Por Gabriel Cartaya
Las armas de fuego son para matar. Puede decirse también que sirven
para defenderse, pero eso no le suprime la anterior condición. Suponiendo un
momento en que alguien pueda atentar contra ti con un cuchillo o una pistola,
un arma similar a la del atacante pudiera salvarte la vida, siempre que tengas
la reacción, rapidez y serenidad de adelantarte al agresor.
No desconozco el beneficio de portar un arma como defensa, sino las
razones que determinan la necesidad de defenderse del prójimo.
Unas horas antes de despertarme con la noticia terrible de la balacera
que, en Las Vegas, terminó con la vida de 59 personas, más de 500 heridos y decenas de familias destrozadas,
tuve una conversación con mi hijo José Gabriel, de 21 años, que me preocupó
bastante. Venía de una gasolinera, a las diez de la noche, donde un hombre le bloqueó la puerta del carro y acercó su rostro a la cara de mi hijo
con una mueca agresiva. José lo apartó con fuerza, entró al carro y se fue.
Pero me comentó que no era mala la idea de poseer un arma, porque aquel homeless
(así lo calificó) pudo haberlo
agredido con un cuchillo u otro tipo de armamento. Cuando yo razoné
contra las armas de fuego, él sostuvo que, por lo menos, sería bueno tener un
dispositivo de electrochoque a la mano como prevención.
Pero no basta. ¿Quién sabe cuántos de los asistentes al concierto de
música country en las Vegas tenían un arma en la guantera de su coche? O aún de
haberla tenido consigo, ¿hubieran podido evitar el fuego que se desató contra
ellos? ¿No sería preferible evitar que las personas tuvieran armas?
Las armas cumplen una función de defensa únicamente donde hay personas
que están armadas. Si nadie las llevara consigo, ¿de quién te ibas a defender
con ellas?
Leí en uno de los tantos comentarios que han inundado la prensa desde
el amanecer del lunes que “Nevada tiene una de las leyes sobre armas más laxas
de Estados Unidos. Los usuarios pueden portar un arma y no tienen que estar
registrados como propietarios. El estado no prohíbe los rifles de asalto, que
son armas de fuego automáticas o semiautomáticas, y no hay límites para comprar
munición”.
¡Qué barbaridad! ¿Quién es entonces culpable de un crimen como el de
Las Vegas? Stephen Paddock es sólo el nombre de quien pudo subir al piso 32 de
un hotel con un arsenal de armamentos. ¿Quién le vendió las armas? Hasta familiares suyos se han preguntado cómo
pudo pasar esto, lo que indica que era visto como un hombre normal. Pero ser
normal, o parecerlo, ¿es suficiente para
que en una tienda te vendan un poderoso fusil de asalto? ¿Para qué alguien
necesita una ametralladora, a no ser que vaya para la guerra? ¿Contra quién se
va a defender dentro de la ciudad? Porque ni a los leones es lícito atacar con
tan mortífera arma, aún si en la selva eres atacado por uno de ellos, pues hace
tiempo se sabe que con disparar un dardo anestesiante es suficiente.
En los últimos días estamos asistiendo a una escalada peligrosa del
conflicto entre Corea del Norte y Estados Unidos. El centro de la contradicción
es la naturaleza de las armas, que a nivel global constituyen parigual amenaza
que tener un vecino psicópata con un fusil. Una amiga, amante de la literatura
y profesora en la Universidad del Sur de la Florida, tuvo que mudarse de
Riverview porque su vecino salió con una escopeta a gritarle que sus gatos le
estaban molestando. Es el mismo tono de voz con que el líder norcoreano ruge
que explotará una bomba de hidrógeno en
el Océano Pacífico y el Mandatario estaounidense responde que va a destruir un
país donde viven más de 25 millones de seres humanos.
El remedio no es que Estados Unidos se mude a otro planeta –como hizo
mi amiga–, sino entender que la guerra nos destruiría a todos y, por tanto, lo
más inteligente es la diplomacia disuasoria, la que debe encabezar el más
inteligente, incorporando en el contrario temporal la confianza de que no va a ser atacado, premisa para desviarle
la justificación de armarse. Claro que
para desear que tu vecino no se acorace, no debes pavonearte blindado frente al
patio de su casa.
El crimen de Las Vegas debería conmover a quienes pueden decidir
modificar la ley que ampara la tenencia de armas de fuego. Un dato podría
serles revelador: en lo que va de este año, el sitio Gun Violence registra
la impresionante cifra de 272 tiroteos masivos en Estados Unidos, lo que le
otorga el título mundial en esta lid. De no ser exacta, no andaría muy lejos,
o, por lo menos, más lejos parece la ley que contribuya a alejar las armas de
manos civiles, como las que provocaron el
crimen terrible que acabamos de sufrir en Las Vegas.
Una bomba atómica no es más peligrosa que un fusil de asalto. La
ráfaga puede matar a diez y la explosión nuclear a un millón, pero la condición
criminal conlleva la misma culpabilidad. Donde se mata a un hombre, se elimina
la expresión de mundo que se resume en él. El hombre del hotel Mandalay Bay,
con su privilegio de andar armado entre la población apacible, destruyó en 59
personas a una porción irrepetible de la humanidad.
Publicado
en La Gaceta, 6 de octubre, 2017.
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