hacia el lado izquierdo. En la conversación, siempre en idioma español, se adivinaba a un hombre culto,  de múltiples lecturas, lo que pudieron confirmar los pasajeros más cercanos cuando alguien dijo que era José Dolores Poyo, muy conocido en Cayo Hueso. Otro recordó haberlo visto en la silla alta de lector de tabaquería, cuando Martínez Ybor inauguró en Tampa su fábrica de tabacos –El Príncipe de Gales–, de ladrillos rojos. Y claro, sabía que fue el fundador del primer periódico en español que tuvo la ciudad –el Yara–, que publicaba desde tiempo atrás en Cayo Hueso, donde lo siguió cultivando al regresar a aquel nido de cubanos.
   Rumbo a Ocala, a pesar de intervenir con frases inteligentes, Poyo iba más atento a sus compañeros, especialmente al de menor edad, al más pequeño de estatura. Carlos compartía con él un asiento ubicado de espaldas al maquinista y, más que hablar, escuchaba atentamente la palabra apasionada del viajero de enfrente y miraba hacia los otros dos, como calibrando su aprobación. Desde la primera vez que lo vio, Poyo supo que no era de origen cubano. Una tarde le contó en El Cayo que había nacido en Polonia, donde lo inscribieron como Karol Rolow-Mialowski. Pero era tan cubano como el que más, con el nombre de Carlos Roloff, General del Ejército Libertador. Llevaba una barba negra, abundante, como equilibrando la escasez de cabellera.
José Dolores Poyo, Carlos Roloff,
Serafín Sánchez y José Martí
  Sentados de frente, hacia el destino del tren, iban los otros dos hombres, atentos a la conversación gracias a que los primeros pudieron invertir el asiento duple. El más alto de ellos era Serafín, maestro y militar, dos profesiones que en pocos como en él podían concordar. En realidad, de vocación, estudios y ejercicio era maestro, desde su ­primera juventud espirituana, en el centro de la isla de Cuba, pero la patria le impuso el rol castrense, en las filas del Ejercito Libertador, donde llegó a General. De manera que en el coche del tren que corría de Tampa a Ocala esa mañana de verano,  iban dos generales vestidos de civil, sin que lo adivinaran los pasajeros.
   Pero más que entre ellos, que podrían irse contando las batallas tremendas en que participaron durante la Guerra Grande, los dos generales y el periodista habanero se inclinaban a oír las palabras que brotaban del más joven de todos, entonces con 39 años.  En él, de rostro pálido, ojos avellanados y cuerpo pequeño y delgado,  sobresalía la frente ancha, el mostacho grande que le camuflaba la boca, y, esencialmente, el verbo apasionado.
   Pero en el tren, los tres compañeros de José Julián Martí Pérez, como fue bautizado en la Iglesia del Santo Ángel Custodio de La Habana, iban menos atentos  a la riqueza expresiva que a la profundidad con que describía los pasos a dar –que estaban dando–, no sólo para unir los elementos dispersos de la nacionalidad cuajante en un movimiento libertador de su país, sino para fundar desde la raíz una república “con todos y para el bien de todos”, como dijo aquel hombre meses atrás en el Liceo Cubano de Ybor City. A eso iban a Ocala,  a seguir reuniendo los clubes revolucionarios, a continuar recabando el esfuerzo de todos,  como harían a continuación en Jacksonville y en cuanto lugar viviera un grupo de sus compatriotas.
   Cerca de ellos, en el asiento de al lado, iba un joven cubano atento a los cuatro pasajeros, esforzándose en no perder una sola palabra. Mientras el tren se acercaba a Ocala y el sol al  mediodía, asentía al oír las palabras agudas de Poyo, las frases concisas de Roloff, la voz confirmadora de Serafín,   y las palabras como de luz, ¡qué palabras!, del más conversador de los cuatro.
   Al verlos desmontarse en la primera estación de Ocala,  decidió bajarse del tren y seguirlos, pues adivinó en un párrafo que una concentración de cubanos los esperaba. Entró detrás de ellos a una sala concurrida y se apuntó sin pensarlo, para contribuir a la Patria que aquellos cuatro hombres venían dibujando en el tren.
                                                       Publicado en La Geceta, el 13 de octubre, 2017.


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