Desde el fondo de los tiempos matrimoniales, el
embarazo de la mujer ha provocado distintos momentos de celebración. Ya en la
época védica de la antigua India, la familia celebraba una fiesta a la que
llamaban seemantha, hacia el octavo mes de la gestación de la mujer, en
la que acercaban música al vientre de la madre, pues sabían que ya los oídos
del feto estaban preparados para oírla.
Felices jóvenes madre y abuela |
Con el avance científico técnico
de nuestro tiempo, asistimos a la aparición de nuevas ceremonias, que en la
medida en que se repiten y extienden, van convirtiéndose en costumbre. Si la repetición de los actos, individuales o
colectivos, van definiendo el conjunto de las tradiciones que caracterizan a
una familia, un barrio, una nación, una cultura –hasta que su arraigo lo hace
ser un componente de su definición–, asistir al nacimiento de los mismos ofrece
la particular satisfacción de sentirse inmerso en el ambiente de su creación.
Eso sentí al
participar, por primera vez, en una fiesta que en mi infancia era imposible
imaginar. Se le ha dado por nombre, en inglés, gender party, que en su
traducción literal significa “fiesta de género”. Aunque parece ser hermana
gemela, preámbulo o alternacia del conocido baby shower (alusión a un baño
de regalos), nacido en Estados Unidos y ya extendido a varios países, éste es
posible por el conocimiento de la ecografía, que emplea el ultrasonido para
crear imágenes bidimensionales o tridimensionales. Esta técnica, sin el riesgo
de los rayos X, al permitir a los médicos fotografiar los más mínimos detalles
del feto, ofrece, casi con exactitud, la evidencia de que la madre tendrá hembra o varón.
Si al divertido baby
shower no le es imprescindible ese detalle –aunque útil para adecuar los
regalos al género de la criatura por venir–, al gender party es quien le
justifica. La idea de su celebración no se relaciona con los regalos que se
dedicarán al recién nacido, sino con la
noticia a la familia y amistades cercanas de que quien va a nacer será niño o
niña.
Sin lugar a dudas,
en una u otra festividad, el componente de la mercadotecnia es fuertemente
influyente, pues con su filosofía de identificar los requerimientos del
consumo, construye también nuevas necesidades que lo compulsen a satisfacerlas.
En los tiempos en
que llegamos al mundo los que hoy sobrepasamos el medio siglo, cuando todavía
las cigüeñas eran convocadas para encargar al bebé, la magia de nueve meses se
rompía con el alumbramiento, instante en que se levantaba al recién nacido de
frente, con las piernas abiertas, para que el mundo supiera si su nuevo integrante sería hombre o mujer.
Desde hace algunas décadas el ultrasonido ha determinado la buena nueva
–también al baby shower–, pero sólo en los últimos años viene acompañada
de una fiesta de anunciación que se empieza a incorporar a las costumbres
posmodernas de una aldea global que tiene en este país un innegable faro.
En estas cosas
estuve pensando cuando fui invitado, junto a mi esposa, a un gender party
dedicado a Érica Marina, la hija mayor de un matrimonio de viejos y queridos
amigos: Eric de la Cruz y Gretel Sánchez. Fue en el atardecer del viernes
pasado y al entrar a la sala de su casa, adornada con globos azules y color de
rosa, sentí en la contagiosa alegría con que familiares y amigos rodeaban a la
joven embarazada, una hermosa justificación para la festividad. Apenas traspasamos
el umbral de la casa, su primera dama nos preguntó a qué apostábamos: –Hembra, respondió mi
esposa; varón, dije yo–, por lo que fuimos marcados con un adorno de diferente
color en las solapas.
Entonces, yo creía
que los únicos en no saber el género de la criatura guardada en el interior de
Érica Marina éramos los amigos, pero al intentar seducir a quien se estrenará
de abuela con una información adelantada, mi vanidad periodística tropezó con
una inesperada confesión: –Ni la madre lo sabe.
Acto seguido me
explicó que el médico, quien ocultó a los padres el resultado del pesquisaje,
había entregado un sobre sellado que ocultaba el diagnóstico. En toda la
familia hubo una sola excepción, a quien le encargaron la preparación de un globo cuyo color negro
impedía mirar a su interior, donde se ocultaron cientos de partículas cuyo
color, al reventarse, revelaría cual de los dos bandos sería el ganador.
Mientras esperamos
por el instante de la verdad, que cada quien creía tener, hubo comida, brindis
y charlas perfumadas con atisbos de adivinación. Cuando se advirtió que el
globo iba a ser perforado, todos rodeamos a la joven pareja, y entre risas y
augurios era difícil descifrar en
quiénes la emoción era mayor, si en los que se estrenarían de abuelos o de
padres. Al fin, Julio –joven progenitor que suma el ala puertorriqueña de su
origen a la cubana de Érica Marina–, con un golpe bien medido quebró el globo y
se expandió a toda la sala una lluvia azul de múltiples fragmentos y una voz
repetida: varón, varón, varón.
Al final, vencida
la presunción con que los ganadores miramos a las víctimas rosadas que se
sumaron a la felicitación, todos ganamos con una fiesta de amistad y sumamos un
nombre a las costumbres que va imponiendo nuestro tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario