viernes, 18 de enero de 2019

La fiesta de género, una nueva celebración


     Desde el fondo de los tiempos matrimoniales, el embarazo de la mujer ha provocado distintos momentos de celebración. Ya en la época védica de la antigua India, la familia celebraba una fiesta a la que llamaban seemantha, hacia el octavo mes de la gestación de la mujer, en la que acercaban música al vientre de la madre, pues sabían que ya los oídos del feto estaban preparados para oírla.
Felices jóvenes madre y abuela
Con el avance científico técnico de nuestro tiempo, asistimos a la aparición de nuevas ceremonias, que en la medida en que se repiten y extienden, van convirtiéndose en  costumbre. Si la repetición de los actos, individuales o colectivos, van definiendo el conjunto de las tradiciones que caracterizan a una familia, un barrio, una nación, una cultura –hasta que su arraigo lo hace ser un componente de su definición–, asistir al nacimiento de los mismos ofrece la particular satisfacción de sentirse inmerso en el ambiente de su creación.
 Eso sentí al participar, por primera vez, en una fiesta que en mi infancia era imposible imaginar. Se le ha dado por nombre, en inglés, gender party, que en su traducción literal significa “fiesta de género”. Aunque parece ser hermana gemela, preámbulo o alternacia del conocido baby shower (alusión a un baño de regalos), nacido en Estados Unidos y ya extendido a varios países, éste es posible por el conocimiento de la ecografía, que emplea el ultrasonido para crear imágenes bidimensionales o tridimensionales. Esta técnica, sin el riesgo de los rayos X, al permitir a los médicos fotografiar los más mínimos detalles del feto, ofrece, casi con exactitud, la evidencia  de que la madre tendrá hembra o varón.
 Si al divertido baby shower no le es imprescindible ese detalle –aunque útil para adecuar los regalos al género de la criatura por venir–, al gender party es quien le justifica. La idea de su celebración no se relaciona con los regalos que se dedicarán al recién nacido,  sino con la noticia a la familia y amistades cercanas de que quien va a nacer será niño o niña.
 Sin lugar a dudas, en una u otra festividad, el componente de la mercadotecnia es fuertemente influyente, pues con su filosofía de identificar los requerimientos del consumo, construye también nuevas necesidades que lo compulsen a satisfacerlas.
 En los tiempos en que llegamos al mundo los que hoy sobrepasamos el medio siglo, cuando todavía las cigüeñas eran convocadas para encargar al bebé, la magia de nueve meses se rompía con el alumbramiento, instante en que se levantaba al recién nacido de frente, con las piernas abiertas, para que el mundo supiera  si su nuevo integrante sería hombre o mujer. Desde hace algunas décadas el ultrasonido ha determinado la buena nueva –también al baby shower–, pero sólo en los últimos años viene acompañada de una fiesta de anunciación que se empieza a incorporar a las costumbres posmodernas de una aldea global que tiene en este país un innegable faro.
 En estas cosas estuve pensando cuando fui invitado, junto a mi esposa, a un gender party dedicado a Érica Marina, la hija mayor de un matrimonio de viejos y queridos amigos: Eric de la Cruz y Gretel Sánchez. Fue en el atardecer del viernes pasado y al entrar a la sala de su casa, adornada con globos azules y color de rosa, sentí en la contagiosa alegría con que familiares y amigos rodeaban a la joven embarazada, una hermosa justificación para la festividad. Apenas ­traspasamos el umbral de la casa, su primera dama nos preguntó a  qué apostábamos: –Hembra, respondió mi esposa; varón, dije yo–, por lo que fuimos marcados con un adorno de diferente color en las solapas.
Entonces, yo creía que los únicos en no saber el género de la criatura guardada en el interior de Érica Marina éramos los amigos, pero al intentar seducir a quien se estrenará de abuela con una información adelantada, mi vanidad periodística tropezó con una inesperada confesión: –Ni la madre lo sabe. 
 Acto seguido me explicó que el médico, quien ocultó a los padres el resultado del pesquisaje, había entregado un sobre sellado que ocultaba el diagnóstico. En toda la familia hubo una sola excepción, a quien le encargaron  la preparación de un globo cuyo color negro impedía mirar a su interior, donde se ocultaron cientos de partículas cuyo color, al reventarse, revelaría cual de los dos bandos sería el ganador.
 Mientras esperamos por el instante de la verdad, que cada quien creía tener, hubo comida, brindis y charlas perfumadas con atisbos de adivinación. Cuando se advirtió que el globo iba a ser perforado, todos rodeamos a la joven pareja, y entre risas y augurios  era difícil descifrar en quiénes la emoción era mayor, si en los que se estrenarían de abuelos o de padres. Al fin, Julio –joven progenitor que suma el ala puertorriqueña de su origen a la cubana de Érica Marina–, con un golpe bien medido quebró el globo y se expandió a toda la sala una lluvia azul de múltiples fragmentos y una voz repetida: varón, varón, varón. 
 Al final, vencida la presunción con que los ganadores miramos a las víctimas rosadas que se sumaron a la felicitación, todos ganamos con una fiesta de amistad y sumamos un nombre a las costumbres que va imponiendo nuestro tiempo.
                   



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