viernes, 19 de febrero de 2021

Mis recuerdos de Peggie, Madre en La Gaceta

 Conocí a Peggie  Schmechel en junio de 2014, cuando commencé a trabajar en La Gaceta ocupando la posición de editor en espanol. En un pequeño colectivo laboral, compuesto mayoritariamente por miembros de la familia Manteiga y donde  todos hablan  únicamente inglés, mi dificultad para comunicarme en ese idioma parecía ser el inconveniente principal que tendría que enfrentar. Excluyendo esta limitación, las relaciones de trabajo en este lugar han sido positivas.

   En esas circunstancias, la presencia de Peggie me resultó grata y solidaria. Ya tenía más de 80 años cuando la conocí y, con diligencia, llegaba cada mañana a su trabajo, manejando su auto, y entraba saludando a todos con un cariño especial que se le notaba en la mirada. Ser la madre de Patrick –el dueño de esta empresa familiar que pronto llegará a un siglo– no le hacían considerarse con un privilegio especial en su jornada de trabajo; pienso que fue así  cuando era la esposa del anterior propietario –Roland–, y, seguramente, en sus primeras relaciones con esta publicación, como nuera de Victoriano Manteiga, el legendario fundador.

   Pero los largos años, el corto cabello blanco, las nobles arrugas de su rostro bondadoso, el andar pausado por los espacios del edificio que alberga a La Gaceta –apoyándose en un bastón– sí le daban con amplitud la primacía entre el pequeño grupo laboral. Se notaba en la deferencia con que todos le cedían el paso, en la manera de escucharle un mínimo comentario, en el modo de acercarse  a su mesa de trabajo a recibir de sus manos un encargo, el cheque semanal o un caramelo, en abrirle la puerta al advertir su llegada, en la paz que su cercanía callada enriquecía.

   Si para todos era agradable tenerla alrededor y comentar con ella la última noticia pública o familiar, para mí se duplicaba el significado de su atención, pues valoraba el esfuerzo disimulado con que ella intentaba comprender una respuesta al hacerme alguna pregunta. Y lo hacía siempre con una naturalidad que me despertaba confianza, por su manera de entenderme con los ojos o, tal vez, con el corazón. Muchas veces se acercó a mi mesa, a traerme el pago de la semana, un papel, un dulce o, simplemente, a saludar. Pero, a diferencia de otros que cumplen ese gesto sin palabras, ella me preguntaba o comentaba algo, encontrándole significado a mi comentario, por baladí que fuera y quién sabe cuántas veces aparentando que me había comprendido. Otras, cuando ella conversaba con alguien cerca de mí –casi siempre con Leonardo Venta– a cada instante me miraba, incluyéndome en la plática, queriendo lograr con la afabilidad de su rostro que me sintiera parte del diálogo. Pocas veces he visto ese esfuerzo de inclusión conversacional hacia alguien de otro idioma que, de antemano, se sabe no puede alcanzar el nivel discursivo de quienes le rodean. 

   Recuerdo a Peggie, especialmente feliz cuando daba regocijo a otros. Nunca participé en las fiestas que ella organizaba ofrecía año en su casa para los días de Halloween, pero imagino sus ojos radiantes de alegría ante el desfile de niños a quienes prodigaba un aluvión de caramelos. La rememoro, en cambio, en el día de diciembre que La Gaceta destina a celebrar La Navidad entre sus trabajadores, colaboradores y amigos. Peggie recorría mesa por mesa, con un regalito a cada quien, sonriente y cariñosa, como una Diosa que rinde cuentas de un año vivido y desea a todos que el siguiente sea venturoso.

   Así recuerdo a Peggie, voluntariosa y buena. El pasado 10 de febrero le tocó finalilzar su presencia física entre nosotros, a los 88 años de edad. Aunque en los últimos meses no estaba viniendo a su acogedora mesa de trabajo, creía que en algún momento llegaría a vernos. Ahora sé que no vendrá más, pero desde aquí, donde tanto bien hizo, la seguiremos viendo a través de  la obra humana a que amorosamente contribuyó, sentada en la eternidad y bendecida por quienes la seguiremos llevando en el recuerdo del corazón.

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